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Hernán Lara Zavala: caballero de las letras, la amistad y el azar

Este texto explora las múltiples facetas que el escritor mexicano, uno de los fundadores de ‘Laberinto’, cultivó durante su vida: narrador y ensayista, maestro y editor.

José Antonio Lugo
Ciudad de México /

Conocí a Hernán en 1980 cuando era el coordinador de la licenciatura en Letras Modernas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y yo un estudiante de Letras Francesas que en las mañanas era escriba de Juan García Ponce.

Lara Zavala fue primero ingeniero civil. Terminó esa carrera y trabajó un breve periodo en un despacho, mientras terminaba la segunda, la de Letras, siguiendo una vocación que lo alejó de los planos y lo convirtió en uno de los escritores más relevantes de su generación (Guillermo Samperio, Gonzalo Celorio, Rafael Ramírez Heredia, Joaquín Armando Chacón, Ignacio Solares, David Martín del Campo, entre otros).

Fue un gran editor en la Dirección de Literatura de la UNAM. Hace unos días Gonzalo Celorio recordaba cómo, durante su gestión, publicó muchas obras de los autores del post-boom. Esa labor editorial continuó más adelante como gerente editorial del Fondo de Cultura Económica.

Tuvo tres grandes maestros. En la Facultad, Colin White, a quien dedicó una semblanza empática y entrañable, de la que extraigo: “Colin White no era el típico english gentleman. Era algo mejor. Como carecía totalmente de la flema inglesa, él pertenecía más bien a la estirpe de los gypsy scholars del tipo de Christopher Marlowe, Walter Raleigh, Lord Byron, Richard F. Burton, Joseph Conrad, T. E. Lawrence o Robert Graves, pues lo mismo disfrutaba de beber y fumar (que no de comer, curiosamente), que de navegar en su barco o leer rápida, profunda y vorazmente a sus autores favoritos”.

Como escritor, sus grandes maestros fueron Juan José Arreola y Juan García Ponce. Señala Hernán: “Yo no tuve el privilegio de pertenecer al Centro Mexicano de Escritores ni al taller Mester; sin embargo, cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras en 1969, lo primero que hice fue inscribirme al curso que impartía Juan José Arreola que se titulaba ‘Taller de creación literaria’ que tanta fama le había granjeado y de los que fue uno de los iniciadores, no solo en México y en la Universidad, sino en el mundo entero”.

Sobre Juan García Ponce, admiraba su conocimiento literario, su lucha por la vida, su amor por la escritura y la fascinación por su mundo perverso y enloquecido. Fue una presencia trascendente en su carrera literaria. Y viceversa. Hernán fue parte del jurado que impulsó la candidatura de García Ponce para ser distinguido, con todos los méritos, con el premio FIL de Literatura en Lenguas Romances en 2001.

Sus ensayos literarios están contenidos en muchos libros. Me referiré a su pasión por James Joyce y por Malcolm Lowry y su Bajo el volcán. Le interesaba por la novela, claro, y porque la trama sucede en Cuernavaca, donde vivió muchos años. Sobre Lowry, escribió: “La literatura, la música, el alcohol, el deporte, el amor y los barcos se fueron entremezclando de manera azarosa en su vida. Desde joven Malcolm mostró una natural predisposición a escribir cuentos y poemas y aprendió a tocar un instrumento un tanto ridículo —el ukulele o taropatch—, como parte de su gusto por el charleston y el jazz”.

Notable es su libro Caminos cruzados: Cervantes y Shakespeare a 400 años, publicado por la UNAM, donde señala: “Cuando Cervantes introduce a Dorotea disfrazada como labrador está siguiendo la usanza de las novelas pastoriles y de las comedias de Lope, Tirso, así como del teatro isabelino y muy particularmente en las comedias de William Shakespeare, en las que las heroínas aparecen vestidas de varones creando una curiosa ambigüedad en la trama. Acaso la convención de vestir a una mujer como hombre flotaba en el aire durante la época, pero es otra forma de hermanar a Cervantes con Shakespeare”.

Compartimos una admiración sin límites por Lawrence Durrell y su obra maestra, El cuarteto de Alejandría. Platicamos tanto sobre él que un día me dijo que le gustaría que lo hiciéramos en público. Programamos una reunión en el Centro Xavier Villaurrutia del INBAL, a la que no pudo llegar por estar enfermo. No le gustaba Clea y prefería, entre las cuatro novelas, a Justine y después a Mountolive. Admiraba en Durrell su prosa y la penetración psicológica de sus personajes. Me llamaba Balthazar de cariño, por mi curiosidad esotérica. Planeábamos ir a Alejandría para ver qué quedaba de la ciudad que pintó Cavafis y ver el lago Mareotis. Un día iré para celebrar haber querido hacer ese viaje.

Hernán Lara Zavala festejando un cumpleaños en Buenos Aires, con esculturas de Borges y Bioy Casares. (Foto: Eduardo Martens Espinoza)

Como cuentista, quiero recordar los cuentos que conforman De Zitilchén, publicados originalmente por Joaquín Mortiz en su clásica serie El volador, que narran el conflicto entre tradición y modernidad en un pueblo del sureste. Quiero detenerme, sin embargo, en El guante negro y otros cuentos. El relato que le da nombre al libro es una recreación imaginaria del encuentro entre James Joyce y Nora, la camarera que será su compañera de vida. Ella lo masturba en un parque, sin quitarse el guante negro que lleva puesto:

Tócame, repite. Abre mi paraguas. Déjame sentirte, tócame ya, tócame ahora, ama mi paraguas, dice al tiempo que intenta quitarle el guante. Pero ella se rehúsa: No, no quiero tocarte directamente, aunque ya verás que yo sabré hacerte sentir hombre, verdadero hombre, hombre, hombre, hombre... [...]. Si ella decide apoyarlo, él se encargará de construir su propia leyenda como artista y como amante a partir de ese mismísimo día. Con su Petite Mefiste acaso pueda por fin abandonar Irlanda. A cambio, él la convertirá en un objeto de veneración y le consagrará no solo su vida sino lo más preciado que posee: su talento literario. Por eso debe saber todo sobre ella, extraerle hasta sus más íntimos secretos, por dolorosos y pecaminosos que pudieran parecer.

