Vida contada, vida salvada

In memoriam

Este ensayo es un testimonio de amistad, pero sobre todo de reconocimiento a la obra de la escritora Francesca Gargallo, quien nació el 25 de noviembre de 1956 en Roma y murió este 3 de marzo en la Ciudad de México.

En Francesca Gargallo parece conjugarse desde sus inicios la afortunada triple experiencia de vivir, leer el mundo, y escribir. (Wikimedia Commons)
Jorge Bustamante García
Ciudad de México /

En los últimos meses, releyendo algunas novelas y ciertos poemas de Francesca Gargallo (Roma, 1956–Ciudad de México, 2022), no he podido evitar reencontrarme con ella, como si nos visitáramos de nuevo, para continuar nuestra larga conversación que se inició con un intercambio de plaquettes de poesía por allá en el remoto verano de 1986. Y me ha asaltado la imagen de esa muchacha que, nueve años antes, en 1977, había huido de su acomodada, culta y conservadora familia romano-siciliana, para caer de repente en Nueva York e iniciar, después de unos meses, su periplo hacia el sur, territorio que conquistaría durante toda su vida. Una tarde, en algún lugar de Texas, un aventón en tráiler la transportó hasta Zacatecas, donde quedó fascinada por el extenso paisaje semiárido, que después con el paso de los años se volvería epicentro de una de sus más logradas novelas. Tras permanecer unos meses en Zacatecas, esa joven andariega regresó a Italia a instancias de su madre, para terminar sus estudios de filosofía. Al alcanzar ese cometido volvió a huir, tomó un avión a finales de 1979 y aterrizó en Ciudad de México, con dos libritos publicados en italiano bajo el brazo. ¡Qué iba a pensar esa joven, que ese aventón de tráiler hacia el sur cambiaría para siempre su vida!

La obra literaria de Francesca Gargallo, pobremente atendida por la crítica, con frecuencia soslayada, a veces de plano ninguneada, comprende tanto novela, como poesía, ensayo, cuento y libros para niños, además de traducciones del francés y el italiano. Esa obra tan diversa refleja una inmensa capacidad de compenetración y, al mismo tiempo, de distanciamiento con sus personajes, una manera de estar en el mundo, sin afectaciones; hay en ella un temperamento inclinado a lo gregario, pero sin descuidar los dones de la soledad y la introspección, incluso del retraimiento. En Francesca Gargallo parece conjugarse desde sus inicios la afortunada triple experiencia de vivir, leer el mundo, y escribir, tan cara para Julio Cortázar.

Su pasión fue esa: caminar y hablar, decir, sí, pero con una curiosidad palpitante, una curiosidad que la estremecía, le dolía y la hacía feliz. Vivía, conversaba, caminaba, leía, escribía. ¡Caminar y hablar, decir, decirse con otros, relatar! En el sentido de la polaca Olga Tokarczuk: “No dejar situación sin explicar, sin relatar, ni puerta cerrada alguna; derribarla con la patada de una palabrota, también aquellas que conducen a embarazosos y vergonzantes pasillos que se preferiría olvidar. No avergonzarse de ninguna caída, de ningún pecado. Pecado relatado, pecado perdonado. Vida contada, vida salvada”.

Llegó a México cargando dos idiomas (el italiano y el francés), pero sólo quiso decirse y escribirse en la nueva lengua de llegada: el español mexicano inventado por ella, que le otorgó un estilo único con prosodia de entonación peculiar. Escucharla hablar, era como escucharla escribir: la misma entonación. Y aprendió a escribirlo, no a redactarlo (Pitol dixit), gracias al empeño de su maestro en la UNAM, Jorge Ruedas de la Serna, quien decidió enseñarle cómo hacerlo: “durante un año, cada semana me dio un clásico de la literatura latinoamericana, desde María de Jorge Isaac, hasta Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Albalucía Ángel. Cada semana debía yo llevarle mi reporte de lectura en tres hojas para que él lo corrigiera. Nunca le agradecí lo que hizo por mí”.

Y ahí empezó todo realmente para ella en nuestra lengua: escribió más de veinte libros, participó en infinidad de tertulias, lecturas, presentaciones de libros, conferencias y proyectos literarios, por eso pudo afirmar que “de esa forma tan colectiva el español se convirtió en mi lengua. La lengua en que me doy a entender, escribo, arrullo a mi hija, me sumo a redes de escritoras, les digo a mis amantes cuánto me gustan”. Su experiencia del viaje en todo momento se volvía escritura, lectura del mundo que iba descubriendo a cada paso, entablando nuevos lazos que se volverían fructíferos con mujeres y hombres de todos los territorios y países por los que caminaba. Dio testimonio de sus largos viajes en crónicas incisivas e implacables, por China, el Tibet, Nepal, Mongolia, México, y toda la geografía andina desde Colombia a la Patagonia. Escribió sin término, escribió para estar en los sueños y en la vida, necesitó por igual del empuje y el silencio, escribió para no desistir. Lo dice en su breve y brillante crónica Bailarina de la vida: “Yo escribía desde siempre, es decir desde que en primero de primaria me obsequiaron el instrumento de mi expresión resumido en unos signos con los que todo puede decirse (…) Escribir sigue siendo para mí una necesidad, y como tal un empuje y un límite; a la vez, deseo, horizonte, vuelo y ansiedad, dolor, dificultad. No puedo hacerlo sin mi cuerpo de mujer que me lleva a experienciar fantasías y realidades (…) Para inspirarme yo necesito de tardes sin nada que hacer, de silencio, del inmenso correr del viento sobre las rocas y las arenas de desiertos que se expanden frente a mi vista, del sonido de los pasos sobre la tierra”.

