La novela perdida de Céline

En portada

Laberinto adelanta un fragmento de Guerra, la novela del escritor francés que salió a la luz en 2020.

Louis-Ferdinand Céline en 1955 (Foto: Izis Bidermanas)
Louis-Ferdinand Céline
Ciudad de México /

Encerrada dentro de mi cabeza*

Debí de permanecer ahí una buena parte de la noche aún. Con la oreja izquierda bien pegada al suelo, ensangrentada, y la boca también. Entre la noche y la tierra, se extendía un inmenso ruido. Me quedé dormido en medio de ese ruido, cayó una lluvia, muy tupida. Al lado, Kersuzon estaba tendido bajo el agua, pesadamente. Moví un brazo hacia su cuerpo. Lo toqué. Con el otro ya no podía hacerlo. No sabía dónde estaba el otro brazo. Se había elevado muy alto, se arremolinaba en el aire, luego caía y me jalaba el hombro, justo en la carne viva. Con cada tirón, me hacía gritar, era peor y peor. Después lograba hacer menos ruido, pero mi chillido persistía, entre el horroroso bullicio que me hacía estallar la cabeza, desde dentro, como un tren. De nada servía oponerse. Por primera vez desde que me encontraba hundido en esa melaza de obuses que pasaban zumbando, logré dormir entre tanto ruido, sin perder conciencia del todo, es decir, siempre en el horror. Con excepción de las horas que duró mi operación, jamás volví a perder conciencia por completo. Continúo durmiendo así hundido en un ruido atroz desde diciembre de 1914. Atrapé la guerra en mi cabeza. Ahí sigue encerrada.

Bueno. Como decía, en plena noche, me volteé bocabajo. No dolía tanto. Aprendí a distinguir los ruidos de afuera y los ruidos que nunca más me dejarían. Si era cosa de sufrir, el dolor también lo saboreaba de lleno en el hombro y la rodilla. Aun así, me puse en pie de nuevo. Tenía hambre a pesar de todo. Giré para mirar a mi alrededor en ese cercado donde acabaron con el suboficial Le Drellière y el convoy. ¿Dónde podría andar aquel ahora? ¿Y los demás? Habían pasado horas, una noche entera y casi un día desde que vinieron a aplastarnos. Al final solo éramos pequeños montículos en la cuesta y en el vergel, donde también humeaban, chisporroteaban y se quemaban lentamente nuestros coches. Ahí seguía carbonizándose el gran furgón y del carro de forraje ya casi no había nada. No reconocí al ayudante que estaba al centro. Más lejos entre las cenizas vi uno de los caballos que llevaba algo detrás, parecía un pedazo de pértiga, se quedó pegado contra la pared de la granja que acababa de desplomarse en añicos. Debieron de regresar, de lanzarse galopando entre los escombros durante pleno bombardeo cuando les apuntaban con la metralleta. Había trabajado bien ese Le Drellière. Permanecí en cuclillas en el mismo sitio. Solo había frente a mí un fango de obuses bien triturado. Por lo menos lanzaron doscientos en aquel momento. Había muertos aquí y allá. El tipo que traía el morral de provisiones estalló como una granada, nunca mejor dicho, desde el cuello hasta medio pantalón. Incluso en su barriga dos ratas plácidamente se zampaban ya el pan duro de su morral. El cercado olía a pura carne podrida y a quemado, pero cómo apestaba esa pila donde se amontonaban unos diez caballos despanzurrados. Hasta ahí llegó su galope, suspendido de repente por una bomba, o tres, a dos metros.

Seguía sin saber qué pensar. Tampoco estaba en condición de pensar mucho. Aun así, pese al horror en el que me encontraba, todo a mi alrededor me irritaba y también ese estruendo de tormenta que acarreaba conmigo. A final de cuentas, parecía que nomás quedaba yo en esa maldita aventura. Ni siquiera estaba seguro de oír el cañón a lo lejos. Todo se confundía. Alrededor, vi pequeños grupos a caballo, a pie, que se alejaban. Cómo me hubiera gustado que fueran alemanes, pero no se acercaban. Seguro tenían algo mejor qué hacer en otras direcciones. Quizás les habían dado órdenes. Aquí debían de haberse agotado las batallas. En suma, tenía que arreglármelas yo solo para encontrar al regimiento. Pero ¿dónde pudieron haberse metido? Para pensar, aunque fuera un poco, tenía que recomenzar varias veces como cuando en el andén de una estación intentamos hablar y no dejan de pasar trenes. Solamente lograba concentrarme en un pensamiento a la vez, uno tras otro. De veras que es un ejercicio muy cansado. Ahora ya tengo práctica. Después de veinte años uno aprende. Dejé de creer en la soltura. Se me ha endurecido el alma, como un bíceps. He aprendido a hacer música, a soñar, a perdonar y, como ven, también a hacer bella literatura con trocitos de horror arrancados a ese ruido que nunca cesará en mí. Pero olvidémoslo.

En los escombros del furgón encontré conservas de carne. Habían estallado en el incendio, aunque para mí todavía estaban buenas. Pero traía una sed… Todo lo que pude comer con una mano estaba lleno de sangre, forzosamente la mía y la de los demás. Hacia la salida del cercado, busqué entonces un cadáver que todavía tuviera junto su aguardiente. Encontré un soldado que sí tenía, uno de esos dizque muy rápidos. En su abrigo tenía vino, dos botellas. Eran del bueno, de ese que tomaban los oficiales, seguro se las robó. Después me dirigí hacia el oriente por donde habíamos venido. No caminé ni cien metros y enseguida sentí que ya nada estaba en su sitio. Creía ver un caballo en medio del campo. Me quería subir en él y cuando me acerqué no era más que una vaca bien hinchada que llevaba tres días muerta. Y para colmo me cansaba. Comencé a ver piezas de armamento que seguro no existían. Ya no era lo mismo con mi oreja.

