En las noches de inauguración del MACO, Francisco Toledo se escondía tras una columna del patio. Cuando llegué a dirigir ese museo, me advirtió que por ningún motivo hubiera discursos y que sólo serviríamos aguas frescas. Acaté la primera norma, la segunda la ignoré. Preparamos juntos una retrospectiva de Gunther Gerzso, individuales de los fotógrafos Nacho López y Éniac Martínez, un rescate de los saqueados fondos bibliográficos de la Uabjo (con María Isabel Grañén), exposiciones de herrajes y de mapas antiguos de la región, un proyecto sobre el juego de pelota mixteca, conferencias sobre arte alternativo, performances de encuerados y trastornados que aceptaba a regañadientes que yo programara (“¡por tu culpa me van a correr!”, decía revolviéndose el pelo, de por sí despeinado).
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De guaraches y camisa de cuello y puños deshilachados, Toledo pasaba todas las mañanas al MACO, a resguardarse del sol africano, consultar algún libro en la biblioteca —¡la mejor del país!, todavía no se trasladaba al IAGO—, y repasar conmigo los pendientes. Cuando el agua escaseaba, él mismo traía la cubeta para que los baños se mantuvieran limpios. A veces cenábamos enmoladas en el Topil, un modesto merendero frente a Santo Domingo. Platicábamos de artistas injustamente olvidados (Germán Cueto, Francisco Gutiérrez, Armando García Núñez…), de literatura, de vivencias parisinas, del árbol talado sin permiso en la acera de un vecino, de grillas y contenciosos locales. Me explicaba la brava idiosincrasia oaxaqueña y sus tradiciones étnicas.
Toledo bebía poco y tenía buen diente. Yo, al revés. Él no usaba desodorante ni loción, su delgada piel bruñida despedía un olor muy tenue, como de bicho joven. Odiaba viajar. Cuando muy a pesar suyo tenía que ir a la Ciudad de México, se echaba en un petate en la camioneta del museo y esperaba, contrariado, la llegada. Lo animaban las excursiones, a un cementerio de lápidas monolíticas con Graciela Iturbide, a la ruinosa hidroeléctrica La Soledad en San Agustín Etla, que él convertiría en CASA… Un día me envió en misión a Juchitán, en un camión destartalado; caí en plena temporada de velas, fue una de las experiencias más singulares de mi vida.
Una noche fuimos en bola, Toledo, Rodolfo Morales y varios pintores de aquende, a un congal en las afueras de Oaxaca. Conforme nos íbamos acercando por la carretera, divisé terrenos baldíos y focos rojos, oí cumbias saliendo de bocinas diabólicas, olí sanitarios pestilentes y me topé con machos briagos y querendones: un ambiente chundo y sudoroso que se espesó al calor del baile, el humo y los mezcales. Dejé de sentirme turista. La pizpireta Rubí, máxima fan de la lentejuela entre las ficheras, cual vieja conocencia se sentó a nuestra mesa para distribuir mimos y albures hasta la madrugada. Yo salí de allí con un solo tacón y un póster en la mano: “Con mucho AMOR para Silvia la güera, de su amiga RUBI”. Lo perdí en alguna mudanza. Antes de volver cada cual a su casa, engullimos tlayudas con asiento en un puesto de mercado. Ese día falté al museo. Supongo que Toledo también.
SVS