Después de Huaco retrato (2021) y Una pequeña fiesta llamada Eternidad (2023), Gabriela Wiener (Lima, 1975) vuelve con Atusparia, una novela en la que convergen el presente y un pasado reciente y otro aun remoto. Su protagonista, cuyo nombre replica al del líder de la rebelión indígena en el Perú de finales del siglo XIX y al del colegio limeño que seguía el modelo comunista durante el último aliento de la Guerra Fría, emprende un viaje de purificación hacia la ribera del lago Titicaca. Hablamos sobre esta novela, y sobre el porvenir de las utopías y los actos de resistencia de los pueblos indígenas, en entrevista para Laberinto.
Atusparia se sitúa en un contexto particular: un colegio peruano con un proyecto educativo que combina elementos de la tradición marxista e indigenista. ¿Cómo surgió la idea de escribir esta historia? ¿Cuáles fueron los referentes?
La principal fuente fue el Atusparia, mi colegio de los años de la primaria, que tenía esas características: fusionaba el soviet con la comunidad andina. Hablé con maestros, con exalumnos, e investigué en la izquierda peruana de aquella época, a la que además tengo en mi casa porque mis padres fueron militantes. Leí y releí muchos libros, los de Hugo Blanco, las biografías de Atusparia y la de Trotski, todos los de Scorza, la biografía del emerretista Víctor Polay, uno de [Antonio] Zapata sobre Sendero Luminoso y, por supuesto, los ensayos del marxista peruano José Carlos Mariátegui. Me zambullí en las canciones revolucionarias de América Latina (hay una playlist), en las consignas y los lemas de las marchas en los años en que todos éramos rojos. Cuando cayó el Muro de Berlín dejaron de enseñar ruso y me cambiaron de cole, pero es una de las experiencias más inolvidables de mi vida. Siempre supe que esa historia no podía estar condenada a contarse solo en las mesas de los bares como una anécdota. Cuando decidí que quería contar la educación sentimental y política de una mujer, desde niña hasta adulta, decidí que esa niña sabría cantar en ruso (como yo) y querría hacer la revolución, aunque su deriva fuera muy distinta. El libro es lo que ocurre entre ese colegio y la cárcel.
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La novela explora los imaginarios soviéticos y marxistas que articularon geografías y sociedades lejanas y dispares en todo el mundo. ¿Cómo crees que estos ideales y símbolos, desde el Che Guevara hasta Patrice Lumumba, han moldeado la memoria afectiva de generaciones en lugares tan diversos como el Congo, Angola, Cuba y los Andes peruanos?
La Internacional Comunista fue real. Nosotres ya somos los hijes y los nietes de los que creyeron que el mundo podía ser otro y que la hermandad entre pueblos era clave para el cambio social. Somos la generación de los que lo intentaron, tomando o no las armas. Cuando veo las manifestaciones de solidaridad con Palestina recuerdo que tenía en mi habitación un afiche enmarcado de la Intifada y que aun niñas salíamos a marchar en solidaridad con Palestina. Y mira, seguimos haciendo lo mismo. Sin embargo, llevamos décadas escuchando que pensar desde la solidaridad es anacrónico, que decir antimperialismo es un lenguaje superado. Nos hicieron creer que los imperios habían desaparecido. Y no. Nos moldearon ese viejo imaginario y su horizonte de utopía y eso es lo que quise contar en Atusparia. También la escribí porque siento que se impugnó a esa generación por fracasada, por vencida, y con ella sus ideales y principios. Se despolitizó todo, se institucionalizó todo, hasta la solidaridad. La paz se construyó sobre muertos impunes y desaparecidos, sobre amnistías a los criminales. Fue una pacificación de mentiras, que no se ha atrevido a ir hasta el fondo con la memoria histórica, con la transición realmente democrática y la reconciliación nacional. Hemos visto una enorme operación para que cualquier iniciativa que proponga un cambio de estructuras, constituyente, popular, que salga de los movimientos sociales, de la resistencia, sea criminalizada. Atusparia lo dice en el libro: el capitalismo operó sobre los rojos como un macho violento actúa con su mujer: tratando de convencerlos de que estaban locos, de que no fue real que lo intentaran, de que lo soñaron.
Tanto el nombre de la novela, Atusparia, como el del movimiento que llega a encabezar su protagonista en la última parte, las Ritas, hacen referencia a líderes de la resistencia indígena en los Andes. ¿Qué lugar crees que ocupan estas figuras en la narrativa nacional? ¿Cuál es su relevancia histórica?
El problema es que la literatura nacional que trata sobre el mundo andino no ocupa el lugar que le corresponde en la nación. Las grandes gestas que había contado Manuel Scorza, las de Vargas Llosa, que incluyen personajes andinos como Lituma, o cualquier personaje de José María Arguedas, o la Rosa Cuchillo de Óscar Colchado —ejemplo máximo de resistencia indígena, la madre que recorre el hanan pacha en busca del cadáver de su hijo—, dieron paso a historias urbanas, cotidianas y burguesas. El mercado editorial se puso a buscar a los cachorros que se contaran solipsistamente, más mundos para Julius y Pichulitas Cuéllar. Quizás ahora algo esté cambiando, pero el mercado editorial ha sido más blanco, racista, aspiracional y antindígena que cualquier escritor peruano. Julio Ramón Ribeyro, quizá nuestro escritor más refinado y existencialista, tiene una obra de teatro que se llama igual que mi novela, Atusparia, y es la historia del líder ancashino. No deja de ser irónico que más recientemente los ensayos y biografías más importantes sobre Túpac Amaru las haya escrito un inglés.
