Haruki Murakami: en sueños camino contigo

Literatura

Galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2023, el autor japonés difumina los límites entre realismo y fantasía.

Haruki Murakami recibió el Premio Princesa de Asturias de las Letras el 24 de mayo de 2024. (Foto: Bernat Armangue)
Mauricio Montiel Figueiras
Ciudad de México /

El lector atento no tarda en caer en cuenta de que el principal interruptor de la obra de Haruki Murakami (1949), galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2023, son los símbolos y no los signos, una distinción que se expone en Sputnik, mi amor (1999), su novena novela. El símbolo, dice K., el narrador de evidente estirpe kafkiana, es una “flecha que apunta en una sola dirección”, en tanto el signo implica una forzosa equivalencia —una vía de doble sentido— entre las partes de la ecuación. Así pues, símbolos son por ejemplo la piedra y la serpiente que una anciana que “cura el espíritu de la gente y predice sus sueños” detecta en Satsuki, la protagonista de “Tailandia”, uno de los seis relatos incluidos en Después del terremoto (2000). Luego de asistir a un congreso mundial sobre tiroides celebrado en Bangkok y de recluirse varios días en un hotel de las montañas, Satsuki acude con la vieja adivina —familiar de los y las videntes que pululan en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1994), opus magnum del autor japonés—, que le toma la mano para revelarle dos cosas: la primera, que dentro de su cuerpo hay una piedra “dura y blanca”, tan primitiva como la inscripción en caracteres negros que la cubre, de la que debe deshacerse porque de lo contrario será lo único que quedará de ella al cabo de su muerte; la segunda, que pronto soñará con una serpiente que brota de una pared. Satsuki, dice la anciana, tendrá que aferrarse al reptil con todas sus fuerzas, “como si fuera su vida”, y no soltarlo hasta despertar, ya que él se tragará la piedra; el cuento, merced a un gran olfato narrativo, concluye justo antes de que el sueño ocurra. ¿Y qué significa, a qué equivale ese par de símbolos de clara raigambre oriental: la piedra, la serpiente? Al orbe anímico y el orbe onírico, las regiones en que respira a sus anchas Murakami, ese minero que ha bajado al pozo del subconsciente contemporáneo —los pozos abundan en Crónica del pájaro pero también en Tokio blues (1987), Kafka en la orilla (2002) y La muerte del comendador (2017)— para deslumbrarnos con un insólito fulgor literario.

“En los sueños comienzan las responsabilidades”. Citada en Kafka en la orilla, que hace dos décadas llegó para dar nuevo aire a la Bildungsroman, esta frase de William Butler Yeats podría explicar la atracción por la esfera onírica que ilumina la obra de Murakami con la belleza intermitente de la tormenta eléctrica prevista por Satoru Nakata, uno de los protagonistas del libro. Soñadores tenaces y a la vez melancólicos, ya que la añoranza es en varias ocasiones el motor que impulsa sus viajes reales o imaginarios, los personajes del autor japonés se consagran a lo que Jay Rubin llama “la exploración del vínculo entre el cerebro y el mundo que este percibe”, una idea que remite al concepto deleuzeano del mundo (espacio material) como cerebro (espacio mental) que se capta en cineastas como Stanley Kubrick. Elaboremos la metáfora: al igual que un cerebro donde se producen sinapsis inesperadas, el universo de Murakami se divide en dos hemisferios tanto formales —cuento y novela— como temáticos: por un lado está una especie de nueva educación sentimental (Tokio blues, por ejemplo) y por otro el devaneo metafísico (pensemos en La caza del carnero salvaje, de 1982). A partir de Sputnik, mi amor, sin embargo, la tenue línea que separa estos hemisferios se empieza a borrar para consolidar una fascinante mezcla de realismo y fantasía que cuaja en Kafka en la orilla, novela que evoca ciertas ambiciones de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y cuyos protagonistas enfrentan sueños que, en efecto, implican obligaciones insospechadas.

Epítome del joven murakamiano que se expresa en primera persona, Kafka Tamura es el reverso idóneo de Tooru Okada, el narrador de Crónica del pájaro: mientras este aguarda apoltronado en su microcosmos a que el macrocosmos irrumpa con toda su fuerza y lo ponga a actuar, aquel decide entrar de lleno en el mundo al cumplir los quince años. Acosado por una profecía edípica formulada por su propio padre, acompañado por una voz interior que funge como doppelgänger, Kafka se marcha de Tokio para entregarse a una errancia que lo conduce no sólo a una biblioteca del sur de Japón en la que se cifra secretamente su destino, sino al despertar de una intensa vida onírica que lo transporta a otros planos de la realidad y en la que se desdoblan dos mujeres fundamentales (la señora Saeki y Sakura) que pueden o no ser su madre y su hermana mayor, desaparecidas tiempo atrás. Esta odisea corre paralela a la de Satoru Nakata, un anciano casi autista que al cabo de un misterioso accidente sufrido en la niñez se volvió interlocutor de los gatos a la vez que una suerte de meteorólogo extremo, lo que le permite representar la figura oracular tan cara a Murakami. Gracias a una enorme destreza literaria, los periplos de estos dos flâneurs posmodernos acaban por confluir en un pandemónium de dimensiones íntimas. Como sucede en otras novelas suyas, bastan unos ademanes veloces, en apariencia pueriles, para que el mago japonés extraiga de su chistera o más bien de su caja de Pandora el caos suficiente para trastornar el orden habitual; un caos que en este caso incluye una lluvia de peces y sanguijuelas, un serial killer de felinos desprendido de una marca de whisky, un proxeneta que resulta ser el creador del Kentucky Fried Chicken, una prostituta que cita a Hegel y un par de soldados que regresan del abismo de la desaparición —tema murakamiano por excelencia— para mostrar la ruta hacia un pueblo fantasma escondido en el corazón de un bosque.

A caballo entre el orbe mental y la esfera material, entre el cerebro y el mundo que este percibe, los personajes de Kafka en la orilla deambulan con sus sueños a cuestas por un territorio indudablemente kafkiano en el que Gregorio Samsa se ha convertido en una entidad viscosa que surge de la boca de un cadáver y funciona como relevo de la piedra dura y blanca que habita dentro de la protagonista de “Tailandia” y de la “cosa gelatinosa” que May Kasahara afirma tener en su interior en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Melancólicas y desamparadas al igual que sus predecesores, estas criaturas caminan de la mano de Haruki Murakami a sabiendas de que él las guiará, con seguridad aunque a lo mejor por senderos tortuosos, al sitio que les ha sido asignado: la buena literatura, esa que llegó para quedarse.

AQ

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