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Un gusano bajo la piel: el horror interior de Andrés Cota

Adelanto

En este adelanto de ‘Fieras interiores’, publicado por cortesía de Literatura Random House, Cota narra la invasión de un parásito en su cuerpo.

Andrés Cota Hiriart
Ciudad de México /

El primer día de la temporada que pasé junto a mi inquilino corporal, o al menos el instante en que su presencia comenzó a llamar mi atención, sentí un picor punzante sobre el tórax. Levanté la playera para encontrarme con una roncha dura y rosada a medio camino entre mis costillas y el ombligo. Dado que nos encontrábamos en plena temporada de lluvias supuse que debía tratarse del piquete de algún insecto. Quizá de chinche o de pulga, porque de mosco definitivamente no tenía apariencia y, pese al hormigueo incómodo que me causaba, procuré olvidarme del asunto.

Sin embargo, al día siguiente, la roncha amaneció más inflamada. Tenía el tamaño de una luneta y me picaba bastante. Era como tener un tercer pezón. Pero tampoco parecía haber motivo para alarmarse demasiado. Una reacción exagerada de mi dermis, nada más eso; un brote de alergia. ¿Podría ser que el piquete fuera de una araña o de un gusano azotador? Ingerí mi antihistamínico de confianza y me esforcé por mejor pensar en otra cosa. No obsesionarme, como a veces tiendo a hacer. Salir de casa, usar ropa holgada, lavarme con jabón neutro y aplicar ungüento, con eso tendría que bastar. Claro que en ese momento ignoraba la verdadera naturaleza del huésped que comenzaba a gestarse en mi interior y la ingrata sorpresa que me aguardaba hacia el final de la semana.

Para el cuarto día la roncha ya no encajaba propiamente con este sustantivo. Más bien parecía como una especie de implante subcutáneo: una galleta dura embebida en mi pellejo. El área que la circundaba estaba hinchada y enrojecida, además de que se percibía caliente. Aunque la verdad no tenía muy buena pinta, seguí aferrándome a la posibilidad de que no fuera nada importante. Tomé otro par de antihistamínicos, acompañados por un analgésico y un corticoide, e imploré que el mal, cualquiera que fuese su origen, se autolimitara.

No obstante, el quinto amanecer trajo consigo un cambio drástico. Del borde superior de la galleta comenzó a germinar un surco rojizo. Tenía más o menos el mismo grueso que un lápiz y se extendía por el costado de mi cuerpo hacia la espalda. Me producía un escozor salvaje. No necesitaba contar con amplia experiencia en lesiones cutáneas para deducir que, después de todo, no se trataba de un inocuo piquete. Resolví que había llegado el momento de tomarme el asunto en serio y mostrarle la lesión a mi madre.

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Como soy hijo único y, encima, hijo de médicos científicos, es frecuente que se me tache de hipocondríaco. No diría necesariamente que sea frágil de salud, sino simplemente que presto más atención de la debida a las indisposiciones somáticas. Llámenme achacoso o farmacodependiente, pero lo cierto es que los síntomas se perciben únicamente de manera subjetiva y nada puedo hacer si mi organismo demanda un paracetamol al primer indicio de pulso en las sienes. Vamos que, con 25 años a cuestas, ya había tenido oportunidad de aprender que algunas personas somos menos tolerantes que el resto a las fluctuaciones homeostáticas y que eso puede llevarnos a sobredimensionar los síntomas.

El semblante de mi madre —usualmente inmutable— se ensombreció. Palpó con precaución el área inflamada. Tomó mis signos vitales y consultó sus textos sagrados. Conforme sus ojos alternaban entre el Vademécum y un pesado volumen de fundamentos dermatológicos, concluyó que necesitábamos la opinión de un especialista a la brevedad. Todo parecía indicar que en esta ocasión sí había exagerado, pero por haberme hecho el desentendido, pues el cuadro peligraba con poder terminar en la sala de urgencias. De esa manera, fue como finalmente llegué al consultorio de la doctora Hoyo en el hospital de Médica Sur.

