Beth se enteró de la muerte de su madre por una mujer que llevaba un portapapeles. Al día siguiente su foto apareció en el Herald-Leader. La fotografía, tomada en el porche de la casa gris de Maplewood Drive, mostraba a Beth con un sencillo vestido de algodón. Incluso entonces, se la veía claramente poco agraciada. El pie de la foto decía: "Huérfana tras la colisión de ayer en New Circle Road, Elizabeth Harmon se enfrenta a un futuro problemático. Elizabeth, de ocho años, se quedó sin familia tras el accidente, donde murieron dos personas y resultaron heridas otras. Sola en casa en ese momento, Elizabeth se enteró del accidente poco antes de que se tomara la foto. Las autoridades dicen que será bien atendida".
En el Hogar Methuen de Mount Sterling, Kentucky, Beth recibía tranquilizantes dos veces al día. Igual que todos los otros niños, para "aliviar su carácter". El carácter de Beth era bueno, pero se alegraba de recibir la pequeña píldora. Aflojaba algo profundo en su estómago y la ayudaba a soportar las tensas horas en el orfanato.
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El señor Fergussen les daba las píldoras en un vasito de plástico. Junto con la verde que aliviaba su carácter, había otras naranjas y marrones para crecer fuerte. Los niños tenían que ponerse en fila para recibirlas.
La niña más alta era la negra, Jolene. Tenía doce años. El segundo día Beth estaba con ella en la cola de las vitaminas y Jolene se volvió a mirarla con el ceño fruncido.
—¿Eres huérfana de verdad o bastarda?
Beth no supo qué decir. Estaba asustada. Estaban al final de la cola, y se suponía que tenía que esperar allí hasta que llegara a la ventana donde se hallaba el señor Fergussen. Beth había oído a su madre llamar bastardo a su padre, pero no sabía qué significaba.
—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó Jolene.
—Beth.
—¿Tu madre está muerta? ¿Y tu padre?
Beth se la quedó mirando. Las palabras "madre" y "muerta" eran insoportables. Quiso huir, pero no había ningún sitio adonde hacerlo.
—Tus padres —dijo Jolene con un tono que no carecía de compasión—, ¿están muertos?
Beth no pudo encontrar nada que decir o hacer. Permaneció aterrorizada en la cola, esperando las píldoras.
—¡Sois todas unas chupapollas ansiosas!
Era Ralph en el pabellón de los chicos quien gritaba eso. Ella lo oyó porque estaba en la biblioteca, donde había una ventana que daba a ese pabellón. No tenía ninguna imagen mental para "chupapollas" y la palabra era extraña. Pero sabía por el sonido que le lavarían la boca con jabón. Se lo habían hecho a ella por decir "joder", aunque su madre decía "joder" todo el tiempo.
El barbero la hizo sentarse absolutamente quieta en la silla.
—Si te mueves, puedes perder una oreja.
No había nada jovial en su voz. Beth permaneció lo más quieta que pudo, pero era imposible permanecer completamente inmóvil. Tardó mucho tiempo en cortarle el pelo y darle el flequillo que llevaban todas. Trató de entretenerse pensando en aquella palabra, "chupapollas". Lo único que podía imaginar era un pájaro, como el pájaro carpintero. Pero le parecía que no era eso.
El bedel era más gordo por un lado que por el otro. Se llamaba Shaibel. Señor Shaibel. Un día enviaron a Beth al sótano a limpiar los borradores golpeándolos entre sí, y se lo encontró sentado en un taburete de metal cerca de la caldera contemplando con el ceño fruncido un tablero de damas de cuadros blancos y verdes que tenía delante. Pero donde deberían estar las damas había figuritas de plástico de formas curiosas. Algunas eran más grandes que otras. Había más de las pequeñas que de las demás. El bedel alzó la cabeza y la miró. Ella se marchó en silencio.
El viernes, todo el mundo comía pescado, fuera católico o no. Venía cortado en cuadritos, empanado con una corteza oscura, marrón y seca con densa salsa de naranja, como aderezo francés embotellado. La salsa era dulce y terrible, pero el pescado que había debajo era aún peor. El sabor casi la hacía vomitar. Pero había que comérselo todo, o la señora Deardorff se enteraría y no te adoptaría nadie.
Algunos niños eran adoptados inmediatamente. Una niña de seis años llamada Alice vino un mes después que Beth y la adoptó a las tres semanas una pareja de aspecto agradable y acento raro. Atravesaron el pabellón el día que vinieron a por Alice. Beth quiso echarse en sus brazos porque le parecieron felices, pero se dio la vuelta cuando la miraron. Había otros niños que llevaban allí mucho tiempo y sabían que no saldrían nunca. Los llamaban "perpetuos". Beth se preguntaba si lo sería ella.
La gimnasia era mala, y el voleibol era lo peor. Beth nunca podía darle bien a la pelota. La golpeaba ferozmente o la empujaba con los dedos tiesos. Una vez se lastimó tanto el dedo que se le hinchó después. La mayoría de las niñas se reían y gritaban cuando jugaban, pero Beth no lo hacía nunca.
Jolene era la mejor jugadora con diferencia. No sólo porque era mayor y más alta, sino porque siempre sabía exactamente lo que había que hacer, y cuando la pelota pasaba alta por encima de la red, se colocaba debajo sin tener que gritarles a las demás que se apartaran, y entonces saltaba y la golpeaba con un largo y suave movimiento del brazo. El equipo que tenía a Jolene ganaba siempre.
La semana después de que Beth se lastimara el dedo, Jolene la detuvo cuando terminó la gimnasia y las demás corrían hacia las duchas.
—Déjame que te enseñe una cosa —dijo Jolene. Alzó las manos con los largos dedos abiertos y levemente flexionados—. Hazlo así.
Dobló los codos y empujó las manos hacia arriba suavemente, envolviendo una pelota imaginaria.
—Inténtalo.
Beth lo intentó, torpemente al principio. Jolene le hizo una nueva demostración, riendo. Beth lo intentó unas cuantas veces más y mejoró. Luego Jolene agarró la pelota e hizo que Beth la capturara con las yemas de los dedos. Después de unas cuantas veces, fue fácil.
—Ahora trabaja en eso, ¿me oyes? —dijo Jolene, y corrió a las duchas.
Beth practicó durante una semana, y después dejó de importarle el voleibol. No mejoró, pero ya no era algo que temiera.
Todos los martes, la señorita Graham, después de aritmética, enviaba a Beth abajo con los borradores. Era considerado un privilegio, y Beth era la mejor estudiante de la clase, aunque era la más pequeña. No le gustaba el sótano. Olía rancio, y el señor Shaibel le daba miedo. Pero quería saber más sobre aquel juego que jugaba solo en aquel tablero. Un día se acercó y se detuvo a su lado, esperando que moviera una pieza. La que estaba tocando era la de la cabeza de caballo en un pedestal. Un segundo después él la miró con gesto irritado.
—¿Qué quieres, niña? —dijo.
Normalmente ella huía de cualquier encuentro humano, sobre todo con los adultos, pero esta vez no retrocedió.
—¿Cómo se llama ese juego? —preguntó.
Él la miró.
—Deberías estar arriba con las demás.
Ella lo miró a la cara. Había algo en este hombre y en la firmeza con la que jugaba a este misterioso juego que la ayudó a aferrarse a lo que quería.
—No quiero estar con las demás —respondió—. Quiero saber a qué está jugando.
Él la miró con más atención. Luego se encogió de hombros.
—Se llama ajedrez.
G.O.