Carmen Mola, la autora que se niega a dar a conocer su identidad, pero que se ha convertido en el mayor fenómeno de la novela negra española de los últimos años y en un resonante éxito internacional, vuelve con La red púrpua, una nueva entrega de la serie protagonizada por Elena Blanco.
Un día tórrido de verano, la inspectora Blanco, al frente de la Brigada de Análisis de Casos, irrumpe en la vivienda de una familia de clase media y llega hasta la habitación del hijo adolescente. En la pantalla de su ordenador se confirma lo que temían: el chico está viendo una sesión snuff en directo en la que dos encapuchados torturan a una chica. Impotentes, presencian cómo el sádico espectáculo continúa hasta la muerte de la víctima de la que, de momento, no conocen el nombre. ¿Cuántas antes que ella habrán caído en manos de la Red Púrpura?
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La BAC ha estado investigando a esta siniestra organización desde que salió a relucir en el caso de “la novia gitana”. Durante meses ha recopilado información de este grupo que trafica con videos de violencia extrema en la Deep Web. Y a lo largo de todo este tiempo, Elena Blanco ha mantenido en secreto, incluso para su compañero el subinspector Zárate, su mayor descubrimiento y temor: que la desaparición de su hijo Lucas cuando no era más que un niño pueda estar relacionada con esa trama macabra.
¿Dónde está? ¿Quién es realmente ahora? ¿Y cuáles son los límites que está dispuesta a transgredir para llegar a la verdad?
FRAGMENTO
La pantalla muestra un espacio casi vacío, desangelado. Solo hay una silla de madera en el centro de la estancia y un monitor grande en una pared tosca, de ladrillo. No hay ningún indicio de lo que va a ocurrir allí, pero, poco a poco, más y más ordenadores se irán conectando. Dentro de unos minutos serán casi cien; sus propietarios no se conocen entre ellos, aunque disfrutarán del mismo espectáculo. La mayoría está en España, pero también los hay en Portugal, en México, en Brasil… Muchos son hombres de entre 35 y 50 años; aunque hay alguna mujer, varios jubilados, hasta un menor de edad… Todos han pagado los 6 mil euros que les han exigido, en bitcoins y de forma segura, sin dejar huella.
El monitor de la pared de detrás se enciende. La imagen muestra el manto verde de un campo de futbol. Los jugadores que van a disputar el partido esperan para saltar al terreno de juego, la cámara los enfoca, rotula sus nombres. Es un partido de la Champions League, de la fase de grupos, jugarán el Real Madrid y el Spartak de Moscú.
Pero el interés de los conectados no está en el partido de futbol. Con esas imágenes, los organizadores solo quieren demostrar que están emitiendo en directo. Es importante que todo el mundo sepa que lo que van a ver es un espectáculo en vivo y no una simple grabación, por eso pagan tanto.
Saltan los jugadores, cada uno de la mano de un niño o una niña, se hacen fotos, se saludan, escuchan el himno de la competición, sortean los campos. Empieza el partido…
El balón está en juego, pero el espectáculo todavía no ha comenzado. Los espectadores han pagado para ver cómo una mujer, casi una niña, muere ante sus ojos.
—¡Lo tengo!
El grito de Mariajo rompe la tranquilidad de la Brigada de Análisis de Casos. Llevan dos meses esperando escucharlo.
—¿Estás segura? —pregunta Orduño.
—Completamente, la IP que teníamos bajo vigilancia está conectada, el “evento”, como le llaman ellos, empieza a las nueve y cuarto, nos queda un cuarto de hora. Id llamando a la gente mientras me aseguro.
El operativo está diseñado desde hace semanas a la espera de que Mariajo, la sexagenaria hacker de la BAC, dé la orden de ponerlo en marcha. Todos saben cuál será su función a partir de este instante: Elena Blanco y la propia Mariajo irán al lugar donde está el ordenador que tienen intervenido, acompañadas por un equipo de acción inmediata; Zárate, Chesca y Orduño aguardarán instrucciones en el Centro de Medios Aéreos de la Policía Nacional; Buendía se quedará de guardia en las oficinas de la BAC, por si fuera necesario su apoyo en algún sitio.
—¿Llamas tú a Zárate?
—Llámale tú, yo localizo a Elena —Chesca no ha cambiado de opinión acerca del nuevo compañero de la brigada, no soporta a Zárate.
Mariajo teclea a toda velocidad. Ninguno de los otros dos sabe lo que está haciendo, solo que ha encontrado algo y no va a parar hasta averiguar quién está detrás.
—Cabrones… —se lamenta—. El espectáculo de hoy es una muerte en directo.
—¿Podemos evitarlo?
—Vamos a intentarlo, hay que salir para Rivas.
Los días de partido en la tele, a Elena le gusta ir al Cher’s, en la calle Huertas. En sus pantallas no se ve el futbol, solo esos videos cursis que acompañan la letra de las canciones que interpretan los parroquianos.
—¿No vas a cantar a Mina?
—Hoy no, de vez en cuando hay que cambiar. Hoy me apetece Adriano Celentano: “Pregherò”.
En cuanto termine la chica que está cantando el “Soy rebelde” de Jeanette, le tocará a ella: pregherò, per te, che hai la notte nel cuor e se tu lo vorrai, crederai. No necesita la letra —nunca la necesita—, se la sabe a la perfección.
Todavía está sonando la canción de Jeanette cuando vibra su teléfono.
—¿Rivas? Perfecto, salgo para allá. Llego a la vez que vosotros. ¿Todo el mundo en sus puestos?
Elena pierde su turno; seguro que Carlos, otro de los habituales, lo aprovechará: rezaré por ti, que tienes la noche en el corazón…
Una chica ha aparecido en la imagen y está de pie junto a la silla. Parece aturdida, aunque todos saben que no la habrán sedado. Nadie quiere ahorrarle sufrimiento, al contrario: cuanto peor lo pase, mejor será el espectáculo. Si no sintiera dolor, no valdría la pena, sería como ver una operación en un quirófano, ¿quién paga para asistir al trabajo de los cirujanos? Ellos gastan su dinero para ver sufrir y morir.
Si están allí, si se han tomado las molestias —y corrido el peligro— de ponerse en contacto con la Red Púrpura, si han abonado por anticipado y en bitcoins la fuerte cantidad exigida, si han esperado a que les llegara el mensaje con el día, la hora y el modo de conectarse, es porque confían en el maestro de ceremonias. Dimas. Los espectadores nunca le han visto la cara —la lleva tapada con una máscara de las que usan los luchadores mexicanos—, pero conocen sus movimientos, igual que un aficionado al futbol sabría cuál es el jugador que tiene el balón en la pantalla del fondo solo viendo su forma de trotar y el lugar que ocupa en el campo. Son forofos de Dimas, igual que otros lo son de Messi o de Cristiano Ronaldo… Algunos hasta creen que, si vieran a Dimas caminando por la calle, serían capaces de identificarlo por sus andares.
La chica es guapa, joven, muy joven —tal vez sea mayor de edad, pero en ese caso lo sería por apenas unas semanas—, morena y con los ojos muy grandes. Por sus rasgos podría ser española —eso es lo que más se cotiza, y todavía más si es muy pija, de esas que siempre han vivido entre algodones—, pero también marroquí. Alguien a quien no se escucha a través del ordenador debe de estar dándole órdenes y ella se ha sentado en la silla. Mira alrededor con miedo, está claro que no sabe lo que va a pasar allí, que no se lo espera. Quizá sufra tormentos que ni imaginaba que se le pudieran infligir a un ser humano.
G.O.
ÁSS