La eminente dermatóloga era de estatura baja, cuerpo macizo y llevaba el cabello negro corto. Sus rasgos, notoriamente asiáticos, quedaban enmarcados en una cara redonda y afable. Emanaba serenidad. Me recibió con una ligera inclinación de cabeza y sin mucho más preámbulo que escanear velozmente mi historial, indicó que me desvistiera de la cintura para arriba.

La doctora observó el surco rojizo que labraba mi piel, que llegaba ya hasta la mitad de mi espalda, contorsionándose como una lombriz, y casi al instante se dibujó una ligera sonrisa en sus labios. Justo entonces me preguntó, para mi desconcierto, si me gustaba el sushi. Contesté que sí, de forma casi automática, sin estar del todo seguro de dónde provenía su curiosidad. Quizá fuera su manera de relajar un poco la tensión mientras sopesaba mi caso. O pudiera ser que la buena doctora quisiera recomendarme un restaurante en particular, quizás el establecimiento de algún familiar; su fisonomía revelaba su ascendencia, así que cabía la posibilidad.

—¿También le gusta comer ceviche? —su pregunta interrumpió mi flujo de pensamiento. Asentí tan enfáticamente como lo hubiese hecho cualquier otro sinaloense (o medio sinaloense como yo) adicto al aguachile.

—¿Qué tan seguido diría usted que consume pescado crudo?

Balbuceé que cada que el bolsillo me lo permitía. La doctora respondió meneando afirmativamente la cabeza, al tiempo que entrecerraba sus ojos ya de por sí rasgados (lo que por un momento los hizo desparecer).

—Aunque técnicamente el ceviche está cocido en limón, ¿no? —pregunté enunciando una verdad universal para los habitantes de las costas latinoamericanas.

La sonrisa de la doctora mutó para dar lugar a una mueca entre condescendiente y lastimosa.

—Joven, lo que usted tiene ahí es un clásico cuadro de gnatostomiasis —hizo una pausa breve antes de sentenciar—: El gusano del sushi.

Dicen que el diagnóstico suele traer consigo una dosis de alivio, pues reduce la incertidumbre. Pero no fue el caso. Y es que recibir la noticia de que un gusano lleva varios días deambulando alegremente por el interior de tu cuerpo, a cualquiera lo deja helado. Te sientes ultrajado, por decir lo menos. Profanado en tu fuero más íntimo. De pronto la laceración, que asemejaba un latigazo sobre mi espalda, cobró una nueva dimensión. Se trataba ni más ni menos que del túnel cavado por el errante al compás de su desplazamiento por mis tejidos. Digamos que no por nada otro de los nombres que recibe este parásito es el cuasi poético Larva migrans profundus.

Portada de 'Fieras interiores'. (Literatura Random House)

Una vez que recuperé el aliento, y comencé a digerir el hecho de que yo ya no era cabalmente un individuo, sino dos —o más bien: uno y una morada—, la doctora me informó que, de acuerdo con el tiempo transcurrido desde el inicio de los síntomas, en combinación con el grosor del surco, mi inquilino corporal debía medir alrededor de cuatro milímetros de largo, por lo que aún se encontraba en su tercera fase larvaria (conocida en el argot parasitológico como L3). Estadio de vida que, según me enteré a continuación, se distingue por engendrar un verme cilíndrico y de bordes redondos, cuyo extremo anterior se encuentra rematado por un bulbo cefálico del que sobresalen labios voluminosos y tres o cuatro hileras transversales de ganchos (que el tripulante de las entrañas utiliza para excavar y afianzarse en los tegumentos ajenos).

