La primera vez que en el cine tuve la noción de eso que llaman “mujer empoderada” fue en 1982. Llegó la iluminación con una obra que sólo en apariencia pone en escena un fracaso: Frances, del australiano Graeme Clifford, es una historia que terminó por volverse mítica entre otras cosas porque se dice que puso un ladrillo en la pared que condujo al suicidio de Kurt Cobain. Pero nadie inspira el suicidio de nadie. En 1982, año del estreno de Frances, las mujeres estaban luchando en un mundo en el que también había crisis económica y en el que también se propagaba un virus del que todos estaban hablando. Antes era el VIH, hoy el coronavirus.
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En su película, Clifford hace hincapié en el hecho de que la actriz Frances Farmer fue diagnosticada con esquizofrenia paranoide por haberse negado a aceptar el rol de muñequita que Hollywood le asignó. La verdad del guionista Eric Bergren (escritor de El hombre elefante) es que la actriz fue enviada al psiquiátrico por comunista, atea y borracha. Pocas cosas hay nuevas bajo el sol. Lo cierto en todo caso es que Frances se negó a aceptar algo que hoy llaman heteropatriarcado con la pompa de quien ha descubierto el secreto de hervir el agua. También es cierto que la actriz que inspiró la película de Clifford estaba loca. Pero no en el sentido de quien merece una camisa de fuerza sino en el del calificativo que otorga el sistema a quien se niega a bailar a su son. Frances era “una loca” como son locos los revolucionarios que han existido, hombres y mujeres, en cada generación.
En aquellos años no tenía yo las herramientas para entender el complejo mundo que en Hollywood se opuso a Frances Farmer. Recuerdo sin embargo el efecto estético de una obra cuyo encanto supera la historia que está contando para transitar hasta la protagonista de la ficción. Jessica Lange hace a Frances Farmer en la película de 1982. Hoy, con tantas y tantas cosas que resultan incorrectas políticamente, no sé ya si lo sea admirar a una mujer por hermosa, pero Jessica Lange lo es. Tanto como Farmer y otras mujeres que en la industria fílmica se han negado a adoptar el rol de lindas y nada más. Como Marilyn Monroe en Estados Unidos, Greta Garbo en Suecia o, en México, María Félix.
Recuerdo también que, en Frances, me pareció brutal que a una mujer cuyo encanto radica en gran medida en su cerebro, la sometieran a una lobotomía. Con el cerebro frontal le arrancaron a Farmer la capacidad de producir conflictos y de ser como otras mujeres que uno imagina hermosas y revolucionarias. Como Juana de Arco, por ejemplo. Poco importa ya que el revisionismo histórico, tan opuesto siempre a las gestas heroicas, quiera en este siglo perverso aguar la fiesta de todos los que vimos en Frances el ejemplo de una revolución. No me interesa en absoluto saber si es cierto que Farmer padeció una enfermedad mental. En la obra de 1982, además de hermosa es lúcida. Lo posee todo y en tal medida que se aproxima a otra palabra incorrecta políticamente: pureza. Porque pureza, claro, no significa someter las pasiones. Al contrario, significa más bien exacerbarlas, llevarlas hasta el paroxismo de la revuelta.
Hay muchas películas sobre el empoderamiento de la mujer. A mí me viene a la mente Frances de 1982 porque en ella conocí, a los 13 años, a Jessica Lange, una mujer que transmitía con los ojos la tristeza de saber que no estaría nunca a la altura de todo lo que se había impuesto a sí misma: la pureza de ser hermosa, inteligente, atea, comunista y borracha. A la altura de una guerra contra sí misma. Una revolución.
ÁSS