Sabios, científicos y monstruos

Los paisajes invisibles | Opinión

Perseguir a los colegas, urdir el linchamiento y el asesinato moral por ambiciones personales o por pura malignidad, es un error que marca al insidioso de por vida.

El filósofo alemán Martin Heidegger fue miembro del Partido Nazi. (Archivo)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Nietzsche anotó en Más allá del bien y el mal: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo”. Nietzsche y su clarividencia. El sabio que sucumbió, paradójicamente, a la locura. Su razonamiento tiene más de un significado: el que se asocia con un monstruo puede convertirse en otro. El que, por cuenta propia, ataca a los monstruos, se vuelve monstruo. El que combate a sus monstruos interiores puede transformarse en uno de ellos. El que ignora que es un monstruo, entabla una pelea desatinada porque el rival no existe, lucha contra un espejo.

El portento docto, científico o ilustrado no está exento de la maldad que el poder despierta en el espíritu. Pensemos en Martin Heidegger, una de las mentes más prodigiosas de Occidente. Cuando se adhirió al nazismo y ocupó la rectoría en la Universidad de Friburgo (1933–1934), destruyó carreras y despeñó destinos, tan sólo por saborear las delicias de la autoridad. Defenestró a sus alumnos Eduard Bumgarten (por su cercanía con el profesor judío Eduard Fränkel y, sobre todo, por su filiación con los intelectuales liberales) y Max Müller (por su afinidad con un grupo estudiantil católico). Con la misma saña, recomendó el despido del académico Hermann Staudinger por presunta traición a la patria, ya que éste también tenía la nacionalidad suiza y, según Heidegger, manifestaba una firme oposición a las corrientes nacionales alemanas. Encima, declaraba que jamás empuñaría las armas por su país. A la postre, Staudinger recibiría el Premio Nobel de Química (1953).

Pero el autor de El ser y el tiempo también separó a su mentor Edmund Husserl de las aulas de Friburgo, y no dudó en traicionar a Karl Jaspers. Guardó silencio cuando el Reich prohibió sus libros y lo echaron de la enseñanza: Jaspers no podía educar a las juventudes germanas por ser judío.

El lado oscuro de Heidegger se había mostrado con anterioridad, siendo un joven e hipnótico maestro. Hannah Arendt lo percibió cuando fue su alumna y, no obstante, se enamoró de él; tildó a Husserl de pensador fuera de quicio en 1923, y Jaspers supo de las burlas que hacía de su trabajo, en concreto del ensayo La idea de universidad (1924). Elzbieta Ettinger describe su actitud: “No fueron su filosofía o su filiación política, sino sus principios y convicciones íntimas los que inspiraron sus acciones. Auténtico creyente en la misión espiritual de la superior raza aria germánica, se lanzó, como Adolf Hitler en Mein Kampf, a ‘recuperar’ lo que sus adversarios, con su ‘criminal estupidez’ habían echado a perder” (Hannah Arendt y Martin Heidegger, 1996).

La inteligencia, cargada de enemistad, odio o egoísmo, e investida de poder, es perversa, es letal. Como rector, Heidegger se propuso abatir a quienes no pensaban como él (en lo político, ideológico, moral); fraguó la muerte intelectual de quienes consideraba enemigos del caudillaje y la reforma universitaria a modo con el nacionalsocialismo, desconociendo que la historia nunca olvida. Al final corrió con suerte. Jaspers y Arendt se ocuparon de exonerar al genio, culpando de esos errores a la nociva influencia de su esposa, Elfride Heidegger, supuesta responsable del delirio que lo poseyó en los convulsos tiempos de la locura nazi.

Infamar al gremio, perseguir a los colegas, urdir el linchamiento y el asesinato moral por ambiciones personales o por pura malignidad, es un yerro que marca al insidioso de por vida. Para que el monstruo salve su prestigio o su pellejo al momento en que el poder se le vaya de las manos (el poder es transitorio, siempre se acaba: en 1945, Heidegger fue destituido de Friburgo y vetado de la enseñanza hasta 1951), no sólo debe apostar a su buena estrella sino estar seguro de su intelecto. Cosa nada fácil. No cualquiera es un iluminado de la talla de aquel eximio maestro de Alemania.

AQ

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