Era el 19 de noviembre del año 1976, vivía en una casa del fraccionamiento de las Américas, en la ciudad de Morelia, cuando llegó a mi vida el libro Héroes de la Biblia como regalo por mi primer triunfo académico. El obsequio traía una dedicatoria en la primera página: “Para mi hijita, la señorita Yolanda Ramírez Michel, con el gran cariño y admiración de su papá”. Tenía entonces 11 años…
Algunos recuerdos tienen esa cualidad, casi tangible, visual y hasta exacta en su calendario… Otros son menos claros y susceptibles a la interpretación, como que éramos entonces una familia feliz. ¿Acaso sea verdad lo que escribió Tolstói acerca de las familias felices? En mi familia, libros y lectura fueron algo cotidiano y natural desde que tengo memoria.
Héroes de la Biblia no fue el primer libro de mi vida, cuando me fue dado ya era lectora, había devorado casi todas las obras de Emilio Salgari, Agatha Christie, los veinticuatro tomos de Los Pardaillan, la Leyenda Dorada (con sus espeluznantes historias de santos, enmascarando paganas mitologías), cuentos de los hermanos Grimm y Perrault al por mayor, alteros de historietas y cómics, que además compartía con amigos y vecinos (anuncio, aquella iniciativa de préstamo, de esa otra vocación mía, la de promover la lectura).
Desde que tengo memoria leí con íntimo frenesí aquello en lo que detectaba la electricidad y magnetismo que posee la ficción, la fantasía y el mundo simbólico. La biblioteca escolar me resultaba igual o más interesante que el recreo, el prometedor silencio del recinto y sus estantes estaba poblado de voces.
Reitero: Héroes de la Biblia no fue mi primer libro, pero sí el primero que emerge de la memoria como una isla particular; antes de este todas las lecturas son recuerdo de un vasto y compacto corpus cuyos contornos se funden, igual que los países, en un solo continente; Héroes de la Biblia posee para mí esa calidad prístina de consciencia de algo que mueve el alma hacia su inevitable destino.
Además de contener relatos —con nativos ecos de eucaristía y catecismo— aquel volumen (ilustrado sobre hojas de significativo grosor, amuralladas por la guarda de su pasta dura), representó una ineludible invitación a pasar de una sala del gran castillo literario —por el que ya andaba a mis anchas— a otra estancia algo más apartada y discreta, a la que parecían ingresar solo ciertos elegidos. No es que el libro me llevara a la Iglesia, ni a sus doctrinas o su dogmatismo, latía en las entrañas del sustantivo biblia (conjunto de libros), una invitación a leer el mundo como un reino poblado de héroes. Su eco, cargado de sacralidad, me incitó a vincular para siempre los libros con el misterio de la comunión posible con espíritus afines, que nos contactan a través del tiempo y la distancia gracias al misterio del verbo. Aquel libro fue la puerta abierta y grande para ingresar al mundo de los clásicos, donde luego encontraría mi gran amor literario: el Quijote. Quienes me conocen bien podrían pensar que El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha sería el elegido para hablar de un libro favorito, pero no hubiera llegado jamás a entrever los tesoros ocultos en el Quijote sin toda la caterva de “cabalerías” que me dieron los mitos hebreos y las muchas mitologías a las que me acerqué sedienta de encantamiento.
Héroes de la Biblia me nutrió de historias, que otros solo esperan encontrar en las páginas delgadas y amarillentas de su Biblia o en los admonitorios sermones de adustos sacerdotes. Para mí, en cambio, el engendramiento del mundo y del ser humano se me apareció ungido por la gracia de una narrativa natural y simple; la secuencia de patriarcas, exilios y guerras espeluznantes, investidas de vitalidad por las ilustraciones a todo color, me hicieron conocer hombres y mujeres que se habían permitido aventuras extraordinarias…
Los reinos de aquellos personajes mostraban una inquietante semejanza con los cuentos de hadas, donde un joven insignificante puede vencer a un gigante, llámese David y Goliat, o sastrecillo valiente. Doncellas, a quienes visita desde lo alto alguna simiente divina, para alumbrar héroes que penetran el inframundo y regresan refulgentes de gloria, entraron a mi torrente lector como fórmulas atemporales, relatando más que un mundo externo, histórico y material, el mundo interior y simbólico.
Leyendo aquel ejemplar del corpus bíblico, como si de un continuo se tratara, atravesaba con mirada ansiosa (y sigo haciéndolo) tumultuosos mares de cuentos… Unas veces inquieta por la azarosa aventura de un pinocho ancestral, sometido por tempestades que empujan su destino hasta las fauces de una ballena; otras veces con ojos atónitos y espantados por la historia del patriarca que lleva a su hijo ante el altar del sacrificio. Tal vez entonces, cuando leía la lucha de un simple mortal contra el ángel, y atestigüé su triunfo imposible, dejé a la utopía reclinar su cabeza en mi hombro, anticipatoria del amor ya maduro que di por entero al Quijote.
No recuerdo haber juzgado nunca aquellas páginas como religión, ni como dogma, ni como impostura moral que somete y encarcela al alma, sino como cuentos maravillosos. Ese regalo de papá contenía historias de amor y muerte, entrelazadas en una continuidad de míticos siglos, alegoría total de la vida anímica. Tierra santa la literatura y santo aquel regalo (santo porque convirtió la lectura en un templo y las narraciones en rito siempre dador de gracia).
¿Fue aquel libro particular, fue el don paterno, fue algo en mí que empató en tiempo y forma, fue un destino que se activa, fue vocación o encantamiento? ¿O todo junto, algún tipo de iniciación a una religión mistérica?
Intento reproducir en este relato el impacto de aquel encuentro, pero la palabra no alcanza… Se escapa la verdad del momento vivido. Todo lo que ahora escribo no es que lo entendiera entonces. Lo reflexiono ahora, apostada ante una diacrónica semiótica vitalista, observante de una línea cronológica que me muestra posibles causas y consecuencias.
¿Fue Héroes de la Biblia responsable del místico fervor que al paso de los años conduce mis amores literarios hacia los clásicos y los mitos? Uno nunca sabe dónde se gestan las vocaciones, a veces en un rincón del tiempo, anterior a los tiempos de la contabilidad calendárica. Aquel regalo contenía en potencia, agazapados, todos los dones que un padre lector otorga a su hija cuando le regala un buen libro en un momento clave de su vida.
No es que mi vocación lectora comenzara entonces, el 19 de noviembre de 1976, joven primogénita de una familia cuya particular forma de ser feliz siempre ha estado relacionada con el arte, la lectura y los libros…, pero sí podríamos decir que algo hubo ahí de inicio.
Texto tomado del libro 'Marca de fuego. Experiencias de escritores en torno a la lectura', coordinado por Jorge Souza Jauffred y Godofredo Olivares y publicado por la Universidad de Guadalajara
AQ