Historia de una ruptura: García Márquez y Vargas Llosa

En portada

Por cortesía de la editorial Galaxia Gutenberg, publicamos un fragmento de la nueva novela de Jaime Bayly, que narra el primer desencuentro entre los ganadores del Nobel de Literatura, preludio al puñetazo que acabaría con su amistad.

Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, autores del boom latinoamericano. (Especial)
Jaime Bayly
Ciudad de México /

Los genios

Vargas Llosa admiraba tanto a García Márquez que, cuando se mudó a Barcelona con su esposa Patricia y sus hijos Álvaro y Gonzalo, de cuatro y tres años, alquiló un apartamento a media cuadra del piso del escritor colombiano, ochenta metros apenas de distancia: los Vargas Llosa se instalaron en la calle Osio número 50, para estar a tiro de piedra de los García Márquez, quienes llevaban dos años viviendo en la calle Caponata número 6: poco más de cien pasos mediaban entre ambos.

     —Gabriel es Dios —le dijo Mario a Patricia—. Quiero vivir cerca de Dios. Quiero verlo todos los días.

García Márquez se levantaba temprano, llevaba a sus hijos caminando al colegio inglés Kensington, en el barrio de Sarrià, a pocas cuadras de su casa, y luego, al volver, se ponía un overol azul, un mono de obrero mecánico, y se sentaba a escribir El otoño del patriarca. No era fácil escribir algo que estuviera a la altura de Cien años de soledad, y a veces pensaba que debía esperar cinco, diez años sin publicar nada, porque temía decepcionar a los lectores y a la crítica, tras haber dejado tan alto el listón. Vargas Llosa le decía que Cien años de soledad era la mejor novela publicada en lengua española en todos los tiempos, mejor incluso que El Quijote, y por eso acometió con entusiasmo la escritura de un ensayo desbordado de alabanzas sobre aquella novela, titulado Historia de un deicidio.

***

A García Márquez le estaba costando un trabajo brutal escribir un párrafo, dos párrafos cada mañana. Debía igualar o superar su último título y eso lo abrumaba. Cuando se sentaba a escribir El otoño del patriarca, pensaba principalmente en el dictador venezolano Juan Vicente Gómez, pero también en Pérez Jiménez, en Somoza, en Rojas Pinilla: la imagen que más poderosamente lo subyugaba era la de un dictador viejo, decrépito, solo, solísimo, que tenía en el jardín unas jaulas con animales salvajes y otras con sus enemigos políticos, y a todos les daba de comer cada mañana, arrojándoles frutas, carne cruda, pedazos de queso y pan. Mientras tanto, cada mañana, a media cuadra, Vargas Llosa, muy serio, muy concentrado, avanzaba en una novela humorística ambientada en la selva peruana, con la ilusión de hacer reír a García Márquez y a Mercedes, una manera de rendirle homenaje, de decirle que lo consideraba el más grande de sus maestros, aún más que Flaubert o Dumas, su más fantástica y divina inspiración, un Dios con bigotes y mono azul que fumaba marihuana colombiana y cantaba vallenatos a punto de lagrimear.

Nada hacía presagiar que empezarían a distanciarse un año después de la llegada de los Vargas Llosa a Barcelona. Se pelearon por razones políticas, por culpa de la dictadura cubana. Fidel Castro ordenó el arresto en La Habana de un poeta, Heberto Padilla. De paso por París, Vargas Llosa escribió una carta dirigida a Fidel Castro (comenzaba diciendo “Querido Fidel”), en la que decía que “los abajo firmantes, solidarios de los principios y objetivos de la Revolución Cubana” expresaban su preocupación por el arresto de Padilla, pues pensaban que “los métodos represivos contra los intelectuales y escritores que han ejercido el derecho a la crítica no pueden sino tener una repercusión profundamente negativa entre las fuerzas imperialistas del mundo entero”, para concluir diciendo que en América Latina la revolución cubana era “un símbolo y una bandera”. Vargas Llosa escribió ese comunicado, dirigido a su “Querido Fidel”, pidiendo la liberación del poeta Padilla. De inmediato lo firmaron, en París, los escritores Juan Goytisolo, Julio Cortázar, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jorge Semprún, Plinio Apuleyo Mendoza y Carlos Fuentes, así como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Susan Sontag, entre otros. Pero faltaba la firma de García Márquez. Sin ella, la carta estaría coja, incompleta: Gabriel era el gran genio y mago mayor de los escritores latinoamericanos, al punto que la agente Balcells solía decir:

     —Vargas Llosa es el primero de la clase, pero Gabo es el genio.

