Gastón Lafourcade, el mejor clavecinista de la cuadra

Música

En sus 89 años, presentamos una entrevista con el pianista, clavecinista, organista y pedagogo (Angol, Chile, 1935), quien llegó a México debido al golpe militar en su país; aquí ha continuado su labor docente y artística.

Gastón Lafourcade, músico chileno radicado en México. (Cortesía)
Beatriz Zalce
Ciudad de México /

Pianista, clavecinista, organista y pedagogo, Gastón Lafourcade Valdenegro (Angol, Chile, 1935) cumple 89 años. En más de medio siglo ha construido decenas de clavecines y clavicordios. Desde hace 30 años, para desestresarse, fabrica barcos a escala. Son cuatro sus hijos, entre ellos Natalia, cantante, compositora y actriz, y Gastón Amadeo, pintor hiperrealista. Junto con su esposa, Susana Avendaño, es fundador de la Academia de Música Santa Cecilia en la ciudad de Querétaro, donde residen.

En septiembre de 1973, tras el golpe militar contra Salvador Allende, Gastón salió de casa. Llevaba lo puesto y, en una bolsa de compras, su pipa, su flauta y cepillo de dientes. Más de mil recuerdos quedaron atrás. Se dirigió a la embajada de México donde lo aguardaba su compañera de entonces, la bailarina mexicana Rosa Bracho. No militaba en ningún partido, pero el hecho de que a su casa llegaran jóvenes, como Roberto Escudero, que habían participado en el movimiento estudiantil de 1968 lo hacía sospechoso.

Cuando Gastón tenía un año de edad, la familia se instaló en las afueras de Santiago, en el barrio de La Reina, donde estaban avecindados Pablo Neruda y los Parra, Violeta, la cantante y folklorista, y Nicanor, el antipoeta. En ese ambiente crecieron los cinco hermanos Lafourcade Valdenegro. Enrique, el mayor, se inclinó por las letras. Se hizo escritor, crítico literario, agitador cultural y periodista. Gastón, el menor, fascinado por los sonidos de objetos como lápices y botellas, supo que lo suyo era la música como la que salía del acordeón de su abuelo.

Una fotografía en el libro Una infancia para toda la vida, escrito a cuatro manos por Dominique Lafourcade y Bryan Alviárez Vieittes, muestra al joven Gastón tocando el piano en la sala de la casona de Paula Jaraquemada 115. Ahí donde las flores y los árboles crecían, donde los huertos eran generosos en ciruelas rojas y negras, mandarinas y naranjas.

Estudió piano y órgano en el Conservatorio Nacional de la Universidad de Chile al tiempo que empezó a dar clases. Se volvió el organista titular de la Basílica de la Merced y, en 1965, desempeñó ese mismo cargo en la Iglesia Luterana de Ñuñoa. Con mucho sentido del humor, Lafourcade desaconseja a sus alumnos actuales aspirar a ser organistas pues considera que en México hay menos órganos que en Europa: “pero tienes que lidiar con los curas y ése es otro cuento”. Sin embargo, en 1970 fundó y dirigió la Asociación de Organistas y Clavecinistas de Chile.

—Maestro, ¿y su primer clavecín?

—Un amigo me prestaba el suyo. Yo no podía importar uno, ni comprarlo. Una señora me pidió que le arreglara el que tenía. Conocía bien el mecanismo, luego lo desarmé con la idea de construirme uno; hice planos, copié cada tecla lo que me costó mucho trabajo e hice mi primer clavecín. Quedó muy bonito, pero no se oía bien: no sonaba como clavecín. El problema estuvo precisamente en no hacer un molde para todas las teclas. Era parte del ensayo, error, ensayo, error…

“A inicios de los años 70 hice otro. Ya con experiencia. Tardé un año y medio. Pude tocarlo en un concierto en el Liceo Manuel de Salas a fines de agosto de 1973.”

Fue una de las tantas cosas que dejó cuando salió de Chile y se asiló en México. Al paso de los años pudo recuperarlo y lo regaló a su hija Natalia cuando ésta cumplió quince años.

—El piano no es descendiente del clavecín —explica el Maestro—. Son tan distintos como lo pueden ser una marimba comparada con una guitarra. El piano se percute y el clavecín se tañe. En la Biblia se habla de un salterio, ése sí es el antepasado del clavecín. Es costumbre que lleve una inscripción en latín: “Solo a la gloria de Dios”, “La música acompaña a la alegría y al dolor”.

Los hechos por Lafourcade no se apartan de la tradición. El que toca actualmente reza: “Qui me tangit avdip vocem meam” (Quien me tañe escucha mis voces). Lo construyó en el año 2002 basándose en los planos de un instrumento holandés del siglo XVI. Usó únicamente maderas mexicanas. Le agregó notas para poder interpretar todo el repertorio barroco. Tiene 62 teclas. De sus manos ágiles a pesar de la inflamación de algunas articulaciones brotan Bach y Couperin, Corelli, Vivaldi, Rameau y, por supuesto, Domenico Scarlatti. Su instrumento favorito pesa alrededor de 70 kilos y se transporta mucho más fácilmente que un piano.

