El 4 de septiembre de 1909, Franz Kafka y Max Brod salen de Praga y emprenden su primer viaje veraniego juntos. Franz tiene 26 años; Max, 25. Los acompaña Otto, el hermano menor de Max, de 21. En aquella época, recordará Brod años más tarde, “todavía nos iba muy bien a los tres”; en aquella época, hay que añadir, Kafka se acaba de convertir al vegetarianismo que practicará fielmente por largos periodos. El viaje conduce a los jóvenes a Riva, un pueblo del norte de Italia, cerca de la frontera con Suiza, ubicado en el extremo noroeste del lago Garda, famoso por sus aguas termales; aunque habitado por 8 mil italianos, Riva pertenece por entonces a Austria.
Durante su estancia, los tres amigos viven horas contemplativas en un balneario llamado Bagni della Madonnina, descrito por Brod como un “inolvidable y modesto establecimiento bajo los escarpados muros de la roca”. La estancia se interrumpe cuando el trío se entera de que a unos kilómetros de Riva, en Brescia, se efectuará la primera demostración aérea; fruto de esta experiencia es “Los aeroplanos en Brescia”, un artículo que rompe el silencio escritural de Kafka —“Hacía meses que no llevaba nada a cabo”, comenta Brod— y que aparecerá a fines de septiembre en la revista Bohemia. En el trayecto de regreso los amigos quieren pernoctar en Desenzano, en la ribera sur del lago Garda, pero son “arrojados a la calle por las chinches que acechan bajo cientos de estampas de santos”.
Con esta imagen de expulsión, de exilio del orden cotidiano —una imagen en la que se funden, curiosamente, dos presencias que atraviesan la obra kafkiana: los insectos y la religión vista con un microscopio peculiar—, concluye el primer viaje del autor de La transformación (título correcto de La metamorfosis) a Riva, “delicioso y sublime a la vez” en palabras de Max Brod. Aquí conviene registrar un dato que no deja de ser singular: en la entrada de los Diarios fechada el 23 de julio de 1914, donde se habla del célebre “tribunal” montado once días antes en el hotel Askanischer Hof de Berlín para disolver el primer compromiso matrimonial con Felice Bauer, Kafka apunta, en un estado de incuestionable agitación emocional: “Malos olores. La chinche. Difícil decisión de aplastarla. La camarera se queda asombrada: en ninguna parte hay chinches, solo una vez un huésped encontró una en el corredor”. (Esa identificación con la chinche en particular y los insectos en general hace del praguense, según Elias Canetti, “el único escritor realmente chino por esencia que puede ofrecer Occidente”.)
Cuatro años después de aquella primera travesía italiana, el 21 de septiembre de 1913, Kafka vuelve —escapa, puntualiza Brod— a Riva. Llega ahí solo, en calidad de secretario delegado del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, cargo que ocupa desde el 30 de julio de 1908 con el objetivo de fijar las primas a pagar a trabajadores damnificados —muchos de ellos mutilados, lo que se incrementará con la Primera Guerra Mundial— por parte de empresas individuales, luego de visitar varias ciudades que evidencian su angustia existencial in crescendo: Viena, donde es obligado a participar en un congreso de primeros auxilios e higiene y donde convive con Franz Grillparzer, uno de sus escritores más admirados, un anciano de ambigua conducta con quien Kafka compartirá la imposibilidad de consolidar un vínculo marital; Trieste, donde sufre una alucinación angélica; Venecia, donde su abatimiento es acentuado por una lluvia implacable; Verona, donde se deja impactar por un enano de mármol en la iglesia de Santa Anastasia para luego refugiarse en una sala a ver una misteriosa película que lo hace estallar en llanto (Hanns Zischler elucubra que podría tratarse de Pobres niños, “drama en tres actos” que se proyectaba en el cine Calzoni, en la Via Stella); Desenzano, el pueblo de las chinches y las estampas sagradas, donde en lugar de atender a los obreros que lo esperan decide pasar unas “horas contemplativas” a la orilla del lago Garda.