Como García Márquez no contestaba el teléfono (se había ido a Perpiñán con Mercedes y los Feduchi a ver buenas películas que no podían verse en Barcelona, porque eran censuradas por los comisarios de la dictadura franquista), Plinio Apuleyo Mendoza anunció, eufórico, extranjero a toda duda:

     —Yo firmo por él. Yo a Gabito lo conozco mejor que su esposa. Yo sé que él firmaría esta carta.

     —¡No firmes nada! —le gritó por teléfono Carmen Balcells a Vargas Llosa, al leer la carta—. ¡No te metas en ese lío político! ¡Te recuerdo que eres un escritor, no un político!

     —Tengo el deber moral de pronunciarme, Carmen —dijo Vargas Llosa.

     —¡Tu deber moral es ser un buen escritor! —lo riñó Balcells—. ¿No te das cuenta de que cuando haces política te haces daño como escritor?

Pero Mario no le hizo caso, firmó la carta y la publicó al día siguiente en un diario francés, firmada también por García Márquez: Plinio Apuleyo Mendoza, su íntimo amigo, con quien había trabajado como reportero en Cartagena, en Barranquilla, en Bogotá, en Caracas, en Nueva York, con quien había recorrido la Europa comunista en un coche desvencijado, firmó también por García Márquez.

Portada de de 'Los genios', novela de Jaime Bayly. (Galaxia Gutenberg)

     —¿Qué carajos has hecho? —le gritó por teléfono García Márquez a Plinio, al día siguiente, al ver su nombre entre los firmantes de la carta de los intelectuales a Fidel Castro—. ¿Quién te has creído para hacerme firmar esa carta, sin consultarme?

     —Pensé que estarías de acuerdo, Gabito —dijo Plinio, azorado—. Perdóname. No tuve mala intención.

     —¡Te ordeno que retires mi nombre ahora mismo! —lo reprendió Gabriel—. ¡Y que digas a la prensa que tú firmaste por mí, sin mi consentimiento, y que yo desapruebo esa carta!

     —Perdóname, Gabito. Mil disculpas.

     —¡No sabes nada de política, Plinio! ¡Y tampoco de literatura! ¡Qué tristeza verte convertido en adulón de Vargas Llosa!

Plinio se quedó en silencio, avergonzado del modo en que había abusado de su amigo de toda la vida.

     —¡Son todos unos imbéciles! —continuó García Márquez, exasperado—. Si querían que Fidel deje en libertad a Padilla, me hubiesen llamado, y yo hablaba con Fidel y lo convencía de soltarlo. ¡No conocen a Fidel! ¡Ahora no lo soltará ni a cojones! ¡Fidel sabe de política y de literatura más que todos ustedes juntos, los firmantes de esa jodida carta!

Cuando Plinio le contó a Vargas Llosa que García Márquez había estallado en cólera y ordenado retirar su firma, Mario sintió una profunda decepción. Al día siguiente, Plinio y Mario anunciaron que García Márquez no había firmado la carta y borraba expresamente su firma, pues estaba en desacuerdo con ella. También Julio Cortázar, en París, expresó su desavenencia con el comunicado. Desde entonces, Vargas Llosa se distanció de García Márquez y Cortázar. Siguieron siendo amigos, viéndose a menudo en el apartamento de la calle Caponata, pero preferían no hablar de política, pues Gabriel defendía a Fidel y creía que Mario políticamente era cándido, ingenuo, incapaz de matices, binario, maniqueo. Un mes después de la famosa carta, Fidel Castro liberó a Padilla, solo para que este, en una confesión patética, montara en escena un acto de contrición, diciendo que era “un vulgar contrarrevolucionario”, que “he sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual nunca me cansaré de arrepentirme” y que “no he estado a la altura de la revolución”. Entonces, decepcionados, los Vargas Llosa dejaron de ir a La Habana para rendir pleitesía a Fidel Castro, aunque los García Márquez no interrumpieron su pública admiración por el dictador cubano. En privado, Vargas Llosa lamentaba que Gabriel se hubiese convertido en cortesano de Castro, en lacayo de Castro, pero no se lo decía cara a cara al escritor colombiano, de eso preferían no hablar.