A esta estampa poco agraciada de la criatura, la doctora agregó que había corrido con suerte, porque mi huésped anatómico había migrado desde mi tracto digestivo hacia la pared corporal, ocasionando así el cuadro denominado como gnatostomiasis cutánea, que al parecer era la más amable de sus posibles expresiones. Todo lo cual a mí me sonaba a como cuando te asaltan y la gente te reconforta diciéndote lo afortunado que eres de que no te hayan lastimado más de la cuenta. Aunque pronto descubrí a qué se refería la especialista. Ya que puede suceder que, tras la ingestión, la larva sea arrastrada por el torrente sanguíneo hacia el pulmón, ojo o cerebro, implicando repercusiones considerablemente más graves y desencadenando en consecuencia gnatostomiasis ocular, visceral, pulmonar, genitourinaria o la más que temible neurológica (cuya complicación puede devenir en parálisis transitoria de las extremidades, meningitis, hemorragia subaracnoidea, hidrocefalia, encefalitis y eventualmente coma y muerte). De solo imaginar lo que sería tener un gusano semejante vagando dentro del ojo, entendí que, en efecto, «había corrido con suerte».

—¿Y los adultos? —me escuché preguntando con voz pastosa. Digo, si el ser divagante que se alojaba en mis profundidades era la fase larvaria L3, cabía suponer que la bestezuela en algún momento alcanzaría la mayoría de edad.

—Por lo general no hay razón para afligirse —me tranquilizó la doctora—, ya que salvo por alguna excepción infrecuente, estos parásitos no suelen llegar a la etapa adulta cuando infectan a las personas.

Asumo que mi rostro delató ciertas reservas, porque ella continuó:

—Mire, joven, lo que sucede es que como no somos sus hospederos definitivos no pueden reproducirse dentro de nosotros. De hecho, al acabar dentro de un ser humano, el parásito queda condenado, ya que le es imposible seguir adelante con su ciclo de vida. Lo que la larva querría en realidad es alojarse dentro de algún gato o perro, ahí sí puede realizar la metamorfosis, transformase en un gusano de unos cuatro o cinco centímetros de largo y posteriormente procrear.

Genial —pensé—, como tener un dedo meñique, blanquecino y mucilaginoso reptando dentro del lomo. Vaya criatura más aberrante con la que, si todo salía mal, me tocaría convivir de la manera más estrechamente imaginable. Siendo franco, a mí aquello de excepción infrecuente no me decía mucho. Puede ser que la probabilidad fuera mínima, pero no olvidemos que hay gente que se saca la lotería. O sea, si ya formaba parte de la fracción humana transgredida por el polizonte, qué me aseguraba que más adelante no acabaría por ensanchar también las estadísticas de aquellos que llegan a conocer al feroz gusano adulto de cerca. O, mejor dicho: de muy cerca.

Durante la hora que se extendió la consulta, aprendí que el llamado gusano del sushi o Gnathostoma sp. pertenece a un género que comprende unas veinte especies distintas, cada una de estas relacionada con una zona geográfica en particular y ligada a un grupo específico de mamíferos como sus hospederos definitivos; cuatro de estas especies han sido asociadas con parasitosis humanas (G. spinigerum se destaca como la de mayor relevancia médica y a mi parecer G. doloresi como la que tiene un nombre científico más fiel a su esencia). La gnatostomiasis, como se denomina la infección en humanos, es endémica de distintas naciones orientales, con Japón, Tailandia y Vietnam registrando la incidencia más alta, y no fue sino hasta hace un par de décadas que comenzaron a presentarse focos rojos también en México —donde se considera como una enfermedad emergente relevante, sobre todo en los estados costeños—, al igual que en Perú y Ecuador; es decir, naciones en las que el pescado crudo constituye parte habitual de la dieta. Y no, el limón no le hace ni cosquillas al invasor, por lo que el ceviche no está exento de figurar como vehículo potencial de contagio. Por otra parte, no pude más que sentirme un poco especial —así fuese por un motivo tan poco edificante como el de cargar un gusano literalmente a cuestas— cuando me enteré de que se habían registrado apenas unas decenas de miles de casos de gnatostomiasis a nivel mundial desde que la patología fuese descrita en Tailandia en 1889 (aunque es probable que, como tiende a ser la norma tratándose de otras enfermedades tropicales, exista un franco subregistro en las cuentas oficiales).

