Rebañé las últimas hebras de atún de la lata con las uñas y me terminé la galleta. Era una comida muy seca y me había bebido la mitad de la cantimplora. Había hecho bien en llenarme de líquido, aunque aún me quedaba un largo camino por delante. Rellenaría la cantimplora en un arroyo cuando 46 estuviera un poco más arriba, en las montañas. Era lo que hacía siempre cuando iba de excursión con mi padre, y me encantaba sentir en los labios ese torrente frío y mineral. Llevaba años sin ir por la zona, pero no había olvidado su sabor, fresco, con un toque ligeramente salado a musgo y arenisca.
Despegué la etiqueta de la lata y me quedé un rato mirándola. Era de la marca Benditos Amigos. La bandera británica y la estadunidense ondeaban de la misma asta en dirección contraria, y al lado de los ingredientes había una oración impresa: Señor, líbranos de las fuerzas del mal, bendice nuestra sagrada libertad y haz que quienes viven en las tinieblas encuentren tu luz. Dios salve al rey. Rompí el papel en trocitos pequeños y dejé que el viento se los llevara de la palma de mi mano. Llevaba un par de latas más en la mochila, de sardinas y de melocotón en almíbar. Odiaba esas provisiones enlatadas de las que dependía el país. Siempre estaban demasiado dulces o demasiado saladas. Cuando se terminaran esas latas no tendría que volver a comer ningún producto importado y enriquecido. No volvería a alimentarme con nada que se me atragantara.
Puede que Andrew descubriera la verdad al despertarse: que tantos silencios, tantas tensiones, terminarían en algo así. Que había algo más que enfado por las imposiciones legales, las condiciones de nuestro alojamiento y el dispositivo intrauterino que me habían puesto. Se acordaría de todas las discusiones, igual que yo me estaba acordando, y oiría como yo el eco de los gritos que dábamos.
—¿Para qué coño quieres traer a un bebé al mundo con todo este desastre, aunque te tocara en el sorteo? —preguntaba cada vez que me oía protestar por los alambres, finos como un pelo, que llevaba entre las piernas; cuando decía que ojalá pudiera tirar de aquel chisme y librarme de él—. Lo que quiero decir es que no veo dónde está el problema. Sigues siendo joven. Esto no durará eternamente.
—No lo entiendes, ¿verdad? —decía yo—. Porque no te pasa a ti. A ti nunca te pasa.
—¿Nunca me pasa qué? ¿Te refieres a los hombres? ¡Sabes que es una cuestión puramente práctica! No hay ninguna conspiración. ¿Por qué no te concentras en las cosas importantes de verdad? ¿Por qué sales a dar vueltas por ahí, en vez de ofrecerte voluntaria para hacer horas extras y conseguir alguna ventaja? ¡Qué puta mierda! ¡El país se rompe en pedazos y tú estás obsesionada con tu derecho a la maternidad! ¿Es que no sabes distinguir las prioridades?
Yo intentaba explicar mi punto de vista, que mis quejas eran legítimas, pero no lo conseguía. Creía que si tuviera un poco de espacio para pensar con claridad sabría encontrar las palabras idóneas para convencerlo, para desviarlo de la dirección que estaba tomando. Pero Andrew era incapaz de comprender mis quejas, insignificantes en comparación con problemas mucho más graves. Y, en cierto modo, me daba cuenta de que él tenía razón. Había prioridades incuestionables. Todo estaba en juego. A veces empezaba a dudar de mi cordura.
Todos los días, cuando me despertaba, me decía a mí misma que tenía que concentrarme en ser optimista. Pero me sentía como un animal acorralado, con ganas de arañar y atacar. A veces, Andrew me sorprendía mirándolo y me preguntaba por qué lo odiaba tanto. Yo no tenía respuesta. Al final, aparte de las conversaciones prácticas sobre los horarios y las provisiones, no hablábamos nunca. No le hice más confidencias y dejé de provocarlo. Él no intentaba tocarme. Y así vivimos en un estado de paz infeliz. Cuando me paró la patrulla en un control aleatorio, después de que me dejaran marcharme, subí a la cima del Beacon y me pasé la noche sentada en la torre, abrazándome las rodillas y oyendo los ladridos y los aullidos de las manadas de perros asilvestrados. Al volver a casa por la mañana no dije nada. Andrew se levantó de la silla en la que estaba sentado, esperándome, me apartó de un empujón y se fue a la refinería.
