I
Franz Kafka es, sin duda, uno de los grandes maestros de la literatura moderna. Infinidad de escritores canónicos del siglo XX, entre los que destacan Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez, manifiestan abiertamente haber sido influenciados por su estilo.
A pesar de haber fallecido de tuberculosis a los cuarenta años, de no haber recibido premios ni reconocimientos y que sólo algunas pocas de sus obras fueron publicadas en vida, su legado en las generaciones que lo siguieron es tan importante que el adjetivo kafkiano se utiliza hoy para describir situaciones desconocidas, siniestras e incomprensibles, es decir, circunstancias similares a las que enfrentan los personajes de sus novelas y relatos.
Kafka nació en 1883, en la ciudad de Praga, capital de Bohemia, provincia del entonces Imperio Austro-Húngaro. Fue el primogénito de un matrimonio judío de clase media y su padre, Hermann Kafka, comerciante obsesionado con ascender en la escala social, deseaba que su hijo siguiera sus pasos y lo apoyara en el negocio familiar. A Hermann la literatura le parecía una pérdida de tiempo y nunca dejó de menospreciar a Franz por débil y enfermizo. Jamás entendió el trabajo literario de su hijo ni mostró el menor interés por él.
De esta relación tirante, problemática y opresiva, Kafka escribiría su Carta al padre, en 1919, cuatro años y medio antes de su muerte. El texto, que de acuerdo a las órdenes de su autor debió terminar en el fuego, es un documento indispensable para entender la obra total del escritor checo. Es una de sus creaciones más personales y profundas, pues refleja no sólo el evidente distanciamiento padre-hijo, sino toda la inseguridad y desesperanza que asistieron a Kafka a lo largo de su existencia.
“Desde muy niño me prohibías el uso de la palabra. Te recuerdo amenazante con la mano en alto ¡No te atrevas a replicarme!…. Mi actual forma de ser (teniendo lógicamente en cuenta la influencia de la vida), es consecuencia de tu educación y de mi obediencia… Cuando yo emprendía algo que no era de tu agrado y tú predecías el fracaso, el condicionamiento creado por tu opinión era tan grande que el fracaso se hacía inevitable… Tus insultos los reforzabas con amenazas cuando iban dirigidos a mí… Tú consideras el fracaso de mi matrimonio como uno más en mi larga serie de fracasos”.
Así, en ese tono inquisidor camuflado de honestidad, Kafka avanza a lo largo de sesenta y cinco cuartillas sin reservarse nada para sí mismo, sin preocuparse demasiado por el efecto que causarían estas frases en el destinatario quien, dicho sea de paso, aparentemente nunca las leyó, pues la encargada de entregar la misiva, la madre de Kafka, decidió esconderla pensando que su hijo había dramatizado demasiado en ella.
Algunos opinan que no se debería tomar esta carta como un relato autobiográfico por completo ni como un mensaje real a su progenitor. Franz, como muchos novelistas, echa mano de su talento para trastocar la realidad y hacer con la anécdota un texto redondo, atractivo para futuros lectores. Tanto es así que su amigo íntimo y editor póstumo, Max Brod, excluyó la Carta al padre del volumen dedicado a su correspondencia y la colocó en el que reúne sus ficciones.
Para el crítico norteamericano Harold Bloom, “todo lo que en Kafka parece trascendente es realmente una burla, aunque de una manera siniestra; es una burla que emana de una gran dulzura de espíritu”.
Si damos por buena esta interpretación, la Carta al padre vendría a ser el colofón de la cosmovisión de Kafka (tomemos en cuenta que la escribió ya maduro, no es una catarsis de juventud, mucho menos un arrebato vengativo). En el documento, además, utiliza una técnica muy suya, muy kafkiana diría después la crítica, al presentar el tema, intentar ahondar en su esencia, considerándolo en todos sus aspectos y desde todos los ángulos posibles en un eterno ir y venir, sin alcanzar conclusión alguna.
Quizá por haberla leído mucho tiempo después de haberme acercado a La metamorfosis y a los catorce cuentos fantásticos que componen Un médico rural, concuerdo con la idea de que Kafka exageró deliberadamente la difícil situación que vivía con su padre para convertirla en una más de las prodigiosas alucinaciones que habitan su universo literario.
II
Algunos estudiosos han visto en la narrativa catastrófica de Kafka, un reflejo de los problemas vitales de su época, un vaticinio del holocausto y hasta una premonición de la Europa dividida. Debemos recordar que los años en que Kafka desarrolló su obra fueron tiempos llenos de tensiones políticas y económicas. La caída de los zares, la desaparición del Imperio austrohúngaro, la primera gran guerra y el surgimiento de los Estados Unidos como gran potencia son eventos capitales que no pudieron haber pasado desapercibidos para alguien tan sensible como Franz.
Lo cierto es que no está claro hasta qué punto se preocupaba Kafka de los acontecimientos que sucedían a su alrededor. Nunca pareció interesarse especialmente por la guerra o por la situación política de su país y, por si fuera poco, al estallar el primer conflicto mundial, por su débil constitución física, fue declarado exento del servicio militar.
Toda esa angustia personal combinada con la opresión bélica y la enorme frustración que sentía por tener que trabajar en una compañía de seguros en lugar de desarrollar de tiempo completo su oficio de escritor, la volcó Kafka en La metamorfosis, su obra más representativa.
