Historias de nombres y pasaportes | Por José de la Colina

Memoria

El autor de Libertades imaginarias relata un divertido episodio sobre sus tres nombres y los tres documentos que debió conseguir para salir de México y regresar por primera vez a España en 1972, desde su salida al exilio en 1937

Novel Segundo José de la Colina Gurría junto a uno de sus gatos. (Foto: Mónica González | MILENIO)
José de la Colina
Ciudad de México /

La primera vez que, desde mi salida en 1937 con mi hermano y mi madre, retorné a España fue en el otoño de 1972 y este viaje exigió tres sucesivos trámites con otros tantos pasaportes.

El primer trámite lo hice en la Embajada de la Segunda República Española en México que se sobrevivía en un ruinoso caserón casi lovecraftiano situado en una manzana en forma de cuchilla entre las calles Londres y Hamburgo, colonia Juárez de la capital mexicana, edificio desde cuya azotea, según me contaría el embajador (Manuel) Martínez Feduchy, una pandilla de gatos lumpen que, aun si eran mexicanos de nacimiento se habían impregnado del espíritu del lugar, sintiéndose gatos republicanos españoles y con ganas de revancha histórica, saltaban por las noches a la azotea de la iglesia contigua, la Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, a asaltar a las inocentes palomas que allí se reunían y que a su vez, por fuerza del espíritu de lugar, se sentirían mexicanas y profranquistas, para masacrarlas y devorarlas sin ningún respeto al derecho de santuario, ya se sabe cómo se las gastan los rojos. Aquel acto cruento había agriado las relaciones de buenos vecinos entre los representantes locales de la Segunda República Española y los de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, a quienes la historia política separaba pero la topografía urbana reunía.

En aquel verano del 72, el secretario amanuense de la delegación y que con el embajador Martínez Feduchy parecía componer la totalidad de ésta, una especie de Bartleby que se mantuviera día y noche en aquella oficina por una fantasmal tenacidad que en realidad ninguna función justificase, empecinándose en una muy visible melancolía sólo mitigada por la propensión a la rabieta y el uso de expresiones como coño, mecagüen, menudo fregado y hay que joderse, tras regañarme paternalmente por ser yo uno de los tantos refugiados que muy rara vez se acordaban de acudir a la representación diplomática (uno de los últimos territorios o acaso el único que poseía la Segunda República Española en todo el mundo) a cumplir con el deber de refrendar su condición de leales súbditos de la República, me revalidó un deleznable, triste pasaporte de escaso tamaño, de tapas de cartoncillo verde y pocas páginas unidas con meras grapas, que patéticamente se jactaba de tener validez “para todos los países del mundo” pero que en realidad no servía más que para ir a algunos países del bloque socialista, including Cuba, y para volver a entrar en México. (No recuerdo cuándo dediqué a ese documento este pequeño dizque poema que no sabe si ríe por no llorar: “Entre mis papeles tengo un pasaporte/ de la Segunda República Española/ que nació y murió en España./ Tengo un pasaporte de fantasma”.)

Pocos días después, unos amigos, españoles, a la vista de aquel cuadernillo, tras contener difícilmente un ataque de risa cruel, o quizá fue de llanto compasivo, me advirtieron que con ese pasaporte no llegaría a casi ningún lado fuera de México y que debía apechugar y procurarme uno de la España franquista, de la que había en México representación no oficial, o, en caso de no estar dispuesto a tal acto vergonzoso que desluciría en mi hasta ahora impoluta hoja de identidad de exiliado, solicitar del gobierno mexicano un pasaporte especial, de cortesía, de los que extendían a quienes como yo, en ese siglo de expatriados y despatriados, éramos ciudadanos de dos países distintos y aun contrarios: una Republiespaña ya casi abstracta y una Franquiespaña muy concreta que coexistían nada pacíficamente bajo un mismo nombre. (“Los refugachos vivimos con el culo entre dos sillas”, me aclaró con audacia alegórica y fineza carpetovetónica un conocido, por supuesto español.) Así que fui a la Secretaría de Gobernación, ¿o fue a la de Relaciones Exteriores?, y obtuve ese especialísimo documento tras un breve altercado con un oficinista que durante tres semanas me entretuvo en un fatigante laberinteo de papeles que sospeché creado por afán de sacarme dinero y que luego resultó ser por otro motivo.

