El fracaso de Elizabeth Wurtzel

Los paisajes invisibles

La autora de Nación Prozac, célebres memorias que alentaron el diálogo sobre la depresión y los fármacos, murió de cáncer de seno a los 52 años.

Elizabeth Wurtzel, autora de 'Nación Prozac'. (Cortesía)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Uno de tantos párrafos tortuosos de Nación Prozac: “Lloro por la naturaleza elusiva del amor, la imposibilidad de tener a alguien para siempre y por entero que sea capaz de colmar el hueco, ese hueco abierto que en mí se ha llenado ahora de pura depresión. Entiendo por qué a veces se desea matar a un amante, comerse a un amante, aspirar las cenizas del amante muerto. Entiendo que esa es la única manera de poseer a otra persona con ese ansia desesperada que tengo por tener a Rafe dentro de mí”.

Con una sudadera que cae apenas por debajo de sus pechos (a fines de los años 1980 y parte de la década siguiente, esa prenda a la que llamaban “ombliguera” fue accesorio básico en los guardarropas juveniles), y jeans a la cintura, la chica se sostiene la cabeza por detrás con el brazo derecho. El cabello alcanza, desparpajado, su abdomen liso, y ella mira a la cámara con expresión de ternura desolada. Sus grandes ojos marcan una simétrica armonía con los labios carnosos. Frágil y bella. Esa es la apariencia de Elizabeth Wurtzel en la portada de Nación Prozac (1994), su debut y único libro de éxito, porque con el tiempo, la obra de esa joven que se graduó en Harvard y obtuvo el galardón Rolling Stone de periodismo universitario, iba a despeñarse con el mismo ímpetu con que ascendieron a la fama aquellas Memorias sobre la melancolía, los fármacos y otras drogas, el sexo impulsivo, la búsqueda desesperada de algo que no sabe a ciencia cierta, la inclemencia consigo misma, la vacuidad, la pesadilla, la vida en el limbo y la evasión.

Por Nación Prozac, la crítica proclamó a Elizabeth Wurtzel como la sucesora de Bret Easton Ellis y sus novelas en las que los antidepresivos sirven de muletas a los personajes (Menos que cero, Las leyes de la atracción y Psicosis americana, básicamente), y de Douglas Coupland y sus relatos en los que el sentido existencial debe ser una fantasía química o nunca lo será (Generación X y La vida después de Dios), pues la franqueza con la que expuso sus fracasos, sus fobias y sus deudas personales, empeoradas por la umbría cotidianidad de los consultorios, los psiquiatras, los divanes y las amargas reflexiones sobre Sylvia Plath, Virginia Woolf, Zelda Fitzgerald, Kurt Cobain, Anne Sexton, Robert Lowell y una larga lista de genios asociados con la depresión y la locura, funcionó como un referente generacional entre la enfermedad y los usos paliativos del Prozac o del Xanax, sea ante una disfunción genuina o ante una realidad que devoraba las perspectivas a futuro, o simplemente, para aplacar el tedio y la apatía de la abundancia (los yuppies de Easton Ellis recurrían a esas píldoras con fines estrictamente recreativos), pero sin sumergirse a fondo en la desgarradura, como lo hizo William Styron en Esa visible oscuridad: pese a su sincera recreación de los días terribles, Nación Prozac padece un dramático tic de megalómana literatura fashion, mácula que afectó al resto de sus trabajos.

Y es que, sus siguientes libros, Bitch: In Praise of Difficult Women, More, Now, Again: A Memoir of Addiction, The Secret of Life y Creatocracy, sólo cosecharon sarcasmo, burlas y críticas feroces, y lo mismo sucedió con los esporádicos artículos que publicó en periódicos y magazines. La otrora chica prodigio aquejada por la bilis negra, diría Hipócrates, se dejó llevar por la espiral de un ego donde cupo todo: el síndrome de la eterna adolescente, la victimización, el narcisismo, el fanatismo de género, la nostalgia por la belleza perdida y, sobre todo, por el fracaso: personal, profesional, emocional.

Elizabeth Wurtzel murió el 7 de enero en Nueva York. Tenía 52 años.

ÁSS

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