Menuda, de expresivo rostro redondo y larga cabellera negra, Cristina Kahlo es idéntica a su abuela homónima, la hermana de Frida. Cuando en 2019 propuso al Museo Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo (MEDRFK) una exposición “diferente” sobre su ancestra, ignoraba que tendría que esperar cinco años para que se concretara. En el marco del 70 aniversario luctuoso de la pintora, quien falleció el 13 de julio de 1954, se puede visitar Frida Kahlo sin fronteras hasta el mes de noviembre en el recinto de Altavista.
¿Por qué resulta diferente este proyecto? En primer lugar, porque lo inspira un material totalmente inédito: el expediente médico completo que, mediante mil trámites engorrosos, Cristina descubrió en el Centro Médico ABC (o American British Cowdray Hospital), donde Frida estuvo internada siete veces en 1950 ⎯el principio del fin, como se dice tontamente.
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En segundo lugar, porque moldea la curaduría de Cristina el hecho de que ella misma sea fotógrafa, una profesión a la cual la predispuso su famoso tatarabuelo Guillermo Kahlo y su propio padre, Antonio, que usaba la cámara en sus ratos libres; además, ¿cómo olvidar una de las primeras galerías especializadas en fotografía, la Kahlo-Coronel, que instaló Cristina con su primo Juan Coronel en Chimalistac, en los años 1980? Y en tercer lugar, porque el alma de investigadora de la directora saliente del museo, Marisol Argüelles (ahora titular del Museo Carrillo Gil), evitó que la exposición se convirtiera en algo más que un revolcón en el martirio. Mejor que nunca aplica aquí aquella frase de Antonio Alatorre en su prólogo al libro Escrituras de Frida Kahlo, que Raquel Tibol editó en 2004 (Plaza y Janés): “Hay muchos gritos de dolor, pero asordinados o sofocados a fuerza de humor y de estoicismo.”
La curadora fotógrafa propone una interpretación visual, que no voyeurista, del archivo clínico de Frida. El contexto ayuda: de no ser casa-habitación, el MEDRFK restaría a la muestra el tono intimista que la arropa. El visitante no verá horrendas reproducciones de cuadros, sino documentos interesantísimos, mayormente del acervo personal de la curadora, en que fotografías poco o nunca publicadas alternan con cartas manuscritas de la propia artista, que proceden del Museo de la Filatelia de Oaxaca (Fundación Alfredo Harp Helú) y de colecciones particulares.
Desde la niñez, Frida estuvo en contacto con la fotografía: quizá esto explique la seductora soltura con que enfrentaba la lente. Al principio del recorrido, la familia posa para Guillermo Kahlo con hijos y sobrinos en bonitos atuendos de encaje. Se sigue con Edward Weston, Gisèle Freund, Carl van Vechten, Florence Arquin, Nickolas Murray, Julien Levy, Juan Guzmán, Antonio Kahlo: Frida de paseo en Xochimilco y en ferias de pueblo con André Breton y Jacqueline Lamba, Frida de traje con cuello Mao, Frida abrazando a Juan O’Gorman que mima a un xoloitzcuintle, Frida de torso desnudo peinando su melena adornada de orquídeas… Y finalmente, Frida recién amputada de una pierna, demacrada, canosa, de mirada ida, alzando con cigarro en mano enjoyada para el fotorreportero Raúl Anaya la sábana de su cama ortopédica sobre su prótesis de fierro y su otra pantorrilla muy velluda. Hasta sale el quirófano del ABC donde la operaban, con sus amplios ventanales que, supongo, abrían las enfermeras en plena cirugía cuando arreciaba el calor…
Las cartas son fascinantes, algunas “del tamaño del New York Times”, bromea Frida. Las escribe con la voz vivaracha, coloquial y cariñosa que le gustaba imprimir al trato amistoso y al amor. Ciertas de ellas ya se han publicado, como las de post-ruptura con el amante Nick Murray en que le insta, cual “old fashioned sweetheart”, a devolverle las suyas y sobre todo a impedir que la futura esposa se acerque a tal cojín del departamento o al Half Moon de Coney Island donde solían citarse; o como aquel telegrama en que, ya divorciada de Rivera, pide un préstamo urgente de 250 dólares a Dolores del Río, el cual rectifica el pintor indignado arguyendo que “no le falta nada a la niña enferma” y que, en otra misiva, Frida promete devolver a la actriz en cuanto reciba la beca Guggenheim (nunca la obtuvo) o inaugure su exposición en la Julien Levy Gallery de Manhattan “para sacar algo de mosca”.
Se incluyen hojas de la correspondencia, entre confesional y relajienta, con los médicos Leo Eloesser, Juan O’Farrill y David Glusker que la atendieron desde los años 1930, en Estados Unidos mientras Rivera pintaba murales, y en México “como siempre desorganizado y dado al diablo, al que solo le queda la inmensa belleza de la tierra y de los indios; cada día lo feo de los Estados Unidos le roba un pedazo”. Dice al Dr Eloesser lamentar no saber con qué pagarle su bondad y la curación, y que con el corset “está de la chingada aguantar esa clase de aparatos… explícame qué clase de chingadera tengo y si tiene algún alivio o me va a llevar la tostada de cualquier manera”; en otro cable le solicita reservar “un hotel no muy elegante en Nueva York, no digas a nadie de mi llegada quiero escapar de ir inauguración fresco no quiero encontrarme Paulette [Goddard] otras viejas stop”.
Un envío desesperado de su hermana Matilde al Dr. Eloesser narra el calvario final de la gangrena que ataca a Frida convertida en “conejo de indias de estos señores”. La resumiríamos así: “fijaron tres vértebras con un hueso de no sé de quién, el intestino se paralizó, calenturas de 39.5, vómitos constantes, inyecciones de Demerol, la herida empezó a despedir muy mal olor, abrieron el corsé y se encontraron con un abceso, tuvieron que operarla nuevamente, en lugar de adelantar, otro trastorno horrible, la pobre rendida y cansada dice todo el tiempo que siente estar sobre vidrios rotos…” En agradecimiento, y para saldar honorarios que ellos no aceptaban, Frida dedicó a sus médicos varios cuadros. Completan esa recapitulación clínica de la paciente unos facsímiles de pruebas de laboratorio y el escalofriante resultado de radiología que detecta “una aguja en los tejidos cerca del cuello del fémur”: Frida se la había clavado al caer con su “pata de palo”.
La sala más lograda de la exposición reúne los “microfilms” del ABC: un gabinete oscurecido y tapizado de cajas de luz que reproducen, ampliados y en negativo, los informes de operación, las hojas de diagnósticos, tratamientos y prescripciones, al son de un latido cardiaco. Una verdadera instalación que, con recursos museográficos idóneos, intensifica el impacto emocional del recorrido previo. Entre las diversas actividades institucionales que intentan cumplir con la efeméride y suplir su mala difusión, esta exposición del MEDRFK destaca no solo por su carácter testimonial, que oscila gratamente entre las artes visuales y el archivo documental, sino también porque capotea el morbo que cabría esperar de semejante tema adherido a la persona de Frida Kahlo.
ÁSS