Pero seguía sin encontrarme un soldado de verdad. Caminé kilómetros y kilómetros. Bebí sangre de nuevo. Parecía que el ruido se me calmaba un poco en la mollera. De pronto vomité hasta vaciarme, la carne y las dos botellas enteritas. Todo daba vueltas. Carajo, Ferdinand, me dije. ¡No vas a estirar la pata ahora que has hecho lo más duro! Nunca había sido tan valiente. Y luego pensé en el morral, en todos esos furgones del regimiento saqueados y se triplicó mi dolor, me punzaba a la vez el brazo, la cabeza entera con ese horrible ruido cada vez más profundo y hasta la conciencia. Entré en pánico pues a fin de cuentas soy un buen chico. Me habría hablado en voz alta si la sangre se me hubiera dejado de pegar en la lengua. Por lo general, el miedo me da ánimos. Qué plana región esa —pero había que andarse con cuidado—, las zanjas eran traicioneras y muy profundas, llenas de agua, volvían el paso difícil. Había que desviarse todo el tiempo y terminaba uno en el mismo lugar. Me pareció oír el berrido de las balas. Aunque el bebedero donde me detuve sí existía. Con el otro brazo agarraba el que ya no se sostenía. Lo llevaba muerto a mi costado. Era una especie de gran esponja hecha con trapos y sangre a la altura del hombro. Si lo movía un poco, sentía que me moría de tanto que me dolía, atrozmente, hasta el fondo de mi vida, sin exagerar. Pero sentía que aún quedaba mucha vida dentro, defendiéndose, por así decirlo. Si me lo hubieran contado, nunca lo habría creído posible.


Traducción: Melina Balcázar.

*Titulo de la Redacción.

El regreso de Céline

Por Melina Balcázar

¿Cómo leer a Céline hoy? ¿Cómo leer a ese gran escritor incómodo, autor de una de las obras más revolucionarias de la literatura y, al mismo tiempo, de panfletos antisemitas? Tal es la pregunta que plantea la publicación de su relato inédito, 'Guerra', que colma un vacío en su saga autobiográfica, ese doloroso pasaje silenciado en el 'Viaje al final de la noche'. Probablemente escrito en 1934, veinte años después de su traumática experiencia durante la llamada Primera Guerra Mundial, este texto, junto con dos inéditos más —'Londres' y 'La voluntad del rey Krogold'—, y la versión completa de su novela 'Casse-pipe', fueron robados de su apartamento parisino, cuando tuvo que huir en junio de 1944, al momento de la liberación, debido a su cercanía con los alemanes. Céline siempre afirmó su existencia y lamentó su robo. Lo que parecía ser una más de las falsas pistas que tanto le gustaba sembrar se confirmó en junio de 2020 cuando el crítico teatral Jean-Pierre Thibaudat contacta a sus apoderados y les revela que tiene en su poder las cinco mil páginas extraviadas. Había prometido a quien se los confió nunca entregarlos a la viuda del escritor, Lucette Destouches, quien murió en 2019. Tras una breve batalla judicial, su editorial, la legendaria Gallimard, por fin puede sacarlos a la luz.

    Contrariamente a lo que suele ocurrir, 'Guerra' no es un texto menor o un esbozo más. Se trata de una pieza central que completa el rompecabezas literario que obsesivamente Céline se empeñó en construir a partir de su vida. Ahí narra a través de su personaje Ferdinand —alter ego entre ficción y realidad— sus heridas durante las batallas en el norte de Francia el 27 de octubre de 1914, cuyas secuelas sufrió sin cesar (migrañas y alucinaciones auditivas) y su larga convalecencia. Y esa es justamente una de sus originalidades: situar su testimonio en esa zona intermedia entre el frente y la retaguardia, el hospital militar y su tiempo suspendido.
          Más que narrar la guerra, el relato se concentra en dar cuenta de sus consecuencias, la manera en que destruye a los hombres. Pues la guerra no solo degrada los cuerpos; rompe el lenguaje, es decir, la posibilidad misma de vincularse con los demás. De ahí esa lengua fragmentada, amputada como millones de soldados, en extremo violenta que se sirve del argot popular y militar para desestabilizar las convenciones literarias. Pero sobre todo esa mirada implacable sobre sus compañeros de infortunio y sobre sí mismo. Ningún heroísmo ni clamor patriota anima su escritura. Céline decide situarse del lado de los cobardes y los locos y plasma el miedo que asediaba a los heridos de guerra, siempre al filo entre la medalla y el paredón. Cualquiera podía ser acusado de fingir o haberse automutilado para desertar. Arremete contra el cinismo y la estupidez de los oficiales del Estado mayor que condecoran a quien casi dejan morir, contra la incapacidad de la sociedad de escuchar el sufrimiento, la impotencia de los soldados, y que los mira dirigirse hacia la muerte en la indiferencia de su confort. Como lo confirma este inédito, la complejidad de sus ficciones, que encarnan esa lucha entre el instinto de vida y la pulsión de muerte, esa empatía suya por quienes colapsan y pierden la razón, hace que escapen a cualquier imaginario racistamente abyecto.
          Así, 'Guerra' nos muestra que un escritor es alguien que crea a partir de sus contradicciones. Ni santo ni héroe de los buenos sentimientos. Incómodo, en efecto, es Céline, pero ante todo profundamente humano.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.