La última escala de esta odisea dolorosa, regida en todo momento por la sombra ambivalente de Felice Bauer —Kafka ha tenido su primera cita formal con ella en Berlín el 23 de marzo al cabo de una intensa correspondencia comenzada siete meses atrás, el 20 de septiembre de 1912—, es Riva, donde el praguense se somete a una hidroterapia de tres semanas en la clínica del doctor Erhard Hartung von Hartungen. La segunda estancia kafkiana en este poblado otrora “delicioso y sublime”, vuelto ya una especie de santuario para depresivos, es resumida así por Max Brod:
En septiembre de 1913 [Franz] escapa a Riva. Meses [sic] de sanatorio. “El imaginarme un viaje de bodas me espanta”, me escribe. Vive el raro episodio con la suiza. Ella queda en el anonimato. “Todo se resiste a ser anotado. Si realmente supiera que es mandamiento suyo el que no diga nada sobre ella (lo he cumplido rigurosamente y sin esfuerzos), estaría satisfecho”. Y más tarde las palabras: “Demasiado tarde. La dulzura del duelo y del amor. Sentir que ella le sonríe a uno en el bote. Eso era lo más hermoso. Siempre el ansia de morir y el contenerse todavía; solo eso es amor”.
Fruto de esta experiencia es “El cazador Gracchus”, una de las cumbres de la narrativa de Kafka, cuyo protagonista es bautizado en honor a la chova alpina (Gracchio alpino), un ave de la familia de los córvidos como el grajo (kavka en checo). El relato alegórico del cazador fallecido 1500 años atrás en una cañada de la Selva Negra, condenado a vagar por toda la eternidad a bordo de una barca o bote sin rumbo ni Caronte, arranca y termina en Riva, un Riva transformado por la magia de la literatura en una necrópolis que Italo Calvino podría haber incluido en su catálogo de ciudades invisibles. Al igual que el Riva retratado por Brod, el Riva kafkiano es sublime: hay una barca de la que desciende una camilla en la que reposa Gracchus, el muerto viviente dispuesto a referir su periplo a quien desee escucharlo, un descenso que resonará en La muerte de Virgilio (1945) de Hermann Broch; hay decenas de palomas, una de las cuales anuncia la llegada de Gracchus al oído de Salvatore, el alcalde de nombre simbólico; hay 50 niños alineados en el corredor principal de la casa a la que Salvatore, luciendo sombrero de copa y listón de luto y con la mano derecha enguantada de negro, acude para conocer la saga antiheroica de Gracchus. Hay la mano de Gracchus en la rodilla de Salvatore líneas antes de que la frase final del cuento condense con eco fúnebre la historia del Hombre: “Mi barca está sin timón, navega con el viento que sopla en las regiones más bajas de la muerte”.
Guy Davenport y W. G. Sebald subieron a la nave de Gracchus en pos de la génesis y las probables interpretaciones del relato; ambos regresaron a tierra con linternas que arrojan distintos haces sobre la penumbra kafkiana. En uno de esos ensayos eruditos a los que nos acostumbró, Davenport emprende una lectura tanto literaria como histórica y pictórica de “Gracchus”: relaciona la barca con el Pequod melvilleano y saca a colación el principio de Armadale (1864), la novela de Wilkie Collins; habla lo mismo de mitología que de nazismo y, para hacer hincapié en el filón visionario de Kafka —un filón que advirtió, entre otros, el grafólogo y psicólogo suizo Max Pulver al declarar que “Kafka vivió por adelantado lo que nuestra época de los campos de concentración ha revelado a la conciencia universal”—, nos recuerda que “los agentes de la SS usaban guantes negros” al igual que el alcalde Salvatore; se pasea por los parajes metafísicos de Giorgio de Chirico y cita a Arnold Böcklin, cuyo cuadro La isla de los muertos (1880-1901) representa “una escena que tiene lugar cerca del lago de Riva”. Sebald, por su lado, busca el trasfondo anímico, psicológico, diríase humano, del texto: evoca las cenas vienesas con Grillparzer, el viejo escritor, que en una ocasión apoya una mano en la rodilla de Kafka, un contacto perturbador que se desdoblará en el clímax del relato (“Cómo evitar —señala Sebald— el destino de ser incapaces de abandonar esta vida si yacemos frente al alcalde, confinados a un lecho de enfermo, y si, como el cazador Gracchus, tocamos, en un momento de distracción, la rodilla del hombre que podría ser nuestro salvador [Salvatore]”); nos reseña el “raro episodio con la suiza” al que alude Max Brod, bosquejando con pinceladas friedrichianas a Gertrud Wasner, la muchacha delicada de alrededor de 18 años con la que Kafka sostiene un torturado romance durante su estancia en la clínica de hidroterapia en Riva, un romance que continuará presente en su memoria en julio de 1916 durante las únicas vacaciones con Felice Bauer en Marienbad; dibuja al general retirado Ludwig von Koch, lector devoto de La cartuja de Parma (1839) de Stendhal y paciente de la misma clínica, que se suicida disparándose en el corazón y la cabeza y que bien podría haber inspirado el personaje de Gracchus o Salvatore (o ambos, o ninguno).