Pero lo que mayor asombro me causó fue descubrir su descabellado ciclo de vida. Una odisea que involucra ir invadiendo a una serie de animales diferentes de manera consecutiva y con la pequeña dificultad de nunca poder salir al exterior. Por lo que el audaz Gnathostoma no tiene más remedio que procurar ser transmitido, embebido en los tejidos de los organismos que va habitando, a través de la cadena alimenticia.

Aclaremos: cada una de las múltiples fases larvarias implicadas en su desarrollo solo puede acontecer dentro de un grupo zoológico determinado y esto incluye tanto a organismos acuáticos como terrestres, así que el improbable viajero no solo se las tiene que arreglar para infectar a tres clases distintas de fauna, sino que, de manera paralela, debe asegurar el salto del medio dulceacuícola al de tierra firme, y todo lo anterior, encima, sin ser detectado por las fuerzas inmunológicas de los recintos corporales que va usurpando. Y uno que se queja de tener que mudarse de casa un par de veces a lo largo de la vida.

La secuencia comienza con la eclosión del huevo dentro del agua para liberar una primera fase larvaria (L1) —único momento en el que habitan fuera de otro organismo—. La diminuta larva batalla contra la corriente hasta que, con algo de suerte, es consumida por un pequeño crustáceo copépodo. En el interior de este primer hospedero intermediario el parásito se transformará en su segunda fase larvaria (L2) —y, a veces, posteriormente en una versión temprana de nuestra ya conocida fase L3—. Si dicho copépodo después es devorado por un pez o anfibio, segundo hospedero intermediario, el nematodo seguirá su desarrollo (ya sea que atraviese por su segunda metamorfosis o que alcance el estado de larva L3 avanzada, según sea el caso). Cuando el pez o anfibio infectado es consumido por el hospedero definitivo, un mamífero terrestre (felinos y caninos en el caso de G. spinigerum y G. binucleatum, o puercos y jabalíes en el de G. doloresi y G. hispidum), el quiste florecerá liberando al gusano L3 —ese mismo que yo tenía en mis adentros mientras escuchaba la demandante saga— que, a su vez, migrará dentro del organismo en turno y se transformará en la forma adulta. Dichos gusanos maduros forman entonces tumores en el esófago o estómago del hospedero definitivo, dentro de los que se reproducen y generan los huevos que, al ser liberados justo con las excretas de su anfitrión, pondrán el ciclo de nuevo en marcha.

Ahora bien, el Gnathostoma cuenta con cierta flexibilidad para su segundo brinco de contenedores anatómicos, un abanico de posibles hospederos intermediarios que no figuran necesariamente dentro de su ciclo de vida ideal, pero que, de cualquier manera, pueden terminar por servir a sus fines; eso sí, alargando un tanto el periplo e incrementando las probabilidades de fallo durante la travesía. Tales animales son conocidos como «hospederos paraténicos». Supongamos que al pez o anfibio, dentro del cual el parásito realizó su segunda transformación, se lo come una serpiente o un ave, en lugar del organismo al que ansiaba llegar para reproducirse. No pasa nada, un desvío si acaso, una prueba de paciencia invertebrada que puede estirarse tantos pasos como sea necesario entre hospederos paraténicos e intermediarios, siempre y cuando al final de la cadena de depredación el gusano acabe dentro de un felino, un canino o cualquier identidad que tenga el hospedero definitivo para la especie en cuestión.