Puede que esta mañana, pensé, alguna intuición le haya indicado que nuestra parte de la casa estaba más tranquila y oscura que de costumbre, como cuando una persona se marcha. Preguntaría a la otra familia si me habían visto y le dirían que no. En algún momento abriría el cajón del escritorio que compartíamos y lo encontraría vacío, con olor a madera y polvo en los rincones. Y entonces se daría cuenta. Quizá pensara que me había ido a otra casa del sector. Nunca le había hablado de las mujeres. Incluso aunque hubiera registrado mis cajas de provisiones en algún momento, antes de que me fuera, y hubiera visto los recortes y las fotos antiguas de Carhullan, no lo relacionaría con mi desaparición. Pensaría que era un salto demasiado grande para mí.
Esperaría un par de días, por si acaso regresaba, sin contárselo a nadie, y, si en la fábrica preguntaban por qué no había fichado, diría que estaba enferma. Es posible que aún quedara algo de nuestra antigua lealtad. Pero después tendría que tomar decisiones difíciles, decidir cuándo denunciar mi desaparición, cuándo compartir la casa con alguien y cuándo solicitar que borraran mi nombre del registro civil, con lo que perdería el derecho a trabajar, tener un alojamiento o ser madre. Me convertiría en extraoficial.
Me levanté del bloque de hormigón y eché un vistazo alrededor del pueblo. Cuando me puse en marcha, algo del tamaño de un gato se escabulló en la zanja que estaba más cerca de las casas: un zorro o un tejón, no estaba segura. De repente me fijé en que los setos y los árboles estaban llenos de pájaros. No cantaban, pero de vez en cuando alguno salía revoloteando de las ramas y volvía enseguida. Tenían los ojos amarillos y el pico rojo. No los reconocía. Carretera adelante había dos maletas tiradas y abiertas. Me acerqué. Estaban vacías, con restos de hojas y basura arrastrada por el viento. Me desconcertaron las maletas. Intenté imaginar a la última persona que se marchó del pueblo y la escena que se había vivido allí. Era posible que los supervisores de la Autoridad estuvieran apostados en la carretera, hostigándola. Quizá le dijeran que llevaba demasiadas cosas, que intentaba salvar demasiados recuerdos de su antigua vida. Quizá hubiera un altercado, una discusión, y tuviera que abandonar o entregar sus objetos personales. No era infrecuente oír que los supervisores confiscaban todo lo que los civiles llevaban encima para venderlo en el mercado negro.
Habían desmontado las puertas de la iglesia, probablemente para quemarlas, y el vano gris en forma de arco se adentraba en la nave como un túnel. No entré. No tenía sentido. Seguramente hacía mucho tiempo que se llevaron los bancos y los utensilios de peltre, que los desmontaron, dividieron o reciclaron, la Autoridad o los vecinos de mentalidad práctica. Además, yo no habría podido llevarme algo tan grande y voluminoso. Pero me daba igual. No iba con las manos vacías.
El fusil era de mi padre. Sabía dónde lo había enterrado veinte años antes, en el jardín de su casa de la zona norte de Rith. Nunca tuvo licencia de armas; solamente lo quería para hacer puntería con las macetas o disparar a los cuervos que venían a comerse sus semillas. Recuerdo cómo alineaba la mira y apretaba el gatillo, el chasquido de las balas y el retroceso del hombro al disparar, apenas un centímetro, como si recibiera un puñetazo. Me había dejado cogerlo, sujetándolo de la culata para aligerar el peso. Había disparado un par de veces, y me pareció como si se me saliera el corazón por la boca.
—Serías un buen soldado, diablilla —me decía—. Un, dos, tres. ¡Aten-ción!