          —No se me alebreste —me dijo respondiendo a una frase impaciente mía—, que ya no estamos en la Colonia y aquí no mandan los antepasados de usted.

          —¿Mis antepasados? —le dije—. Más bien serán los suyos.

Imprevisiblemente, al hombre pareció hacerle gracia mi respuesta (que no era original mía, que venía de una anécdota similar que alguien me había contado) y entendiendo que no tenía delante un descendiente de los conquistadores ni de los viejos residentes españoles, es decir un gachupín, por quienes luego quedaría claro que tenía poca simpatía, sino un exiliado, es decir un refugiado, llegado al país gracias a Lázaro Cárdenas, a quien, como luego me dijo, consideraba el más grande y el mejor presidente que había tenido México, cambió la solapada aversión y la actitud estorbosa que hasta entonces me había enfrentado por una cordialidad súbita y sincera, manifestada en el recitado de unos versos de León Felipe, poeta “del éxodo y del llanto” a quien admiraba hasta la veneración, para inmediatamente emprender una vivaz diligencia burocrática que en poco tiempo había de producir el documento requerido.

Unos meses después, ya en París, en previsión de mi breve y pacífica incursión en territorio español, y para desfantasmar por fin mi identidad española, hube de ir a arreglar mis papeles en el consulado de España (de la España todavía de Franco, el inmorible más que inmortal), una oficina que, para comenzar, pese a su apariencia más o menos moderna, pero moderna de los últimos años cuarenta, ya revelaba ser tan española como en cualquier ácida página de Larra, aunque sólo fuese por el significativo detalle del gran reloj de pared, redondo, eléctrico, ostentoso, también moderno, pero cuyas manecillas permanecían estoicamente inmóviles en una hora fija tras el combado cristal polvoriento y punteado de evacuaciones de mosca, como indicando que en el país representado se habrían detenido desde quién sabe cuándo, la Historia, el tiempo e incluso la respiración ciudadana.

Allí, puesto que me dijeron que se tardarían un tiempo en consultar mi caso en el registro de nacimientos de mi ciudad natal, tuve que contar la historia de mis tres distintos nombres y a saber cuál verdadero. El primer nombre, aquel con que fui registrado en Santander y en 1934, fue Novel, elegido por mi anarcosindicalista padre por ser yo su primer hijo, nacido indudablemente nuevo, y además por negarse él a nombrarme según el santoral católico. El segundo nombre fue precisamente Segundo, con el que quiso agraciarme un ignoto y ya lejano tinterillo santanderino que a poco del triunfo del Generalísimo en 1939 cumplió con la orden de borrar de los libros de registro civil todos los nombres no católicos y sustituirlos por otros de indudable marca cristiana (y según el Diccionario Etimológico Comparado de Nombres Propios de Persona, de Gutierre Tibón, la cristianidad de Segundo está más que suficientemente garantizada por diez mártires de los primeros siglos, “entre los cuales San Segundo, uno de los ‘siete varones apostólicos’ enviados por Pedro y Pablo a evangelizar España y muerto en Ávila a fines de la primera centuria”). El tercer (y espero que último y definitivo) nombre fue aquel, éste, con el que mi madre, creyéndose ya viuda por causa de la aún crepitante guerra de España, y aconsejada de trasladarme a un nombre más cristiano que el de Novel, que parecía sonar muy anarquista y por tanto dinamitero, había decidido hacerme bautizar en Francia o quizá en Bélgica: José.