Llegados a este punto, debo confesar que empezaba a respetar, si no es que llanamente admirar, a mi inquilino corporal. Solo considerar los vuelcos evolutivos que habían sido requeridos para que se estableciera semejante pauta de vida, con eso me era suficiente para comenzar a darle su lugar. ¿Quién era yo para juzgar sus acciones? ¿Con qué derecho lo tildaba de portento nefasto cuando su frágil existencia pendía de una serie de eventos tan improbables? Simpatía que si acaso se magnificó al escuchar a la doctora volver a hacer hincapié en eso de que las personas no figuramos dentro de sus planes. Todo lo contrario, representamos un callejón trunco en el laberinto de su existencia. Un meandro de vísceras que pone fin a sus sueños migrantes. Poniéndolo de otra manera: el gusano del sushi desea tanto estar dentro de uno como nosotros deseamos que no lo esté. Ahora que, rumiando el asunto un poco mejor, y sacando ventaja de los años que han transcurrido desde ese momento, me parece que tal interpretación se queda un tanto corta. Quiero decir que la noción de que los humanos equivalemos a meros hospederos accidentales no se sostiene bajo un enfoque biológico. Nos traiciona el haber olvidado que somos animales y, como tales, parte intrínseca del bioma. Naturaleza por dentro y por fuera.

Aunque en estos tiempos de auge tecnológico desproporcionado y amnesia evolutiva generalizada represente un hecho que tendemos a pasar por alto, la verdad es que a lo largo de buena parte de nuestra historia como especie los Homo sapiens hemos figurado dentro del menú de una larga lista de felinos y caninos salvajes. Sencillamente una presa más escondida en el paisaje. Por lo que, a fin de cuentas, desde la perspectiva del Gnathostoma, quizá no seamos más que otro de tantos posibles hospederos intermediarios y/o paraténicos a su disposición. Una opción tentadora para completar su periplo de transiciones anatómicas.

No obstante, estas reflexiones pertenecen a un marco temporal posterior al instante retratado, mismas a las que ya tendremos oportunidad de volver más adelante, así que, por ahora, entretengamos la versión sesgada de la medicina moderna y retomemos el curso de la historia. Las personas podemos contraer el parásito —me decía la doctora— cuando consumimos carne cruda o cocinada de manera insuficiente de pescados o anfibios infectados, o bien, si ingerimos los quistes embebidos en los tejidos de algún otro hospedero accidental, como las aves de corral, así como por la ingestión de agua contaminada con copépodos en zonas lacustres.

De cualquier manera, el mayor índice de contagio se debe a distintos platillos tradicionales de la cocina japonesa —sushi, sashimi, maki, sunomono— que cuentan con pescados de agua dulce entre sus ingredientes; de ahí el nombre coloquial gusano del sushi. Sin embargo, en México, Perú y otras regiones de Latinoamérica, como probablemente ya sea claro, los ceviches y cocteles también fungen como vectores importantes.

Aunque afortunadamente para los amantes de la gastronomía nipona, así como de las mariscadas sinaloenses, la mayoría de los pescados ofrecidos en la carta son de origen marino y por consiguiente no representan riesgo de transmisión. O como mínimo así solía ser hasta que el mercado fue invadido por una serie de pescados dulceacuícolas semiindustrializados, de propagación masiva y bajo coste —como la tilapia, mojarra, basa oriental, etcétera— que paulatinamente han ido reclamando la hegemonía del menú. Simultáneamente, el problema se incrementa porque muchas veces nos dan gato por liebre y el chef suple el filete de róbalo, pargo, dorado u otros cortes difíciles de detectar a simple vista y sin el paladar entrenado por cualquier especie de pescado blanco que tenga a la mano y que pueda dar la pinta. O es posible que el cocinero no haya tenido nada que ver y que la sustitución de la materia prima ocurriera desde los primeros escalones de la línea de distribución; al menos en México, tal fraude de reemplazo piscívoro constituye una práctica habitual, con algunas especies como el marlín siendo sustituidas hasta en el 95% de los casos.

Por supuesto que esta artimaña no debería tener lugar en los restaurantes japoneses de renombre, pero tanto en las barras de los supermercados como en las cadenas de comida rápida y puestos callejeros el control de calidad deja bastante que desear.