Yo tenía nueve años cuando se decretó la amnistía de las armas. Recuerdo que hubo un tiroteo muy raro en un colegio de Manchester. Una madre entró en un aula mientras su hijo estaba en clase de matemáticas. Lo saludó y empezó a abrir fuego. Mató a ocho niños y a un profesor antes de pegarse un tiro debajo de la barbilla. Nadie sabía por qué lo hizo. Vi por la tele cómo sacaban los cuerpos del colegio, en bolsas de plástico negras. Un año más tarde volvieron a prohibir las armas.
En el informativo de la noche calcularon en unas veinte mil las armas que los ciudadanos británicos tenían que entregar a la Autoridad.
—Veinte mil menos una —contestó mi padre, guiñándome un ojo desde su butaca. Dijo que iba en contra de la tradición y que no estaba dispuesto a participar en políticas blandas.
—¿Te detendrán y te meterán en la cárcel? —pregunté. Pero se echó a reír y dijo que ni de coña.
Envolvió el rifle en trapos sucios, lo guardó con diez cajas de cartuchos en un estuche de acero y lo enterró al lado de sus puerros.
—Nunca se sabe cuándo puede hacernos falta, pillina —me dijo, mientras lo miraba cavar. Se apoyó un momento en el mango de la pala y se quedó observándome—. No hay que confiar siempre en los que mandan. Eso es una de las cosas que los yanquis supieron entender. Has estudiado historia en el colegio, ¿verdad? Pues verás. Imagínate lo que habría pasado si la Guardia Nacional hubiera entregado las armas y los alemanes nos hubieran invadido al final. Habríamos tenido que luchar con hachas y palos de escoba, como en el medievo, mientras nos arrollaban con los tanques. Tu bisabuelo lo sabía. Este fusil era suyo. Estuvo en Osterley.
—Sonrió y me acarició la cabeza—. Ven, ayúdame a levantar este terrón.
Recuerdo a mi padre con mucho cariño. Era un hombre bueno, y este acto de rebeldía excéntrica se me quedó grabado. Mi madre no vivió lo suficiente para verme apuntar a los cuervos en la tapia del jardín. Me alegré de que mi padre se librara de la guerra siguiente, diez años más tarde, porque no estaba bien de los pulmones; de que no presenciara la decadencia de su orgulloso país. Sabía que no habría podido soportarlo. Los mayores fueron los que peor lo pasaron. Sus padres habían sufrido guerras y crisis, pero la generación de mi padre solo había conocido la estabilidad, los electrodomésticos y la abundancia de mercancías. Para ellos fue una locura tener que abandonar sus hogares, alimentarse de comida enlatada en lugar de los productos frescos que llegaban de todo el mundo y aceptar que su país ya no era más que una colonia dependiente.
Se murieron muy deprisa después de haber llevado una vida próspera. El sistema sanitario se vino abajo. Las epidemias arrasaron los barrios en pueblos y ciudades. La agresividad de los nuevos virus se resistía a cualquier tratamiento. Los que no caían enfermos se apagaban poco a poco. Fue como si, uno a uno, tomaran la decisión de que el presente y el futuro eran propuestas intolerables. Y puede que tuvieran razón.
Nunca me olvidé del fusil de mi padre. Me hacía recordar a mi padre en el jardín, en bata y zapatillas, agachado para apartar a los caracoles de sus tomateras, viendo películas sin parar en la televisión por satélite, con un cigarrillo entre los dedos. Me recordada a otra época, a un tiempo mejor. No sabía si encontrarían el arma cuando la casa volviera a manos del Ayuntamiento y se la adjudicaran a otra familia, pero siempre que pasaba por delante veía el jardín descuidado, invadido por las malas hierbas. Al final cerraron la casa, la abandonaron como todas las que quedaban fuera de la zona habitable de Rith, y se convirtió en un vertedero.
Sabía que Andrew tardaría bastante en llegar a casa. Esperaban la llegada de un suministro de querógeno de los puertos del sur a lo largo de esa semana, y él tenía que supervisar la manipulación de la sustancia. Cuando terminé el turno en la fábrica, subí por el monte hasta la casa en la que había vivido de pequeña. Las estrellas empezaban a encenderse y a parpadear, pero en la ciudad había muy pocas luces, como si la vida en ella se hubiera extinguido. Solamente en los barracones de la Autoridad, en el castillo, se veía el leve resplandor de los generadores auxiliares. El suministro eléctrico no volvería hasta las seis de la mañana, y mientras tanto la gente tendría que arreglarse con velas y lámparas de energía solar.
