A los 85 años, Harold Bloom es uno de los mejores críticos literarios de la actualidad, y es, también, uno de los más extraños. Pareciera a veces un apasionado guardián de las obras maestras de lo que hemos convenido es El canon occidental (título de su libro de 1994), reafirmando la preeminencia de Dante o Shakespeare (a quien atribuye, utilizando una hipérbole, “la invención de lo humano”) contra lo que él desdeñosamente llama la Escuela del Renacimiento, y critica a quien, desde su punto de vista, adopta una agenda política (“estalinismo sin Stalin”) a la hora de juzgar obras literarias, espulgando entre los libros evidencias de racismo, violencia de género y otros demonios sociales. “La literatura no es un instrumento de cambio o reforma social —afirma—. Es más un cúmulo de sensaciones humanas e impresiones, que no se reducen tan fácilmente a normas o formas sociales”.
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Bloom no tiene reparos en ubicar el origen de su gusto por leer obras creativas de autores geniales que te cambian la vida en la época en que vivía como un atolondrado niño que hablaba yiddish en el este del Bronx, cuando leyó por primera vez la poesía de William Blake y Hart Crane. Esta experiencia extática, escribió en su libro The Daemon Knows, dedicado a una docena de las mayores figuras de la literatura estadunidense, de Emerson a Faulkner, “transformó a un niño confundido en uno entusiasta y curioso, adepto a la apreciación estética”.
Además de obras sobre autores canónicos, Bloom también ha publicado libros idiosincráticos sobre lo que él llama, con algo parecido al entusiasmo, “la religión americana”: un amplio recuento de prácticas religiosas halladas en reportes de experiencias directas con lo divino, que no tienen ninguna relación, desde el punto de vista de Bloom, con las tradiciones europeas. “Partí de la reflexión en torno a lo extremadamente original de las expresiones planteadas por Emerson, Whitman, Melville y Dickinson —confesó en The Daemon Knows—, pero mi disertación entre lo más bien poco articulado de los devotos estadunidenses cambió mi punto de vista con respecto a Estados Unidos”. En The American Religion (1992), se admira del genio imaginativo de Joseph Smith, fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Un libro relacionado, Presagios del milenio (La gnosis de los ángeles, el milenio y la resurrección) (1996), es una respuesta empática a la tan extendida obsesión estadunidense por los ángeles guardianes, los sueños proféticos y las experiencias al borde de la muerte. El objetivo de Bloom no es desacreditar lo reportado en esas crónicas, sino elevarlo a la categoría de sugestión colectiva de extrema imaginación, “medir nuestros encuentros actuales con este fenómeno y compararlos con lo mejor que se ha experimentado y reportado sobre el tema en el pasado”. Coordinando su pasión por la experiencia religiosa con su entusiasmo por la poesía, Bloom sugiere que “estamos más dispuestos a dar crédito a cualquier manifestación angélica aquí y en el más allá cuando éstas las suscriben profetas, videntes, adivinos o grandes poetas”.
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Bloom se dio a conocer en 1973 con la publicación de The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry, que quizá sigue siendo su obra más conocida (entre sus casi 40 libros y cientos de textos de crítica literaria con los que ha colaborado para la editorial Chelsea House). Escrito en tan solo unos pocos días durante el verano de 1967, tras haberse recuperado de una crisis de la mediana edad, este libro aborda la aparentemente anticuada cuestión de la influencia literaria, que fue dominio, hasta Bloom, de cazadores de originales y anticuarios. Robert Frost satiriza este concepto de la siguiente manera:
Para entretener a la pandilla de los críticos
El poeta tiene que dejar una estela de huellas
Retazos maltrechos de los poetas que lo antecedieron.
Bloom descarta la fijación superficial en “la transmisión de ideas e imágenes de poetas de una generación a otra” buscando explorar en cambio la profunda competencia (o Agon) que prevalece entre padres e hijos (que analizó Freud) entre los escritores vivos y los intimidantes logros literarios del pasado. “Uno de los objetivos de esta teoría es correctivo —señaló Bloom—: dejar de idealizar la cuenta pendiente que hemos asumido que un joven poeta tiene con otro poeta mayor que lo ayudó a formarse”. Rechaza esta visión tranquilizadora y fraterna a la manera de Herman Melville: “Los genios, a lo largo de todo el mundo, se encuentran de pie mano con mano, y una descarga de reconocimiento pasa de uno a otro”. Bloom concede que los intercambios entre poetas de hecho implican altruismo. “Pero donde se involucra la generosidad —añade cáusticamente— los poetas influidos son menores o más débiles; entre mayor es la generosidad, y más recíproca, más pobres los poetas involucrados”.
