En la creación contemporánea todo está recompuesto y entreverado porque el arte moderno comprendió que el rigor de la claridad es poliédrico, alterno, discontinuo. Las intuiciones captan la persistencia del tiempo y el espacio, pero también recogen los trocamientos inevitables en el centro de las cosas y de nosotros mismos. El paso de un sentido a otro es libre, aunque un instante después ya es necesario. Por eso podemos decir: las manos hablan, los ojos escuchan y los oídos engendran imágenes al alcance de la mirada.
No es una novedad de nuestra época. Al traducir y recrear Amores de Ovidio, Christopher Marlowe escribió estos versos:
“Palabras mudas hablan en mis ojos,/ en vino oirás los signos de mi mano”. Sor Juana Inés de la Cruz dijo lo mismo, pero mucho más sintéticamente: “Óyeme con los ojos”.
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Al recorrer, primero, las salas de la exposición con las obras fotográficas de Graciela Iturbide y, después, al pasar y repasar las páginas del libro Cuando habla la luz (Citibanamex, España, 2018), empecé a oír con los ojos y advertí un relato instantáneo hecho de densos años instantáneos que habían transformado la facultad de la vista en una resonancia de complejos blancos múltiples y sombras congeladas.
¿Qué significado vemos en este relato? Pienso que de manera esencial encontramos la sonora voz muda del rostro de México y la honda huella de luz del desamparo. En el retrato Desierto de Sonora, la cara de una joven hermosa, que hace pareja con el retrato de Angelita y con la efigie de Manuel, nos enfrenta con la vieja cara rocosa que mira hacia delante desde hace siglos, tal vez milenios. Es un rostro absoluto. Reverbera sin alterarse. Cuando lo vemos no es posible continuar andando. Ese rostro inmóvil nos inmoviliza. Y luego, cuando ya hemos pasado a otras fotografías, como por ejemplo Magnolia, el muchacho-muchacha que nos muestra su vestido extendiendo la enagua con una mano y la leve sonrisa bajo el sombrero charro, volvemos a sentir la cara de piedra que nos ilumina. Y entonces ya no sólo oímos y hablamos con los ojos sino que tocamos, en una quietud desconocida, a esos seres remotos y actuales de la fotografía de Iturbide. Pienso ahora que ese rostro es el rostro Único de la escarpada y expresiva faz humana. Por eso hay tanta armonía entre los retratos hieráticos y los rostros perpetuados en una bella careta laqueada —otra versión de la máscara griega—, como vemos precisamente en la imagen de la portada del libro, Carnaval. Es interesante pensar la semejanza o diferencia entre las imágenes de México y las de otros países (Estados Unidos, India e Italia): creo que las de México están fuera del tiempo y cifran algo enorme; en cambio, las de otros sitios solo son hermosas.
En una antología de poesía universal contemporánea, donde todas las obras tendrían que rimar con nuestro tiempo y, a la vez, trepidar con las imágenes primarias que aún engendran imágenes, no podría faltar la fotografía de Graciela Iturbide.
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