Desde muy joven a este hombre, cuyo físico delgado y de barba en candado recuerda un poco a Don Quijote, le gustaba trabajar la madera y hacer juguetes para sus sobrinos: trompos, papalotes y carromatos para que los niños se deslizaran por las laderas de los cerros. Su sobrina Dominique, hija mayor de Enrique Lafourcade, y autora de dos tomos de memorias, recuerda que su padrino metía objetos en botellas.

—Eran los primeros intentos de barcos —dice ella.

—Era muy intruso —explica él: —me gustaba meterme a averiguar cosas, cómo funcionaban o qué sé yo. Muy niño desarmé un reloj. Según esto le iba a sacar la cuerda para ponérsela a un barquito. Luego no lo supe armar el reloj, un reloj bien bonito. Estaba descompuesto y seguramente tenía remedio…

El autor de Carta a la música y el clavecín presenta sus barcos con el mismo orgullo que lo hace con sus familiares. “Aquí está La niña. Ésta es La Pinta”.

En su taller de carpintería las herramientas ocupan un lugar destacado. Son instrumentos de trabajo, pero de tan bien alineadas resultan decorativas y compiten con la hermosa vista del ventanal.

—Se va uno llenando de herramientas. Se vuelve casi un vicio, una adicción. Cuando entro a una tienda me preguntan: ¿Cómo qué anda buscando? No ando buscando: ando encontrando.

“Dominique me trajo de Europa unos planos a escala, de las carabelas; me estoy guiando con eso y de ahí saco plantillas. La mayoría de mis barcos son casi a escala”.

Ella ríe: “Hay unos fanáticos en algunos países. Una empresa italiana hace planos muy detallados. Tiene de todos los barcos históricos”.

Y como si de un divertimento se tratara el Maestro hizo un pequeño clavecín, con todas las de la ley. En él está escrito: MVSICAE LAETITIAE COMES EST. A su alrededor hay barcos, carabelas, galeones, fotos familiares y pinturas de Gastón Amadeo que su padre describe como “bien locas, pero interesantes. Son pinturas que no te dejan indiferente. Te mueven por dentro”. Por su temática y manufactura hacen pensar en Arturo Rivera. Una de ellas muestra a una anciana vista desde arriba, con las manos unidas para rezar.

Sobre el piano hay retratos en blanco y negro realizados a partir de fotos de los abuelos. Llama la atención un cuadro con la figura de Gastón Lafourcade rodeado de aves. Tiene los brazos abiertos, las manos abiertas. Casi a manera de cinturón tiene un pentagrama con una partitura de Bach. Lo rodean cuatro aves. Una bien podría ser un albatros, un albatros baudelairiano. Ese retrato se usó para la portada de su primer disco: Qui me tangit audit vocem meam. Frase inscrita en una antigua campana.

Pero de la misma manera que gusta de la construcción de barcos, desde muy joven se ha dedicado con amorosa paciencia y paternal disciplina a la construcción de músicos a través de su labor docente. Ana Julia Castillo MartínezVíctor Emilio Mendozai y Víctor Emilio Mendoza, actualmente sus alumnos, son prueba de ello. El Maestro los ha invitado para que toquen y conversen con Laberinto. Ambos empezaron a estudiar piano muy niños antes de ser alumnos de Susana y Gastón. Sus manos han ido creciendo, pero sobre todo adquiriendo flexibilidad. Bromean: lo importante es tener cinco dedos en cada mano. La conversación se vuelve concierto. Bach se impone: Las invenciones. Luego Debussy: Gradualmente al Parnaso y Canción de cuna para los elefantes. Pasan de Chopin a Brahms, del piano al clavecín. Bajo los instrumentos hay refractarios con agua. Los instrumentos, al igual que las personas, padecen el calor y la resequedad del ambiente queretano.

Víctor, quien está empezando sus estudios de Ingeniería, tiene preferencia por la música impresionista y está leyendo La peste de Albert Camus. Gastón recomienda escuchar mucha música. Tanta como sea posible. Poner atención a compositores mexicanos como Federico Ibarra, Mario Lavista. Y leer, leer mucho. ver pintura. Embeberse de arte, escucharlo, verlo para expresarlo mejor.

La joven Ana todavía no sabe qué va a estudiar, pero tiene claro que no quiere dejar la música. La descubrió a los cinco años. Hace poco ofreció su primer concierto en el Teatro de la Ciudad.

La mesa está puesta en casa de los Lafourcade Avendaño. Sobre un colorido mantel mexicano se dispone un platón de ceviche de camarón, ensalada de papas, otra ensalada de pepino y jitomate, un flan napolitano, una botella de vino afrutado, fresco y dulce. A sus ocho años Demian, el nieto de Gastón es todo oídos y se ríe cuando le oye decir al abuelo: “Te puedo asegurar que soy el mejor clavecinista de la cuadra”.

AQ

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