Cuando Vargas Llosa, tres años después de aquella carta a Fidel Castro que trazó una línea en la arena y dividió a los escritores hispanoamericanos de un modo que con el tiempo resultaría definitivo, unos todavía apoyando a Castro, invocando razones de amistad, de lealtad, otros condenándolo en público, diciendo que había traicionado los principios de la revolución, anunció que se marchaba con su familia de Barcelona para vivir en Lima, los García Márquez no dudaron en asistir a la fiesta de despedida que organizó Carmen Balcells en la célebre discoteca Bocaccio, que había reunido, en aquellos años espléndidos del boom literario latinoamericano, a las voces más originales, potentes y lujuriosas de la literatura en español, y a sus padrinos y escuderos, incluyendo, por supuesto, a García Márquez y Vargas Llosa, pero también a Carlos Fuentes, a Jorge Edwards, a José Donoso, a los hermanos Juan y Luis Goytisolo, al editor Carlos Barral, a la editora Beatriz de Moura, al editor Jorge Herralde, a Juan Marsé, al poeta del sombrero Pere Gimferrer, al mítico editor José Manuel Lara, de la editorial Planeta, que les ofrecía millones de pesetas a García Márquez y Balcells si este fichaba con Planeta. Aquella noche en Bocaccio, embriagado y chispeante de beber la mejor champaña, García Márquez le dijo a Vargas Llosa, que solo tomaba un whiskey y solo uno:

     —No te vayas a Lima, hermanito. Tú mismo me has dicho que en Lima la gente se acojuda.

Vargas Llosa se rio, desafiante:

     —No te preocupes, Gabriel, no me voy a acojudar.

     —Si te arrepientes, nos vamos todos a Londres —dijo Gabriel.

     —¿Y qué vamos a hacer en Londres? –preguntó Vargas Llosa.

     —La egipcia y yo nos vamos a Londres en unas semanas —dijo Gabriel—. Es un secreto. Nos vamos a aprender inglés.

     —¿Con Rodrigo y Gonzalo? —preguntó Mario.

     —No, ellos se quedarán acá, con los Feduchi –dijo García Márquez–. No quieren venir a Londres.

     —Estupendo –dijo Mario–. Si Lima me trata mal, nos veremos en Londres.

Al día siguiente, solo una diezmada población de aquella fiesta en Bocaccio acudió, con severa resaca, al puerto de Barcelona, a despedir con abrazos a los Vargas Llosa, que se marchaban con sus niños, su guagua Morgana y sus libros a vivir en Lima, donde seguramente serían felices con muchas criadas: allí estaban Carmen Balcells, Jorge Edwards y Gabriel García Márquez con su esposa Mercedes. Al abrazar a Mario por última vez, Gabriel le dijo:

     —No te vayas, hermanito. Tengo una mala premonición. Algo malo va a ocurrir de un momento a otro.

Ya Susana Diez Canseco, la joven modelo, la niña terrible, la niña mala, estaba en el barco: al registrar sus valijas, había divisado a lo lejos a Vargas Llosa y pensado:

     —Qué divertido viajar con este genio.

     —Quédate en Tenerife —siguió García Márquez—. Bájate allí —añadió, pues el barco Rossini, de bandera italiana, haría escala en Santa Cruz de Tenerife, antes de cruzar el Atlántico y dejar en el Callao, puerto de Lima, a los Vargas Llosa.

Olvidando sus diferencias políticas, dejando de lado los reparos éticos que a veces hacía a la conducta pública de García Márquez, pasando por alto el fastidio que a menudo le causaba su amigo colombiano por payasear tanto, Vargas Llosa abrazó en el puerto a García Márquez, al Dios lujurioso del bigote cantinero y las medias de distintos colores, sin saber que aquella sería la última vez que se abrazarían, sin imaginar que, dos años más tarde, en un cine de la capital mexicana, le daría una trompada en la nariz, derribándolo, dejándolo sin conocimiento, al tiempo que le decía, envenado por el rencor:

     —¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!

AQ

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