En Atusparia, la educación aparece como un proyecto que va más allá de lo pedagógico; es una herramienta de transformación política. ¿Crees que la educación sigue siendo un terreno para forjar conciencias críticas, como lo planteaban las utopías comunistas? ¿Ves posibles resonancias con proyectos educativos que busquen romper con las formas tradicionales de enseñanza?
El proyecto actual del neoliberalismo es privatizar la enseñanza y no transformar nada, para seguir jerarquizando y haciendo de la educación un asunto de las élites. Estallidos sociales como el chileno han tenido en su origen la amenaza a la educación pública. Estamos en un punto en el que esa experimentación de la que hablas se hace solo desde la escuela privada y para bolsillos privilegiados; es también rupturismo para las elites culturales. Así que si hay algo que queda de las utopías comunistas debería ser la defensa de la educación pública y la lucha por que sea de calidad: la escuela no solo como saberes impartidos sino como espacio de socialización para formar personas críticas.
Mientras que Atusparia se levantaba contra la opresión colonial en los Andes, hoy en día líderes indígenas ambientalistas luchan contra el extractivismo neocolonial en América Latina. ¿Cómo ves la conexión entre estas luchas históricas y las actuales batallas contra el extractivismo y la explotación de recursos? ¿Siguen siendo las mismas estructuras de poder?
Sin duda hay una continuidad en esas estructuras. Atusparia, por ejemplo, se rebela ya no contra la Corona española como Túpac Amaru, sino contra la república criolla y sin embargo no hay otra forma de llamar a esa opresión que se ceba con los indígenas peruanos hasta el día de hoy que colonial. Desde la colonización, el procedimiento ha sido siempre el mismo: expulsión de pueblos originarios de sus territorios, explotación y otras formas de racialización y exterminio. El señor feudal botaba al indio de sus tierras, pero lo mantenía trabajando, y explotado, en ellas por una parcela y un jornal miserables. Hoy la minera multinacional hace lo mismo, echa al indígena de sus tierras, pero le da un trabajito en la mina, unas monedas de la fiebre del oro. Y, por supuesto, contamina todo. Los defensores de la tierra que están siendo acosados y asesinados lo están siendo por las mismas razones que hace quinientos o cuatrocientos años, por defender un bosque, una laguna, la vida de su comunidad. La constante en la relación entre el poder y los pueblos oprimidos siempre ha sido la masacre. Es la manera en que el poder ha resuelto cualquier problemita “de tierras”. Mira nada más a la dictadora peruana Dina Boluarte, quien masacró a decenas en el sur del Perú entre diciembre de 2022 y marzo de 2023 solo porque salieron a protestar. Veo por eso una conexión incluso con la resistencia palestina en Gaza, en lucha contra el colonialismo israelí que intenta expulsarla de su territorio y borrar su identidad.
En Atusparia, José María Arguedas y Manuel Scorza son referentes clave. Mientras que Arguedas ha mantenido una posición preeminente en el canon literario peruano, Scorza parece haber quedado más a la sombra. ¿Cómo ves el legado literario de Scorza y qué crees que su obra aporta a las discusiones contemporáneas sobre la resistencia de los pueblos indígenas?
La literatura de Scorza, que explora el alma, la lucha y las revoluciones indígenas y cholas, sufrió un desplazamiento con el cambio de siglo. La disputa andinos versus criollos la rentabilizaron los criollos. El Perú se liberalizó y caló la tesis de Vargas Llosa acerca del mundo andino como una “utopía arcaica”. No solo simbólicamente los criollos mataron a Arguedas; Scorza fue otro de esos caídos. Sospecho que el “terruqueo” alcanzó también a las novelas de Scorza. Su legado es impresionante. A nivel intelectual, hacía un enorme contrapunto a las visiones neoliberales que terminarían por dominar la escena literaria latinoamericana. Su muerte temprana fue una pérdida tremenda. Siento que en sus libros se cuenta un Perú al que durante años el mundo le ha dado la espalda, y al que el propio Perú le ha dado la espalda. En sus ficciones indígenas, llenas de lirismo y épica popular, hay mucha más memoria de esa resistencia que en cualquier libro de historia. Por suerte, se está poniendo remedio a ese olvido. Alfaguara ha comenzado a reeditar toda su obra y creo que es lo mejor que nos ha pasado editorialmente en los últimos años.