Como novelista quiero recordar en primer lugar Charras, la novela donde llena narrativamente los huecos que no cubre la investigación hemerográfica sobre la muerte de este líder sindical:

7:15 —Pélense, hijos de la chingada —les grita Chan López—, repórtense con nosotros en Mérida.
—Comandante —lo espetas.
—Qué quieres.
—Tenga —dices y le pones sobre la mano algo que parecen dos semillas de durazno, tibias.
—¿Qué es esto?
—Los güevos del Charras.
Chan los contempla sobre la palma de su mano. Horrorizado, los tira al suelo y se limpia la mano en el flanco del pantalón.

Quiero referirme también a la novela Macho viejo, donde se da una conmovedora amistad entre el protagonista y un pargo:

Cada vez que Macho Viejo tenía tiempo se metía a la gruta con comida. Aprendió a satisfacer los gustos definidos y el apetito voraz de su amigo, que se deleitaba con peces y moluscos. Decidió llamarlo “Isaías”. Hombre y pez se fueron acercando más y más hasta que Isaías empezó a comer de la propia mano de Macho Viejo, que se esforzaba por surtirlo de langostinos, jaibas, langostas y todo tipo de pequeños peces. La mirada del pargo había cambiado y Macho Viejo creyó descubrir en sus ojos un tenue reflejo de gratitud.

Su novela más premiada, Península, Península, recrea las tensiones en la Guerra de Castas que azotó Yucatán, a través de una pareja liberal que se atreve a vivir en contra de la rígida moral católica yucateca. El personaje José Turisa escribe una novela. La termina el 6 de agosto de 1857. La obra se quema. El narrador de Península, Península, alter ego de Lara Zavala, señala: “Al novelista le quemaron su obra y yo me arrogué la temeraria responsabilidad de reconstruirla más de ciento cincuenta años después. Pero ¡lástima!, ninguna novela de ningún autor puede convertirse en mera reproducción de otra y ni siquiera un pastiche o un palimpsesto podrían hacerle justicia al original”. Al final, el narrador del siglo XXI termina así la novela: “Amo a esa Península, amo a Mérida y a Campeche, a sus habitantes y a esa manera de hablar que refleja la música de la lengua maya con letra del legado español, a los hijos de los primeros pobladores de la península de Yucatán y a los de esa otra Península, la Ibérica —ricos sin rentas, descendientes de godos, todos parientes y enemigos todos”.

Yucateco, escribió también sobre su patria chica. En Viaje al corazón de la península, afirma:

Mi padre era de un pueblo de Campeche. Tenía los ojos azules y se llamaba Hernán Lara y Lara. Mi madre es de dos ciudades de Yucatán: una amarilla y sagrada y otra blanca, limpia y bien trazada. Tenía los ojos cafés y se llamaba Nydia Zavala Martínez. Por ser hijo de yucatecos —de hecho, de padre campechano y de madre yucateca— y por haber nacido en la Ciudad de México, soy lo que en la Península se suele llamar un yucahuach. Por ambas partes desciendo de una vieja estirpe en donde lo español y lo maya se mezclan de tal modo caprichoso que mis orígenes se pierden en los laberintos del espacio y el tiempo, del azar y del amor.

Su novela El último carnaval recrea la colonia del Valle en los años sesenta, la cultura del rock contestatario, los primeros amores de esos adolescentes alumnos del CUM —la prepa de los maristas, donde García Ponce, Lara y yo estudiamos—. Y sí, hubo un carnaval en los años sesenta, que terminó en el Salón Riviera, a madrazos. Fue el último porque la matanza de Tlatelolco se tradujo en el abandono de los carros alegóricos y en un conformismo resignado que, en la música, dio paso a un rock ñoño, de covers gringos azucarados, que era ya una aceptación de la derrota política.

Desde hace años teníamos una tertulia con Ricardo Ancira, íntimo amigo y mi maestro de Flaubert en la Facultad. Sin agenda, Ric y yo éramos testigos de la profunda erudición y los juicios literarios de Hernán, certeros sin afectación. Fue un placer escucharlo tantos y tantos encuentros, los tres solos o con nuestras mujeres.

En 2023 presenté su novela El último carnaval en la Feria del Libro del Zócalo, entre otras presentaciones. Y en 2024 tuve el privilegio de que presentara la mía, El maestro y su escriba, un homenaje narrativo a nuestro maestro Juan García Ponce.

En estos días se ha hablado mucho de su carácter generoso y jovial.

Hernán, maestro, amigo, cómplice: te voy a extrañar. Te ganaste un lugar en las Letras mexicanas. Gratitud infinita.

Al final de Macho viejo, el narrador señala: “No creo en los fantasmas, pero, así como con un telescopio se alcanzan a ver los fantasmas de estrellas que ya están muertas, así nosotros, a veces, al recordar a las personas que amamos ellas logran reaparecer en nuestros corazones”.

Así será, querido Hernán Lara Zavala.

AQ

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