Gabriel Ramírez: una vida en technicolor

Ensayo

El pasado lunes 20 de octubre, en la ciudad de Mérida, donde nació en 1938, falleció el autor de ‘El cine yucateco’, figura sobresaliente del movimiento artístico de La Ruptura. El siguiente ensayo lo recuerda y rinde homenaje

Gabriel Ramírez, 1938-2025. (Instagram @gabrielramirezpintor)
Ricardo E. Tatto
Ciudad de México /

A la una de la mañana del martes 21 de octubre, un féretro color gris entraba lentamente al incinerador de la Funeraria La Piedad, en Yucatán. Ante el rugido y el flamazo del horno, solo un puñado de personas fuimos mudos testigos del último adiós al cuerpo físico de un hombre descalzo y con camisa blanca que se fue como vivió, con total sencillez, sin aspavientos ni grandilocuencia. Así culminó el velorio el Gabriel Ramírez, un artista total…

Nacido el 4 de enero de 1938 en Mérida, Pedro Gabriel Ramírez Aznar fue uno de los creadores mexicanos cuya obra tuvo amplios alcances y que, sin embargo, permanece todavía como un virtual desconocido, a pesar de que fue miembro fundador del grupo “Nuevo Cine” en 1961 y artista abstracto de la Ruptura, aunque eso sería quedarnos cortos. Ramírez también fue historiador de cine, investigador y autor, sin mencionar los numerosos catálogos y libros dedicados a su obra, tal vez mejor conocida como parte de la llamada Generación de la Ruptura, un concepto al cual se le ha vinculado, ya que formó parte del libro Nueve pintores mexicanos (Era, 1968), de Juan García Ponce, prefigurando a esa camarilla de artistas plásticos conformada por Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Francisco Corzas, Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Alberto Gironella, Roger von Gunten, Arnaldo Coen y el propio Ramírez. A estos nueve artistas también se les conoció como el grupo de la Galería Juan Martín, que en los sesenta se encontraba en la cerrada de Hamburgo, en la Zona Rosa.

Desde la década de los sesenta —empezó a pintar en 1959—, como quien no quiere la cosa, Ramírez fue desarrollando su obra. Su proceso duró casi un lustro para pasar de la figuración hacia la abstracción por la que llegó a ser reconocido. Su primera exposición fue en febrero de 1965 en la galería Juan Martín, en donde trabó amistad con personajes como Jomi García Ascot, Vicente Rojo y Manuel Felguérez, entre otros artistas, críticos y galeristas con los que convivió y que a la postre habrían de marcar el pulso de la pintura contemporánea.

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Después de su primera exposición individual, ese mismo año participó en la Bienal de Jóvenes de París y en la Bienal de Arte Joven Latinoamericano en La Habana. Tres años después, en 1968, fue uno de los miembros fundadores del Salón Independiente, movimiento que, con espíritu rebelde, rompió con las estructuras oficiales del arte mexicano y abrió paso a la llamada Generación de la Ruptura, un movimiento que no fue un movimiento sino más bien un espíritu colectivo que aspiraba a crear una apertura allá donde la Escuela Mexicana y el muralismo nacionalista lo abarcaba todo. La infame frase de Siqueiros “no hay más ruta que la nuestra”, sería el acicate para que este puñado de artistas, encabezados por José Luis Cuevas y Alberto Gironella, en pocos años se colocaran a la vanguardia del arte en nuestro país.

La obra de Gabriel Ramírez forma parte de recintos como el Museo de Arte Carrillo Gil, el Museo de Monterrey (MARCO), el Museo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez en Zacatecas, el Museo de Arte Moderno (MAM), entre tantos otros, además de diversas galerías internacionales. Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, por decir un par de nombres, fueron algunos de sus coleccionistas privados.

Me tocó ser la última persona que lo entrevistó, esto como parte de la filmación del documental Gabriel Ramírez, una vida en technicolor, apenas hace un par de meses. Si bien fueron varias sesiones grabadas a partir de mayo, en la de agosto noté al artista algo cansado; sobre todo triste por la imposibilidad de volver a pintar debido a su avanzada edad y a ciertos problemas de movilidad que le impedían visitar su estudio, al fondo de su propiedad en el barrio de Itzimná, Yucatán. Según me dijo, llevaba casi un año sin entrar al taller, lo cual lo deprimía sobremanera. “El artista existe mientras está creando”, sentenció como avizorando que su fin estaba próximo. No era el hecho de estar en una silla de ruedas lo que lo molestaba, sino carecer de los medios, el vigor necesario para sostenerse frente al lienzo. Por ello tornó a las pinturas y dibujos de pequeño formato, algo que podía hacer desde su habitación.

A pesar de ello, mantuvo su buen humor, resignándose al inexorable paso del tiempo. Al fotógrafo Alejandro Canto Rejón y a mí, al finalizar una ardua sesión de grabación, nos brindó la deferencia de convidarnos de su infaltable tequila Herradura Antiguo Reposado, como era su costumbre todos los días. Ya al tercer caballito continuaba haciendo revelaciones y contando anécdotas, igual o más jugosas que las que ya teníamos registradas en video. Así era Gabriel, una máquina de contar historias. La bibliofilia era otra de sus pasiones. La cuantiosa biblioteca que había acumulado a lo largo de su vida era envidiable, en especial si uno compartía el amor por el arte, el cine y la literatura a partes iguales, como era su caso. La música también estaba presente. De reojo miré su colección de discos de vinil y no pocos volúmenes dedicados a los grandes compositores de música clásica, como Tchaikovsky, Debussy y Shostakovich.