Maldito sea ese rollo que me comí del Walmart —fue lo primero que pensé cuando la doctora me decía esto.

Entonces estaba confirmado: un gusano utilizaba mis intersticios como su línea de metro particular. Yo, que siempre había sido un personaje más bien solitario —como es costumbre de los hijos únicos—, ahora alojaba en el torso lo más cercano que había conocido a un hermano. Una presencia con la que me veía forzado a compartir mis alimentos y mi espacio, un nuevo habitante del hogar más irreductible con el que contamos los seres humanos: el cuerpo propio.

Aunque, pensándolo un poco, quizá más que un hermano, mi acompañante se asemejaba más a uno de esos gemelos malformados que llegan a encontrarse enquistados bajo la piel o dentro del vientre a la manera de tumores benignos. Un fetus in feto: «condición de gemelo parasítico que ocurre cuando un embrión queda encerrado dentro del cuerpo de su gemelo durante la gestación». Recuerdo haber encontrado una definición por el estilo al pie de las imágenes que había descubierto ojeando libros en el estudio de mi madre cuando era niño y que retrataban pequeños revoltijos amorfos de apéndices, dientes y pelos que habían sido extirpados de los pacientes. Desde luego que a partir de aquel instante de revelación infantil, me mortificaba la posibilidad de que alguno de mis numerosos lunares encapsulara a uno de tales dobles vestigiales. Y ahora, por culpa de un sushi infecto, tenía una buena idea de lo que eso se sentía.

Me preparé para lo segundo peor a que mi huésped gemelar le diera por instalarse en sus aposentos hasta alcanzar la senectud parasítica, pues mi bagaje como hijo de fisiólogos me indicaba que el tratamiento para librarme de él involucraría una guerra farmacológica que se extendería por varias semanas de alcohol restringido y biota intestinal demacrada.

Estaba debatiéndome entre qué sería más difícil de soportar, si los ardores gástricos producto de perturbar mi microbioma con sendas ráfagas de napalm antiparasitario o el desasosiego debido a no poder probar gota de alcohol (la mala sobria, vaya) por miedo al efecto antabus —consecuencias desagradables que se generan al mezclar incluso cantidades pequeñas de alcohol con estos fármacos, que pueden incluir cefalea, náuseas, vómitos, dolor en el pecho, debilidad, visión borrosa, confusión, transpiración, asfixia, dificultad para respirar y ansiedad—, cuando se me ocurrió que tal vez estaba pecando de ingenuidad, ya que nada descartaba que el desalojo tuviera que ocurrir por vía quirúrgica. Como en uno de esos videos titulados «Extracción quirúrgica de Ascaris lumbricoides» u «Obstrucción intestinal por parásitos» que había visto durante otra de tantas noches de hurgar en YouTube.

Me quedaba claro que mi cuadro era mucho menos grave que aquellos enmarcados en la pantalla, a fin de cuentas mi predio visceral había sido infringido por un solo individuo y no por toda una comunidad de lombrices; pero qué diantres sabía yo. Tampoco es que tuviese mucha experiencia en esto de ser obligado a compartir mis tuétanos con otro animal. ¿Qué pasaría si al verme se le antojaba tomar el giro equivocado y taladrar algún órgano? ¿Quién me aseguraba que esa punzada ácida que sentía en ese preciso momento sobre el dorso no significaba, de hecho, que lo estuviese haciendo ya?

Llámenme exagerado, pero desde luego que consideraba factible el no salir airoso del consultorio y que me tuviesen que ingresar de inmediato en el hospital... ¿De qué lado queda el hígado? —estuve a punto de soltarle a la doctora segundos antes de que me sacara de mis temores asegurándome que, cuando menos en su experiencia, la clase de gnatostomiasis que me aquejaba no requería de cirugía.

—Otra cosa sería si el parásito hubiese penetrado, por ejemplo, en el globo ocular o en el cerebro —agregó—, ahí sí que estaríamos ante un escenario más delicado.

AQ

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