A Góngora no lo querían mucho en su época. Uno de sus contemporáneos, Francisco de Rojas Zorilla, hace decir a un personaje sobre una noche cerrada: “Está hecho un Góngora el cielo, más oscuro que su libro”.
A mí me vienen últimamente a la cabeza aquellos gongorinos versos de: “Traten otros del gobierno del mundo y sus monarquías, mientras gobiernan mis días mantequillas y pan tierno, y las mañana de invierno naranjada y aguardiente, y ríase la gente”, porque cada vez me aburren más las conversaciones sobre política.
Pero más que a Góngora, hoy estaba recordando a Hortensio Félix Paravicino, un sacerdote que, además de tener retrato pintado por el Greco, era conocido en su época como el “Góngora del púlpito”.
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De un sermón suyo, oscuro como la noche, tomo unas líneas en las que pierdo el significado: “Que ni la damería de una mujer aventura toda la honra, ni la galantería del señor ensangrentó el poder, que lo más de una amistad para en la conversación, que no es ser ángel, ser hombre, que pecados son de flaqueza gustar de ver una buena cara, no es vender a Dios, ni vos tenéis tratos ni contratos, es palabra de los flacos, ni gobierno la República, ni penden de mí los errores o aciertos de ella, no son muy gruesas, ni de escándalos los cordeles sueltos, o las hebras del cordel…”.
Para parodiar gente así, el religioso José Francisco de Isla publicó la novela Fray Gerundio de Campazas.
No dejaban de ser tiempos en que los curas recibían educación en asuntos retóricos, teológicos y literarios, y se daba entre ellos una competencia para ver quién ofrecía los mejores sermones. Los malos oradores podían quedarse con poco público; los flamígeros, al estilo Savonarola, llenaban las catedrales con sobrecupo.
Se publicaban antologías, llamadas “homiliarios”, con dignos sermones de buenos oradores, para que curas con menos luces los tomaran como guía, a veces aproximándose al plagio. Son famosos los de San Agustín, fray Luis de Granada y el propio José Francisco de Isla.
Ahora el papa Francisco declaró que las homilías son un desastre y hay que hacerlas durar apenas ocho o diez minutos. Le doy la razón. En mi pasada vida de católico, la santidad se alcanzaba con el martirio de asistir a misa para escuchar a un monótono cura balbucear obviedades. El problema no era la duración, sino la falta de sustancia y de talento. Dejé de ir a misa porque los curas me hacían perder la fe. Comoquiera la perdí.
Es una lástima, pues el cristianismo es cosa apasionante. El alma se empobrece cuando deja de creer en cosas fantásticas, como el cielo y el infierno, la resurrección o los embarazos vírgenes, o que Diosito me está mirando cuando escribo esto, y a usted, mientras lo lee.
AQ