Hay relato autorreferencial en algunas de sus novelas, como Días sin Casura (1986), Calla mi amor que vivo (1990), Estar en el mundo (1994), Marcha seca (1999) y Los extraños de la planta baja (2015). En otras prima el rigor histórico, como en La decisión del capitán (1998, Era; 2022, FCE); en otras más despunta su inquietud por el medio ambiente y el desastre ecológico que ya padecemos, en novelas como Al paso de los días (2013) y La costra de la tierra (2017)

Algunas de sus novelas necesitaron mucho “trabajo de campo”. Se iba por meses a indagar, a investigar en archivos, a conversar con la gente de las comunidades. Cuando le surgió la idea de su novela La decisión del capitán, le dio muchas vueltas en la cabeza, hasta que decidió irse a Querétaro, San Luis Potosí y Zacatecas, en una especie de recorrido del territorio de la novela que pretendía escribir: la epopeya de la Gran Chichimeca y de un héroe de la paz, el capitán Miguel Caldera, mestizo que logra terminar con la masacre en la conquista del norte guachichil y castellano, gran soldado, fundador de San Luis y decenas de pueblos, con el afán de que sus dos sangres no siguieran ahogándose en odio y violencia. Antes de partir, me escribió a comienzos de 1996: “Cada vez más encuentro realmente revolucionaria la paz, la construcción (esforzada pero placentera, si entendemos el placer como un vivir bien consigo y con los demás) de un mundo de convivencia. Es tan femenina, tan fuerte la paz”.

Veinte años después llevó a cabo algo parecido para preparar su novela La costra de la tierra. El deterioro del medio ambiente, la violación ecológica del territorio, la contaminación producida por las industrias extractivas y las energías fósiles, le preocupaban mucho y fincó en Michoacán el centro de su relato, en donde encontró el contorno de sus personajes que fue metamorfoseando a medida que avanzaban en su imaginación: una médica forense que renuncia a su trabajo, un anciano campesino purépecha, un geólogo convertido en minero y un pintor que sufre una crisis espiritual a raíz de un accidente de auto. En la novela hay pasajes enteros geológicos, ecológicos, de comparación entre los minerales preciosos y la poesía. Algunos momentos de La costra de la tierra parecen los de una novela de tesis, bajo la premisa de que “Sólo las palabras pueden decir el asombro”.

Y luego está su poesía, recogida en cuatro libros publicados y uno que permanece inédito. La poesía siempre estuvo presente en Francesca. A veces, me parece, se resentía por no tener tiempo suficiente para dedicarse a ella, metida como estaba en sus estupendos trabajos sobre perspectivas de género y feminismos latinoamericanos, pero lo que más lamentaba era entregar su tiempo a trabajos académicos menores que menguaban un tanto su libertad creativa, no poder dedicarse a eso tan simple de escribir lo que a uno se le venga en gana. La poesía no se da todo el tiempo, es una rareza, uno no se sienta a escribir poesía, a esperarla, porque puede darse mientras se camina, mientras conversas con los otros, mientras duermes, mientras escuchas la lluvia. Un verso verdadero contiene pepitas de oro. Un nonagenario y casi desconocido poeta español, Francisco Pino, solía decir que “la poesía entera puede estar en un solo verso”. Francesca lo sabía, leía poesía para hallar la epifanía de esas pepitas de oro. Y a veces las escribía: “Escribo para llevarte conmigo/ en el invierno que cae a gotas” (en Hay un poema en el mundo). En su último libro de poemas, Una playa en el elevador, que permanece inédito, hay una joya de igual quilate por lo que sugieren esos dos versos: “Cierro una novela/ nunca el instante eterno de un poema”

La poesía en Francesca Gargallo se paseaba, de pronto, por sus novelas, por sus ensayos, por sus escritos, a veces hacía guiños desde sus poemarios. Sabía con Francisco Pino que la poesía entera puede estar en una palabra, en un par de versos, en la imaginación que desprenden. Para ella era un lugar distante, lejos de aquí, el recuerdo del sonido primario. Lo dijo en una entrevista: “La poesía ocupa un espacio que ninguna lengua me llena: el recuerdo del sonido primario. Nunca olvido leerla: me consuela, me remite a un tiempo que los contiene todos. Me sigue hablando de amor”.

(1) Olga Tokarczuk, Los errantes, Anagrama, 2019.

(2)En Narrar el instante. Antología improbable: políticas y poéticas de la crónica. Compilación de Gustavo Ogarrio, Secretaría de Cultura de Michoacán y Ediciones Eón, 2009

AQ

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