El jardín estaba destartalado y lleno de maleza. Cubierto de basura. En la entrada había montones de electrodomésticos, sillas y fardos de papel hinchados por la lluvia, los residuos de las casas venidas a menos o desocupadas. Cerca de 53 los montones había un cadáver de un perro en descomposición. Tenía el hocico empapado y podrido, las mandíbulas petrificadas en el gesto de un gruñido. Había perdido los ojos y el pelaje. Tenía la panza distendida y un montón de gusanos retorcidos debajo de la cola. Me quedé a su lado hasta que el olor que desprendía se me hizo insoportable y tuve que apartarme.
Los tablones del cobertizo de madera donde guardábamos los trastos, al fondo del jardín, se estaban separando, y las paredes se inclinaban hacia dentro como un inestable castillo de naipes. La puerta estaba abierta. La caseta se había llenado de latas y botellas de plástico. Aparté el montón con el pie y encontré una paleta. Empecé a cortar la maleza del borde de lo que había sido nuestro huerto y arranqué los terrones con las manos. Había bulbos muertos y raíces de plantas ahogadas, sepultadas debajo de la tierra. Únicamente el manzano había dado frutos, y el suelo estaba lleno de globos heridos a sus pies.
La caja seguía allí, ligeramente torcida y descolorida por la humedad de la tierra. Por primera vez desde hacía semanas me sentí optimista. «Gracias a Dios por Osterley, papá», me oí decir. La desenterré y empecé a dar golpes en la tapa con una piedra hasta que se abrió por la fuerza. Retiré los trapos. El mecanismo parecía un poco oxidado, pero no estaba demasiado mal.
Tendría que haberme asustado del fusil. Sabía que el riesgo que afrontaba guardándolo en casa era muy alto, aunque fuera por poco tiempo. Era más que un acto de desobediencia civil. Las denuncias por robo y violación normalmente se castigaban con poco más que una amonestación; el sistema penitenciario solo podía gestionar los delitos más 54 graves. Ni siquiera los traficantes y los vendedores del mercado negro se exponían a ir a juicio. Pero las armas estaban prohibidas. Cualquier tipo de arma se consideraba indicio de rebelión, un ataque directo a la Autoridad y la seguridad del país. A veces disolvían las reuniones de la oposición, cuando se daba un chivatazo, y registraban a todos los presentes. Los apaleaban pero no los detenían. Nadie era tan idiota como para llevar un arma encima.
Ser detenido significaba entrar en un sistema desconocido. En la fábrica corrían rumores de que había un centro de detención en una de las ciudades industriales del sur, en Warrington o Lancaster, donde internaban a los culpables de delitos graves. Decían que los ejecutaban, pero no había manera de saber si era cierto. Los informativos de radio y televisión se censuraban. Era imposible verificar en qué se había convertido la estructura del gobierno, si se había vuelto impenetrable o se había desintegrado por completo y lo que ahora existía era otra cosa.
Estaba al corriente de todo esto, pero saqué el arma de la caja, le limpié la grasa y me la guardé en la bandolera. Rellené el agujero y me quedé mirando la tierra removida. Luego cogí dos palos y volví a los montones de basura. Pasé los palos por debajo del cuerpo pestilente del perro. Aguanté la respiración mientras lo levantaba y lo llevé al agujero que había cavado. Los ojos eran un túnel hueco que miraba al vacío; el cuerpo, poco más que un pellejo podrido. Dejé la paleta en el cobertizo y volví a casa al abrigo del crepúsculo.
La mujer de la familia con la que compartíamos la vivienda estaba en la puerta cuando llegué. La asusté al acercarme, con la bolsa colgada al hombro. Se llevó una mano al cuello y me pidió disculpas por haber gritado. En la otra 55 mano tenía un paquete de cigarrillos y un mechero. Me los enseñó y dijo:
—Los he estado guardando para un momento de necesidad. Creía que esta semana tenías turno de día. Te oí salir esta mañana. Pum, pum, pum y un portazo.
