Gestos: ¿lágrimas en la lluvia?

Personerío

"¿Cómo se movían, cómo miraban, cómo andaban, cómo miraban Sócrates o Cleopatra o Jesucristo o Cortés o Cuauhtémoc?", se pregunta José de la Colina.

La típica heladería Coppelia. (Wikkimedia Commones)
José de la Colina
Ciudad de México /

Cuando filmaba Tierra de faraones, su único filme “histórico”, a Howard Hawks se le planteó el problema de cómo harían los actores los gestos cotidianos de los antiguos egipcios, o al menos los de un faraón. Y es que si hubo millones y millones de personas completamente anónimas y transitorias, sin calidad de personajes, cuyos gestos pasaron por los siglos como aun más leves “lágrimas en la lluvia”, tampoco sabemos de la gestualidad de los personajazos de la Historia antes de ser inventado el cine. ¿Cómo se movían, cómo miraban, cómo andaban, cómo miraban Sócrates o Cleopatra o Jesucristo o Alejandro o Cortés o Cuauhtémoc o el doctor Johnson o Napoleón...?

No conozco tratados o historias de la gestualidad humana, pero recuerdo a escritores que han querido captar y fijar los grandes o pequeños gestos de seres reales o imaginarios. En el desorden en que llegan a mi memoria, van algunos ejemplos.

Garcilaso, en un soneto, lee un gesto de la amada como signo de una caligrafía y dice: “Escrito está en mi alma vuestro gesto/ y cuanto escribir de vos deseo,/ vos sola los escribisteis, yo lo leo/ tan solo, que aun de vos me guardo en esto”.

Lichtenberg registró 62 maneras de apoyar la cabeza en la mano y describe un gesto del célebre actor Garrick, que en 1775 representaba a Hamlet en un teatro de Londres: “Solemnemente mira de lado hacia el suelo y luego retira del mentón la mano derecha (pero, si recuerdo bien, el brazo derecho continúa apoyado en el izquierdo) y pronuncia las palabras To be or not to be en voz muy baja, pero, gracias al admirativo silencio del público, es oído por todos”.

Manuel Machado destaca el gesto (¿o pose?) espiritual (¿o sólo elegante?) de un hidalgo anónimo pero glorificado por el pincel del Greco: “En un gesto piadoso y noble, y grave,/ la mano abierta sobre el pecho pone,/ como una disciplina, el caballero”.

Y… ¿se me permite ofrecer un recuerdo mío?

En el verano de 1963, en La Habana, en un gran restaurante de mariscos que poco después sería la heladería Coppelia, los argentinos Mario Trejo (poeta y globetrotter), Laura Yusén (bailarina y poeta) y mi esposa María y yo, comemos “ruedas de atún” (un raro lujo entonces en Cuba, donde, si algo se podía masticar, casi no se podía comer y mucho menos paladear). Al establecimiento recién inaugurado llegan los comandantes Ernesto Guevara y Raúl y Fidel Castro. Rodeados de miradas y respetuosos cuchicheos, se sientan en una mesa cercana a nosotros y comen y discuten acerca de la dudosa “calidad revolucionaria” de una película checa o de la partida de beisbol que habrán jugado en Alamar. Cuando Guevara, desdeñando la servilleta de papel, se limpia los labios con la manga del uniforme (gesto tal vez adquirido durante la guerrilla en Sierra Maestra), Laura, bella y fina bonaerense bien educada, a quien acaso sorprende y avergüenza ese ordinario gesto en un afamado compatriota, le dice a Trejo:

      —¡Pero… mirá a Guevara, qué modales!

      —Y, bueno, Laurita, perdoná —susurra Mario—, pero has de saber que un revolucionario lo es en todo, hasta en el modo de comer los alimentos terrestres.

ÁSS

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