Recuerdo haber leído el libro en la biblioteca del colegio cuando cursaba el cuarto año de primaria. Yo no sabía nada de Kafka pero me habían llamado fuertemente la atención el siniestro escarabajo de la portada y el acre comentario de la bibliotecaria: ese libro no es para niños de tu edad.
Una vez sumergido en las primeras páginas del volumen, la descripción de Gregorio Samsa convertido en bicho ( “Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo”.) me causó tan fuerte impresión que esa noche comencé a incluir en mis plegarias nocturnas amanecer con bien, no correr la suerte de Gregorio. En mi cerebro infantil, por supuesto, no alcanzaba a comprender las alegorías kafkianas. Para mí, el protagonista, por causas desconocidas (eso era lo más terrible), simplemente había sido transformado en un insecto repugnante. El castigo no era consecuencia de ninguna mala acción, como solían decir los adultos, simplemente sucedía. A los nueve años difícilmente podía darme cuenta que se trataba de una novela existencialista que aludía al tema de la vida de un individuo frente a la sociedad, en este caso representada por su familia.
Lo curioso es que en esta novela, publicada originalmente en 1915 en la revista alemana Die weißen Blätter, el aspecto externo del insecto no es lo más relevante (Kafka rechazó de manera tajante que su editor colocara dibujos de bichos en la portada del libro), lo que verdaderamente importa es entender las reflexiones anímicas de Gregorio, que son las que ponen a la vista lo terrible de su situación. En este sentido, el paralelismo entre Samsa y Kafka es evidente: Samsa vive bajo el yugo del padre y trabaja largas jornadas como agente viajero para mantener a toda la familia; Kafka detesta a su padre y trabaja en una compañía de seguros para apoyar la alicaída economía familiar. Hay, además, en los personajes de La metamorfosis una hermana y una madre que, no obstante sentir pena y cariño por Gregorio-escarabajo, contagiadas por el odio del padre acabarán cediendo al desprecio, tal como harán en la vida real con Kafka-escritor, su querida y protectora hermana Ottla y la madre de ambos.
Desde las primeras páginas de la novela, la familia de Gregorio —padre, madre y hermana— harán un frente común para atenderlo en su nueva condición. Cada cual con sus acciones defenderá su punto de vista y su manera de ser. La madre, bondadosa pero débil, al principio pedirá compasión para Gregorio, pero acabará cediendo ante las presiones del padre que no se conduele por nada. Grete, la hermana, la única que se ocupa de alimentar al bicho, irónicamente devendrá en su verdugo cuando, en un intento por hacer más agradable su cautiverio forzoso, decide sacar los muebles de la habitación de Gregorio para que éste tenga “más libertad de movimiento”. Entonces Gregorio, para no perder su último reducto material de humanización, se lanza fuera del cuarto para defender su hábitat. Una lluvia de manzanas cae sobre su lomo. Es el padre quien no soporta la idea de ver fuera de su encierro al monstruo. Si nadie lo ve, terminará por no existir: el mismo razonamiento que llevará a los alemanes a encerrar judíos en guetos. Este será el inicio del fin: una de las frutas va a quedar incrustada en la espalda de Gregorio provocándole una herida de la que no se repondrá jamás.
Muchos críticos de Kafka, basados en la admiración que el checo sentía por Pascal y Kierkegaard, han querido ver en La metamorfosis interpretaciones teológicas. Dice Bloom que “si algo resulta misterioso en Kafka es porque él y su escritura poseen una autoridad espiritual para muchos de nosotros, al igual que la poseyeron anteriormente Wordsworth y Tolstoi, aunque ya no. Es de presumir que el aura curiosamente religiosa de Kafka también se desvanezca algún día, pero todavía se mantiene”.
Esta religiosidad, que rara vez aparece en sus escritos, tiene origen en su judaísmo, pues aunque Kafka desdeñe de él, toda esa voluntad de subsistir y de manifestarse, recuerda mucho los esfuerzos históricos del pueblo de Abraham por mantener indestructibles sus costumbres por encima de las adversidades. Nunca sabremos si Kafka, como dicen algunos, intentó establecer con La metamorfosis semejanzas con la condición judía de su país, lo que sí está claro es que a lo largo de todo el texto, dentro de su misma extrañeza, permea una liberación de lo represivo que eleva el relato al rango de lo místico.
A cien años de la muerte de su autor, La metamorfosis continúa subyugando a los lectores de nuevas generaciones no sólo por su bizarro argumento y la opresiva descripción del ambiente, sino porque constituye un claro reflejo de esta desesperanza que parece haberse apoderado del alma humana en este siglo. La historia de Gregorio Samsa, un texto capaz de provocar múltiples interpretaciones y de anticipar la deshumanización de los tiempos modernos, ayudó a Kafka a erigirse como uno de los escritores más emblemáticos de la literatura moderna. Su intensidad y trascendencia es comparable al Ulises, de Joyce o a En busca del tiempo perdido, de Proust.
Kafka, según Bloom, “un ironista demasiado inteligente como para creer que su arte o su vida podían mezclarse de una manera suficientemente profunda con la diversidad del mundo”, es un autor al que es indispensable leer cuando se desean entender los orígenes de la literatura contemporánea.
AQ