Me encogí de hombros. Quería entrar antes de que volviera la luz, para no tener que enfrentarme a la observación de las bombillas. Moví la bolsa un poco hacia la espalda. La vecina estaba angustiada por algo y no se daba cuenta de que me cerraba el paso. Bajo aquella luz gris, vi que tenía un gesto alterado y tenso, aunque estaba muy erguida.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté. Resopló y negó con la cabeza.
—Nada. ¿Qué voy a hacer? De momento no puedo preparar la cena, a menos que comamos algo frío. No he podido enterarme de qué pobres desgraciados han ganado la lotería. Odio esta hora del día. Me vuelve loca. A veces no me lo puedo creer. A veces me gustaría que nos lanzaran una bomba. Que nos ahorraran todo este sufrimiento. ¿Tú no piensas lo mismo? —Me miró y volvió la vista hacia el callejón de enfrente—. Me gustaría no acordarme de cómo eran las cosas. Íbamos a Portugal todos los años. Viajábamos en avión. —Se rio con amargura y empezó a toser. Sacó un cigarrillo, con un movimiento brusco, y lo encendió.
Sentía una momentánea oleada de simpatía y ganas de hacerme amiga suya, de confiar en ella y contarle mis planes, que no había sido capaz de contarle a Andrew. Nunca habíamos hablado de nada importante desde que se instaló allí con su familia. Los oía través de las paredes: murmullos de conversaciones, voces que subían y se callaban, ataques de tos por la mañana y por la tarde, y los ruidos que hacían en la cama, los de él más fuertes que los de ella. En el baño que compartíamos, las huellas de sus pies se mezclaban con las nuestras en la bañera; sus pelos se amontonaban en los bordes de esmalte y atascaban el desagüe.
Algunos vecinos del barrio se habían conformado con la situación de la mejor manera posible, renunciando a la intimidad y dejando las puertas abiertas como si fueran una gran familia feliz. En nuestra casa las puertas siempre estaban cerradas. Apenas sabía cómo se llamaban mis vecinos. Los tenía muy cerca, eran presencias familiares, pero eran extraños.
Sabía que era absurdo tratar con espontánea camaradería a aquella desconocida, y abandoné la idea casi al instante. Pensé que se me había ocurrido porque era consciente de adónde me iría pronto y estaba llena de esperanza. Pero tenía que ser discreta. Nadie debía enterarse.
La vecina volvió a mirarme con fastidio.
—No pasa nada. Es solo que estoy de mal humor —dijo—. Resulta que tengo tuberculosis. Esa nueva cepa tan mala. Sí. Seguramente me pondrán en cuarentena y los niños tendrán que conformarse con su padre. Dicen que hay algunos fármacos que ayudan. Pero yo sé que no es verdad. Además, no tengo dinero. ¿Quién coño lo tiene? Eso sí, me han dado esto: ¡como si sirviera de algo! —Buscó en el bolsillo del abrigo y sacó una tarjeta religiosa. La tiró al suelo y puso los ojos en blanco—. No soporto estas casas victorianas. Aunque podría ponerme un corsé, dormir en la carbonera y terminar con todo, ¿verdad?
Dio una calada al cigarrillo. Le dije que lo sentía, le di las buenas noches y entré en el dormitorio. Guardé el fusil en el armario, asegurándome de esconder bien el cañón con el abrigo. Dejé la caja de cartuchos debajo de la cama, al lado de un montón de revistas. Era un rincón demasiado pequeño para ocultar nada, pero no tenía otra alternativa.
Me pasé el resto de la semana paranoica. Cada vez que Andrew entraba y abría la cama, me imaginaba que daba un puntapié a los cartuchos sin querer y los desperdigaba por toda la habitación. No podría negar que sabía que estaban ahí. Teníamos muy pocas cosas y todas estaban justificadas. Las noches siguientes me despertaba sobresaltada cada hora y alargaba el brazo para tocar la caja, para comprobar que estaba a buen recaudo, y rezaba para que Andrew no la encontrase.
