“Hijo”, un relato de Miguel Ángel Avilés Castro

Ficción

Este relato forma parte del libro de escritores sonorenses Libreta de apuntes, publicado por la editorial Mambo-Rock.

"Apareció un sol reciente por la ventana y muchas imágenes de niño de lo que yo estaba pensando". (Foto: Tarik Haiga)
Laberinto
Ciudad de México /

I

Esa vez reíste como loca porque lo estabas.

Digo que lo estabas porque no cualquier madre se desvive por un hijo así, ni lo soporta.

Pero es que quizá nos parecíamos tanto, aunque tú lo negaras a ratos y quisieras platicar de otras cosas.

Por eso nos agarrábamos del chongo, a cada rato.

Esa vez reíste, pero no recuerdo de qué.

Tu carcajada era estruendosa y no parabas de hacerlo.

Estábamos solos, como nunca.

En ese cuarto tuyo estábamos y desde allí podíamos ver por la ventana, unas enredaderas, el sol de mediodía y tus matas de plátanos que ahora solo son recuerdos de tu ausencia, porque hay episodios felices que se van para ya no volver nunca jamás.

Algo me dijiste sobre la tristeza y cambiaste de tema, sacando una ironía de tu manga, como si floreciera una paloma del saco de un mago, así como sacabas una cosita de aquí y otra de allá, un condimento de esa bolsa o un menjurje de ese traste, una tirita de ese bulto en el refrigerador o un pellizco de lo que se oreaba en ese zarzo, para darnos de comer a diario y después continuar la vida como si nada.

Pero de que reíste, reíste (dicen que la ironía es una tristeza que es incapaz de llorar y entonces sonríe).

Parecías una niña con su primer regalo de navidad en mano.

No, más bien parecías una niña que muere de risa porque le hace cosquillas un fantasma al nacer y luego se va.

No, parecías una mujer entera de treinta y nueve años que, sencillamente, se encontraba con su juventud, un año después, a los cuarenta.

Sí, mamá, en esa ocasión, la última, reíste como loca porque lo estabas y enseguida me diste un abrazo, como para sellar un pacto de no más lágrimas.

Era febrero cinco de ese 2013, bien me acuerdo. Traías tus grandes arracadas puestas y una jovialidad que no se va ni con la muerte, por más que faltara un mes, justo un mes, como el que se cumple este sábado, para que ésta llegara.

Algo hablamos.

Fue la última vez que te vi con los ojos abiertos, pero algo hablamos.

No, mucho hablamos, pero en tres o cuatro palabras, como resumiendo dos biografías, por los años por venir y por ese brindis, en secreto, que me pediste para ti.

Enseguida apareció un sol reciente por la ventana y muchas imágenes de niño de lo que yo estaba pensando.

Fue cuando tú, borracha de amor, empezaste a reír y te dejé ser para que fueras como nunca.

Tú, única, tú sin culpas, tú sin hombre a tu lado, tú sin esperar que ella regresara por ti, tú joven y bella como hasta ahora que eres por enésima ocasión presente, tú con los secretos que guardaste y me guardaste, tú por lo que fui y soy, por ti.

Reíste hasta el cansancio como tantas veces lo vi, sin saber tú, que ya faltaba poco. ¿Para qué? No sé, pero quizá era para que llegara el final, por culpa de eso que nunca, nunca quisimos decirte.

Ay, amá, cuanto reíste porque sabías hacerlo.

Por eso Dios inventó la risa, advirtió un profeta, porque este mundo no sería ajeno a los dolores y habría que buscar, con el humor, un equilibrio.

Ay, má. Cuántas historias me contaste para mí solito y me reí a carcajadas, porque esa forma de ver la realidad, la aprendí de ti. Rufina del alma.

Ay, má, cómo es que me aguantabas si era tan parecido a ti.

No sé. Pero en ese momento, el último, no quise más que dejarte ser, como si la mujer más cuerda, más entera, más bella, más diva, más cabrona, más generosa, la de la más fina ironía, bailara con su locura y lo que devino al amanecer.

Ay, má, cuánto reímos ese mediodía, sin saber que alguien ya había puesto el cronómetro para la cuenta regresiva y el final.

Fue tanta mi dicha, má, que esperé que te durmieras para salir espichadito de tu cuarto y guareciéndome en esos almendros que en antaño sembraste, para que gozáramos de la sombra de tus pasos, me senté en unas de las poltronas y como un niño en abandono, terminé llorando a mares, donde no me viera tú.

II

Mi papá no me heredó nada salvo la añoranza, tres fotografías y una oxidada licencia de manejo que por ahí la guardo entre papeles o en la página equis de un libro cualquiera, porque, con esa inútil pericia que tengo para esos menesteres, de nada hubiera servido, aunque resultara transferible.

Mi papá se hizo polvo, días después de ese 14 (o 15, qué más da) de marzo del mismo año que Picasso y Tin Tan, quisieron irse.

Mi papá no me heredó nada, acaso los años exactos que tenía cuando alguien dijo que ya y se fue dejando siete infartos como testamento que mi madre presumía con orgullo y un respirar en el corazón insuficiente.

Pobre de mí apá y más pobre yo, porque antes de ese mediodía, pude haber corrido hasta donde estaba vestido de pre difunto, sin saberlo él ni nadie, menos esa costumbre de guardar todo en la memoria como si mi vida fuera la suma de fotografías como esta que aún conservo y no lo hice.

Mi papá no me heredó nada y no tenía pretextos, porque vaya que sí tenía, literalmente, donde caerse muerto: su cama ortopédicamente inútil, un hospital casi para él, el catre de lona desde donde él veía las estrellas cuando se bajaba de ese taxi y su cuarto verde de masonite donde el aire brillaba por su ausencia para que él, ahí en la cabecera, con ese suéter de estambre rojinegro, respirara hondo con las manos hacia atrás, sin ser visto por nadie de los que olvidan, salvo por esos ojos de niño que hasta del más simple detalle se acuerdan.

Mi papá no me heredó nada, acaso solamente esas cosas que se añoran y a las que uno no sabe ponerle nombre.

AQ

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