Fue fácil para los lectores hacer coincidir las verdades oscuras que ofrecía The Anxiety of Influence (tales como: que “el sentido de un poema solo puede ser otro poema”; que los poetas sistemáticamente denigran a sus precursores —“La poesía es un malentendido, una interpretación equivocada, un matrimonio mal avenido” —, y que la poesía inevitablemente va en decadencia si los poetas “tardíos” se alimentan de las glorias de los logros anteriores) con otros libros aparentemente nihilistas que salieron a la luz durante los años setenta, desde Yale, donde Bloom se dedicó a dar clases desde 1955. En el libro Allegories of Reading, Paul de Man explica que la literatura consiste en metáforas y otras figuras retóricas que no tienen ninguna relación clara con la realidad fuera del texto. Jacques Derrida, en De la gramatología, ataca la noción de que podría haber algo identificable como una “voz” humana en los textos literarios. Fue difícil para los lectores darse cuenta de que tras las nociones aparentemente nihilistas de Bloom sobre la influencia literaria, contrarias a la “deconstrucción”, había una profunda apreciación de la originalidad literaria, una respetuosa gratitud que se volvería más enfática en su obra posterior.
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Me he descubierto tratando de adivinar a qué se refiere el título de Bloom: The Daemon Knows. Cuando escribe, en una frase recurrente y misteriosa, “El daemon sabe cómo se hizo”, parece querer decir que los grandes escritores se entregan a algo más fuerte que ellos, y más allá de su comprensión. Bloom cree firmemente —contra nuestra habitual tendencia contemporánea a desconfiar del elitismo de cualquier especie— que realmente existe eso a lo que llamamos la gran literatura, libros que en su originalidad suprema y su extrañeza parecen estar más allá de lo humano o ser “daemónicos”. Él es especialmente bueno a la hora de convocarnos en su presencia. Y a pesar de toda su grandilocuencia, Bloom asigna cierta modestia a la labor del crítico. En The Daemon Knows, se declara devoto de los doce autores que analiza (Walt Whitman, Herman Melville, Ralph Waldo Emerson, Emily Dickinson, Nathaniel Hawthorne, Henry James, Wallace Stevens, T. S. Eliot, Mark Twain, Robert Frost, William Faulkner y Hart Crane).
Lo que Bloom no quiere decir, en contra de su tono ocasionalmente dogmático, es que sí sabe cómo se hizo. Algunos de los momentos más emocionantes en The Daemon Knows son cuando confiesa que no cuenta con ninguna pista. “Estás líneas me golpean —escribe sobre la “Canción a mí mismo” de Whitman — como esas declaraciones de Macbeth que parecen llegar a él desde el más alto reino de la elocuencia”. Tras citar las líneas extraordinarias que siguen a la pregunta del niño: “¿Qué es pasto?”, Bloom se maravilla: “¿Cómo convertir mi embeleso en conocimiento?” Qué puede uno decir, se pregunta, acerca de “la más homérica de las sonrisas estadunidenses: ‘el hermoso pelo sin cortar de las tumbas’ ”. Concluye, entregado, “leo a Walt y me vuelvo, en palabras de Hamlet, un escucha embelesado”.
Bloom se enamoró de la música abrumadora de la poesía de Hart Crane antes de poder entender una sola palabra de lo que decían los poemas. Mucho de lo que saben algunos académicos que practican la crítica lo han descubierto a través del entramado político y social porque suponen que éste determina a toda la literatura. Esto hace enfurecer a Bloom. “La intolerancia, la autocomplacencia, la petulancia, la mojigatería, el desprecio de la imaginación, el abandono de la estética no tiene verdadero valor como para provocar indignación. Tarde o temprano esta gente proporcionará su propio antídoto, y perecerá de aburrimiento. Al final, yo ganaré”.
© The New York Review of Books.
Traducción: Juan Manuel Gómez.
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