Por fin estaba lejos de todo eso, a salvo de descubrimientos y explicaciones. Estaba sola. No habría sabido explicar lo segura que me sentía, en aquel pueblo desierto del Distrito de los Lagos, si es que hubiera habido alguien para escucharme. Todo estaba envuelto en el eco del silencio y de la ausencia de vida humana. No había ni un alma, y eso me gustaba. Hacía mucho tiempo que no tenía esa sensación. Ni siquiera cuando subía al Beacon, porque veía a la gente en las calles de Rith y sabía que estaban cerca. Pero en ese momento respiraba un aire que nadie más compartía. Había dejado de ser cómplice de una vida miserable y regulada. Ya no era una súbdita estéril.
Estando allí, delante de la iglesia destripada, en la carretera mojada y desierta, me sentí invulnerable. Noté que me invadía una serenidad desconocida, me sentía segura en mi propia compañía. Aparte del viento entre los árboles y los regueros de agua, no había más ruidos que los chasquidos animales que hacía yo con la lengua y el roce de mis botas en la tierra al cambiar de posición. Era consciente de mi presencia cálida en el entorno, de mi piel habitada, de mi ser. Volvía a sentirme yo, un yo perdido hacía mucho tiempo. Recordé que había tenido la misma sensación en aquel lugar cuando era pequeña, cuando iba de excursión antes de las restricciones.
Las caminatas siempre eran largas y cuesta arriba. «Aguanta un poco, chica, hasta ese collado —me decía mi padre cuando me rezagaba, dolorida y exhausta—. Sobrevivirás. No vas a morirte.» Fue allí donde descubrí por primera vez mi estabilidad, mi capacidad para orientarme y avanzar, mi energía. Fue en aquellos montes azules donde comprendí que era fuerte, y que podía ser más fuerte aún.
Y de nuevo me encontraba en el mismo paraje al que iba la gente para sentirse a la vez menos y más importante de lo que era. Para dejarse impresionar por las montañas, envalentonarse y llegar a lo más alto, hasta el límite de su resistencia. Mientras contemplaba las cumbres, me sentí bien equipada con mis músculos y apuntalada por mi materialidad corpórea, como si el aire libre fuera mi medio natural, lejos de la multitud, de la luz artificial racionada y de la ética de una sociedad perdida.
Los cerros desaparecían detrás de las nubes densas. Se acercaba otro frente lluvioso que oscurecía el horizonte. Respiré hondo y me puse la mochila. La culata del fusil descansaba en mi espalda. No sabía qué tal se me daría disparar —hacía años que no apuntaba a través de la mira—, ni siquiera estaba segura de que el arma siguiera funcionando. Pero me alegraba llevarla conmigo, me alegraba poder ofrecérsela a las mujeres de la granja.
Crucé el pueblo y empecé a subir hacia las montañas. A los lados del camino, entre la hierba y la roca caliza, crecían unas delicadas campánulas violetas. Era muy tarde para que aún estuvieran en flor, pero en aquel momento me parecieron la cosa más bonita que había visto en la vida. Las nubes seguían llegando, los truenos retumbaban entre las oquedades de los montes y la lluvia pronto empezó a caer de la blanda bóveda del cielo. Me detuve, dejé la mochila en el suelo y me desnudé de cintura para arriba. Guardé la ropa mojada, cerré la solapa, me eché el macuto al hombro y seguí adelante. El aire limpio de octubre me recorría la piel. La lluvia se deslizaba por mis hombros y mis brazos, goteaba de mis pechos. Debía de tener una pinta muy rara. Pero no había nadie que pudiera verme. El conductor de la furgoneta hacía ya un buen rato que había regresado a su vida solitaria en la torre de la presa. Los seres humanos que tenía más cerca eran las mujeres de Carhullan. Al final del día estaría con ellas. Sería una de ellas.
Fragmento de la nueva novela de una de las mejores novelistas jóvenes del Reino Unido, según la revista Granta, publicado con autorización de Alianza Editorial.
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