El libro plantea la pregunta sobre la vigencia de estos proyectos utópicos y presenta algunas derivas del pensamiento utópico en los movimientos feministas de base popular. La organización que comienza a articular el personaje de Asunción Grass en Puno plantea otro tipo de revolución desde lo cotidiano: la educación política y teórica de mujeres indígenas y campesinas, la creación de estructuras sororas de soporte mutuo, ollas populares, clases en los mercados… ¿De qué manera crees que esta especie de nueva utopía feminista “desde abajo” ofrece una alternativa a los ideales revolucionarios con sus símbolos masculinos de los años sesenta y setenta?
Me parece algo seriamente atendible como alternativa a las viejas revoluciones, pero es que esa organización popular y de resistencia que sale de las mujeres y va hacia el mundo no me parece nada nueva; el problema es que no se ha puesto en el centro. ¿Por qué no pensar que esa decisión de apartar a las mujeres de la primera línea fue uno de los errores de los revolucionarios de los sesenta y setenta? Quizá lo que hace Asunción en el libro es centrarla y disputarle el lugar a esos Che Guevaras e incluso a esos subcomandantes Marcos. Queda claro que ellas lo quieren hacer radicalmente distinto, critican el caudillismo de Atusparia frente a las bases que representan las Ritas, pero no sabemos qué pasará con esos liderazgos. Lo que sí llegamos a saber es que hay otro horizonte en esa utopía: las Ritas transitan de un espacio no mixto de mujeres y disidencias hacia el espacio mixto. He ahí otra utopía.
En Atusparia, mencionas cómo las luchas anticoloniales y antiextractivistas en el Perú se entrelazan con la espiritualidad y las expresiones culturales de raíz aymara-quechua. ¿Qué papel crees que juegan la espiritualidad y las cosmovisiones indígenas en la educación y la política de hoy? ¿Cómo pueden esas visiones del mundo aportar a la creación de futuros más justos y equitativos?
Los movimientos sociales tienen una tarea pendiente en el desafío de incorporar cosmovisiones y espiritualidad a su acción política. Y eso incluye religiosidades populares varias. La manifestación más masiva que ha ocurrido en mi país fue una que dio el Papa. La gente tiene al Papa como uno más dentro de su altar pagano, junto a dioses y demonios. Cuando se habla de la desconexión entre la izquierda y el pueblo creo que se habla también de esto. Y entre esas visiones del mundo, ojalá mirar más al ayllu, a la comunidad andina, con su idea originaria de reciprocidad como núcleo de la organización social, económica y política; ojalá mirar más al bosque y sus misterios, a la profundidad espiritual de la selva, al potencial sanador y regenerador que guarda la Amazonia.
Asunción Grass describe el movimiento de las Ritas como “Éramos sobre todo mujeres que habíamos migrado de alguna u otra manera”. En Huaco retrato ya habías explorado temas de herencia, mestizaje y pertenencia desde tu experiencia personal como migrante en Europa. ¿Cómo resuena tu propia experiencia migrante con la de las mujeres en Atusparia, que encuentran en la resistencia y en la comunidad un sentido de pertenencia? ¿Qué papel juega la migración en tu obra como símbolo de transformación y resiliencia femenina?
Migrante es mi identidad. Tengo muchas, pero ninguna me define mejor. No lo supe hasta que sufrí esa herida, la migratoria. Fue irme, fue no volver. Pero también fue quedarme. Fue el racismo en todas sus formas. Mientras políticamente hablamos contra la asimilación de la buena salvaje, muchas mujeres migras nos unimos a ese nuevo territorio hostil a través del amor y la familia, estructuras que en Europa, aunque parezcan muy disidentes, son muy blancas. Moverme de ahí fue una nueva migración. Mi experiencia se puede resumir en haber politizado el dolor y el duelo hasta encontrar sanación y pertenencia en ese lugar del que en realidad nunca había salido, rodeada de las mías y los míos. La protagonista no tiene nombre al principio. Atusparia solo consigue un nombre cuando migra, cuando se reencuentra con sus raíces aymaras, pero también cuando su maestra la nombra por primera vez y le recuerda la potencia de su educación. Es curioso que el paso siguiente sea perder el nombre entre las Ritas. Yo ahí me hubiera quedado.
Quisiera terminar reflexionando sobre otra frase de Grass, cuando sostiene que “los poemas de los pueblos son sus revoluciones”. Podemos interpretar esto en dos direcciones: la revolución y los actos de resistencia como un acto poético, que confiere un valor estético a la lucha, aun violenta, de los pueblos contra la opresión. O bien, la literatura y la poesía como armas-herramientas revolucionarias. ¿Cómo crees que los personajes de Atusparia, en su lucha contra la represión y la explotación, personifican esta idea? ¿Crees que la literatura tiene ese poder movilizador?
Me gustan mucho ambas interpretaciones. Las luchas son actos poéticos, y la poesía debe ser revolución. En algún momento, ambas mujeres escribieron los poemas de los pueblos. Pero Atusparia dejará la poesía por la prosa. Asunción seguirá escribiendo poesía. Y sí, creo en la literatura como ese tribunal último del que habla Scorza, donde se vuelve a abrir el expediente cuando nada de lo demás funciona. Las que creamos literatura tenemos el compromiso de hacer justicia poética, al menos de intentarlo.
AQ