Davenport descubre en el relato “el sentido enigmático de que los muertos, habiendo vivido y actuado, están vivos”; Sebald afirma que “el significado del eterno periplo del cazador Gracchus estriba en una penitencia por la añoranza de amor” e imagina la despedida de la suiza —cuyos “ojos verdes como el agua” lograron que Kafka la llamara “sirena para sí desde que la vio por primera vez”— a bordo de un navío que se aleja despacio, una afirmación y una imagen que remiten a las palabras del propio Kafka dirigidas a Brod: “Demasiado tarde. La dulzura del duelo y del amor. Sentir que ella le sonríe a uno en el bote”. (En sus Diarios el praguense hace una sola alusión a su affaire con Gertrud Wasner, tan contradictoria como misteriosa, fechada el 15 de octubre de 1913: “Mi estancia en Riva tuvo una gran importancia para mí. Fue la primera vez que entendí a una muchacha cristiana y viví casi completamente dentro de su círculo de influencia. Sobre esto soy incapaz de anotar nada decisivo para el recuerdo”. No existe ningún apunte efectuado en septiembre, durante tal estancia, aunque en una carta a Brod del 28 de ese mes Kafka menciona por primera ocasión a “una suiza bajita, de aspecto italiano y voz apagada, que se siente infeliz a causa de sus vecinos”.) Davenport llama a Kafka por su nombre; Sebald toma distancia y lo reduce a una inicial, quizá la más emblemática del siglo XX —“Encuentro horrorosa la K, casi me repugna, y sin embargo la empleo, ha de ser muy característica de mí”, confesó el autor checo—, antecedida por un título profesional: Doctor K (Kafka se doctoró en Derecho en 1906). Davenport cita la entrada de los Diarios kafkianos del 6 de abril de 1917, donde hallamos la descripción de “una embarcación desconocida, una vieja y pesada barca, relativamente baja y muy panzuda, llena de suciedad”, que “viene cada dos o tres años […] y es del cazador Gracchus”; Sebald aventura que la embarcación en la que parte la amante suiza de Kafka, en el otoño de 1913, vuelve convertida en barca literaria tres años después, en 1916, es decir meses antes de lo que establece Davenport siguiendo los Diarios.
En este dato Sebald coincide con el biógrafo Klaus Wagenbach, quien refiere que, entre el verano de 1916 y el otoño de 1917, Kafka y su hermana Ottla alquilan una pequeña y solitaria casa en el número 22 de la Alchimistengasse en Hradčany, el distrito del Castillo de Praga: “A partir de noviembre de 1916 —dice Wagenbach—, surgieron en esa casa muchos de los textos más bellos de Kafka: ‘Un médico rural’, ‘En la galería’, ‘El cazador Gracchus’, ‘Informe para una academia’, ‘Preocupaciones del padre de familia’, ‘Un mensaje imperial’ ”. Y, sin embargo, en la edición crítica de las Obras completas de Kafka se indica que “El cazador Gracchus” se encontró en un cuaderno azul en octavo fechado entre enero y febrero de 1917, mientras que Max Brod lo ubicó en otro cuaderno de 1919. Así pues, ¿quién tiene la razón?
Aunque, viéndolo bien, ¿a quién le importan las fechas cuando se trata de una obra maestra del género cuentístico? Importa, eso sí, que Kafka la haya escrito, en las circunstancias que sean. Importa que la nave de Gracchus llegue una y otra vez a tierra, que su mano se pose en la rodilla del alcalde hasta el fin de los tiempos. Importa que dos lejanos septiembres, el de 1909 y el de 1913, hayan contribuido a crear una geografía indeleble. Importa que Riva, esa ciudad invisible donde los muertos y los melancólicos —o mejor, los muertos melancólicos— pueden tener una segunda oportunidad, continúe existiendo para beneficio de las palomas y los 50 niños que permanecerán alineados en un corredor a la espera de un lector atento. Importa, por fin, que el cuarto de los 109 Aforismos de Zürau, escritos por Franz Kafka entre octubre de 1917 y abril de 1918 en una granja en el noroeste de Bohemia, se quede reverberando para siempre en los pasillos de este relato: “Muchas sombras de los difuntos se dedican a lamer las aguas del río de los muertos, porque procede de nuestro mundo y aún tiene el sabor salado de nuestros mares. Entonces el río se eriza de repugnancia, invierte la corriente y arrastra de nuevo a los muertos hacia la vida. Ellos, sin embargo, están felices, entonan cánticos de gratitud y acarician al río rebelde”.
AQ