Flow (disponible todavía en cines, así como en Filmelier) es una película sin tiempo y sin moral. El héroe es un gato porque, dicen los etólogos, ellos viven el presente eterno. No les atormentan ni el pasado ni el futuro. Esta sensación de trascendencia es justo lo que se siente con Flow, un eterno aquí que, sin embargo, invita a ser trascendido.
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Meditemos un poco. Gints Zilbalodis, el director letón y autodidacta nos sumerge desde el primer cuadro en una experiencia atemporal. En Flow el tiempo ha dejado de existir. Pero estamos viendo una película que, por definición, produce arte utilizando el tiempo. En ella algo sucedió, pero no tenemos pistas para interpretar sin entrar al inconsciente. Sabemos, por ejemplo, junto con nuestro amigo gato, que hay momentos en que el único sentido de vivir es vivir. El niño que acaba de nacer o el ser humano que está por expirar. Y es en esta tautología —vivir es vivir— que podemos remitirnos sin pedantería a la fuerza de Heidegger: el ser humano es el guardia del ser. No sólo su testigo, es quien introduce, en el infinito de estar existiendo, el tiempo.
Entonces, ¿cómo hacer una película que juega con la impresión de que ha desaparecido el tiempo? Con una banda de Möbius. Flow abre y cierra con dos secuencias que si pegáramos podrían verse eternamente, sin la necesidad retórica de saber en qué momento narrativo nos encontramos.
Por otra parte, hay una escena en que una grulla que es altiva, llena de dignidad, nos introduce en algo que pudieron imaginar Bergman o Tarkovski. Hay un vórtice de luz y ella desaparece, pero el gato sigue aquí. En el presente eterno de Möbius. Hay que advertir, sin embargo, que, para ir incluso más allá de este juego de espejos y eternidad, debemos esperar a que terminen los créditos. Sumergirnos más allá de lo eterno. La secuencia última no es un extra, no es un epílogo ni un recurso barato. Es un remate emocional en el que sentimos de verdad el choque físico de quien ha experimentado la emoción de leer por primera vez ciertos cuentos de Fitzgerald o Rulfo.
Ante obras así sólo quedan preguntas. Como la del niño en El árbol de la vida, de Terrence Malick, estrenada en 2011. Mira al cielo, parece sentir la presencia de Dios. Y pregunta: “¿qué eres?”. O el otro niño que, en la secuencia final de El sacrificio, de Tarkovski, se recuesta en un árbol y dice: “En el principio era el verbo, ¿por qué, papá?”
¿Por qué en Flow, el director ha decidido que no haya voz? Por la misma razón por la que el niño de El sacrificio permanece mudo hasta que llega la escena final. Estos directores no nos regalan moralejas que nadie les pidió. Nos llenan, más bien, de preguntas: en Flow, ¿qué es el monstruo que interactúa varias veces con el gato? Esta criatura marina es lo opuesto a Moby Dick, esa representación del mal que obsesiona al ser humano desde que perdió el Edén y se introdujo en el conocimiento del bien y del mal. Del tiempo.
La bestia marina de Flow nos recuerda al Leviatán en el libro de Job. Dios le dice: tú crees que Leviatán es malo, pero yo juego con él. Si Flow es una cinta de Möbius que puede verse eternamente, la secuencia después de créditos es una posición filosófica muy profunda. Es la declaración de principios de una obra de arte que no es postapocalíptica. Todo lo contrario, Flow tiene lugar antes de la entrada del tiempo en la creación, cuando “el espíritu de Dios flotaba sobre las aguas”. Y el Creador del cielo y la tierra, del gato, el horizonte, el cine y la grulla, se ha quedado a jugar con su Leviatán.
Flow
Gints Zilbalodis | Letonia | 2024
AQ