Nada de lo anterior es de extrañarse, pues el maestro cultivó el periodismo cultural, publicando ensayos, reseñas y estudios sobre la cinematografía mexicana y yucateca, siendo un observador atento del diálogo entre imagen fija e imagen en movimiento. Su mirada analítica, amplió su noción de la pintura como acto narrativo: cada trazo podía ser un plano, cada color una secuencia. Sus libros y filmografías sobre la historia del cine mudo mexicano, el nacimiento del cine yucateco y el cine de D. W. Griffith son prueba de ello. Esa misma curiosidad interdisciplinaria lo convirtió en un referente intelectual. Por ello, muchos artistas jóvenes lo buscaron no solo por su sabiduría bibliográfica, sino por su visión ética del arte. Ramírez Aznar defendía la independencia creativa por encima de la complacencia institucional. Creía que el arte debía conservar su capacidad de riesgo, incluso si eso significaba ir a contracorriente.

Fue en 1975 cuando tras casi veinte años de trabajo en la capital, regresó a Mérida, atraído por el deseo de volver a una vida apacible, reencontrarse con la luz y el silencio de su infancia. En su taller, rodeado de lienzos, libros y música clásica, continuó pintando con la misma disciplina de sus inicios. Su presencia se volvió discreta pero decisiva en el ámbito cultural yucateco. Fui uno de los tantos que comenzó a visitarlo cada cierto tiempo pues su generosidad y bonhomía lo hicieron partícipe de manera desinteresada de no pocas aventuras editoriales y artísticas.

Por décadas, el nombre de Gabriel Ramírez fue sinónimo de fidelidad al arte y de búsqueda interior. El pintor, escritor e investigador dejó un legado que trascendió los límites geográficos para inscribirse en la historia de la modernidad artística mexicana. Su vida —tan austera como luminosa— fue una larga conversación con el color, el gesto y la luz de su tierra natal. En más de una ocasión, contó que decidió pintar luego de ver una película sobre Vincent van Gogh: Sed de vivir”. Tenía casi veinte años y comprendió que el arte era una necesidad, “como respirar”. Así lo resumiría en una frase: pintar no es un lujo, sino un oficio.

Ramírez nunca persiguió la fama. Prefería la soledad del taller, la conversación con los pigmentos y la introspección silenciosa. Al retirarse del centralismo cultural fue consciente de que era una mala decisión para su carrera. “Si no estás en el DF no existes”, solía decir, advirtiendo se olvidarían de él. El autoexilio provincial probaría ser perjudicial para su trayectoria, pues casi todos los miembros de su generación recibieron becas, prebendas, medallas, museos propios y sendos homenajes. Un par de veces fue postulado para el Premio Nacional de Ciencias y Artes, máximo galardón artístico en México, mismo que le fue negado. Para mí fue notorio que el INBAL no publicara una esquela el día de su fallecimiento, y tampoco el Carrillo Gil, museo que en 1988 albergó la exposición Ruptura 1952-1965, donde la curadora y crítica de arte Teresa del Conde acuñó el famoso término. Solo el MAM y la SHCP publicaron las esquelas correspondientes. No me extraña, pues vivimos la invasión institucional de los bárbaros; no obstante, todavía abrigo la esperanza de que las autoridades culturales revaloren la obra de uno de los pivotes de las vanguardias actuales.

En la obra de Ramírez conviven la intuición y la geometría, la vibración del color y la disciplina de la estructura. A lo largo de más de seis décadas de trabajo, desarrolló un lenguaje que se desliza entre la abstracción lírica, la geometría sensorial y el expresionismo abstracto, donde la composición parece vibrar con la misma cadencia que la luz del trópico. Sus lienzos alternan tensiones: el movimiento centrípeto y el reposo, la expansión centrífuga y la concentración, lo cálido y lo austero. Esa oscilación creó un equilibrio que no buscaba la perfección sino la verdad del instante. Por esas razones fue aquilatado por García Ponce como el más auténtico de los artistas abstractos mexicanos. Ciertamente fue el menos cerebral y el más intuitivo, un verdadero genio de la composición y el control cromático.

El documental que dirigí, Gabriel Ramírez, una vida en Technicolor se estrenó el 11 de octubre en Mérida. No alcanzó a verlo, pues falleció apenas unos días después. Su ausencia fue un golpe hondamente sentido en varias partes del país donde dejó una huella indeleble. Quiero pensar que él supo que ya era hora de irse, abriendo un espacio para su obra, pues solo el arte le era esencial. Gabriel Ramírez Aznar nos enseñó que pintar es vivir con los ojos abiertos, y que el arte, cuando es verdadero, no muere. Se disuelve en el aire, como la luz que él supo capturar en sus trazos.

AQ / MCB

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