Uno puede verlos en cualquier café o restaurante de barrio. A veces están alineados en mesas grandes, una tarde de un día de semana. Hace tiempo han dejado de ir a oficinas, de cumplir con horarios, de soportar a sus jefes y supervisores. Los más afortunados cuidan a sus nietos, de vez en cuando. Tienen entre sesenta y ochenta años, y mientras esperan una próxima cita con algún médico, se olvidan de sus problemas de salud conversando sobre la situación del país, con frecuencia proponiendo soluciones sumarias. En suma, pierden el tiempo maravillosamente bien.
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Perder el tiempo es un derecho bien ganado porque también es recuperarlo. Recuperar el derecho a conversar, a tomar un café gracias a las pensiones magras de la jubilación y las recompensas enormes del tiempo libre. Algunos de ellos hacen deporte, al menos caminan por el barrio, y también buscan ejercer el buen humor que es otra forma del deporte saludable. Sus hijos se han ido de la casa y, con frecuencia, del país. Extrañan a los hijos y a los nietos, pero se conforman y contentan con los amigos y los parientes, según el caso.
Es una generación que vivió las ilusiones de los revolucionarios de los años sesenta, que conoció a quienes estaban dispuestos a dar la vida por una causa, la que pensó que vivía en un país capaz de transformar sus estructuras. Han perdido la fe pero no del todo la esperanza, pensando que hay todavía un camino hacia la caridad, en alguna de sus formas. El desencanto es un largo aprendizaje.
Al hablar de este grupo de edades, es decir los nacidos entre la década del cincuenta y del sesenta, el ensayista Jonathan Pontell subraya que se trata de un grupo de personas educadas en el idealismo social, que se estrelló contra el narcisismo, el individualismo y las crisis de los años setenta y ochenta. Un ejemplo que se pone de ese idealismo pertinaz es el de Barack Obama, nacido en 1961.
Es la última generación que en algún tiempo remoto conoció la máquina de escribir, el teléfono en casa con un dial y dos o tres canales de televisión. Escuchaban melodías optimistas como el mambo número ocho, los boleros y el rock de Elvis o de The Beatles. Por entonces, había una idea del futuro, sin pandemias o calentamientos globales. Pero cuando vino el desencanto, cuando los gobiernos mostraron sus limitaciones y desastres, todos siguieron adelante con sus vidas, persistiendo de algún modo por vocación. La mayor parte recibió una educación severa de sus padres pero, con el desarrollo de las nuevas teorías sobre la autoridad, y los consejos de la psicología, han sido muy tolerantes con sus hijos. Muy bien, libertad para todos.
Ahora, en los cafés, recuerdan también aquellas noches de fiesta, entre cervezas y brindis, del pasado. Hoy brindan con tazas de té, de café cortado, y están convencidos de que los trabajos libres a los que se dedican (una huerta, un jardín, una colección de algo), son suficientes para seguir, por ahora. Están agrupados en sus trincheras, y allí nos vemos.
AQ