Resuelto el problema de mi nombre, que en los documentos españoles habría de quedar en Segundo José de la Colina, etcétera, descubrieron y descubrí que desde hacía un considerable número de años yo era un desertor, revelación que si bien me causó un ramalazo de orgullo, sin duda prometía algún otro problema. Y en efecto: después de varias visitas improductivas al Consulado fui informado allí de que estaba yo en grave pecado como súbdito español porque no había entre mis papeles la constancia de que haber cumplido con la Mili. La anotación me dejó perplejo. ¿Cuándo me había comprometido yo con Mili y qué Mili era esa? Ya me estremecía pensando que se aludía acaso a una de las hermanas Pili y Mili (mellizas y actrices, si j’ose dire, que en el cine español y tímidamente aggiornato de los años sesenta protagonizaban comedias rosas con meneos yeyé, aunque, eso sí, meneos muy mesurados y castos, para que no se asustara Franco), cuando el joven que me atendía, un bien trajeado madrileño parecido a Dalí sin bigotes y que lucía en los puños de la camisa unas mancuernillas parecidas a los dalilianos relojes blandos del cuadro creo que llamado “Persistencia de la memoria”, detalles que ponían un tono de ridículo onirismo en toda la escena, viendo mi desconcierto, y como si me hubiera leído el pensamiento, me aclaró, con espaciado, salivoso, didáctico silabeo al modo madrileño de hablar casi no despegando los labios, que la Mili era cosa para no andarse con bromas, era la milicia, o en otras palabras el Servicio Militar, del cual resultaba ser yo un prófugo. Argüí que me habría sido imposible cumplir con esa severa Mili nada yeyé por algo más fuerte e inevitable que el antimilitarismo, la rojez política o cualesquiera otros síndromes del libertinaje ateo que pudiera parecer que yo padecía, pues desde mis tres primeros años, a raíz del disgusto de mi padre y de otros españoles con el Caudillo Por la Gracia De Dios, yo había dejado España con mi madre y mi hermano y luego el mundo había conspirado para que no volviera allí desde entonces. Quizá hubiera debido decir también al empleado que tampoco podía ahora, en 1972, proponerme como “mozo de quinta” pues, no estaba yo en la mocedad precisamente: tenía a cuestas treintaiocho años de edad, una considerable miopía e indicios de calvicie, vivía desde mis siete años en México, donde ejercía una profesión más o menos regular y estimable, la de periodista cultural, habitaba una casa deefeña en la avenida Río Mixcoac y estaba casado con la sanmigueleña, guanajuatense, mexicana, licenciada en Economía y cuatro veces campeona nacional en arquería María García Díaz, con quien compartía la compañía de dos gatos hermanos e inocentemente incestuosos, Anouk y Keats, que, a pesar de sus nombres, eran mexicanos también; y por si no bastara todo aquello, aunque eso no resultara muy perceptible a ojos vistas, yo mismo me había amexicanado ya bastante. A medio discurso sermoneante del empleadito dalilesco acudió al mostrador, tal vez por haber advertido que allí empezaba a chisporrotear un pequeño conflicto, otro empleado, de mayor jerarquía: un hombre de aspecto severo pronto desmentido por una sonrisa cordial, un suave acento andaluz y un leve, españolísimo y simpático aroma de tortilla de patatas y chorizo, quien, habiendo desde el primer momento notado en mi habla, dijo, “el típico tono cantarín azteca”, se presentó como un amateur apasionado de todo lo mexicano desde que había visto las películas de Jorge Negrete, Cantinflas y... Gardel, y oído cantar el Cielito Lindo, Ay Jalisco no te rajes y... Mi Buenos Aires Querido, y se puso a mi disposición para ayudarme a resolver mi asunto. Y el asunto, en efecto, se resolvió, porque al cabo de unos días recibió el consulado la notificación al Ilmo. Cónsul General de España en París de que la Capitanía General de la 6ª Región Militar, la que correspondía a Santander, había decidido “conceder al mozo R/55 SEGUNDO JOSÉ DE LA COLINA GURRÍA, registrado en ese Consulado al num. 1726/72, el indulto de las sanciones que pudieran corresponderle por su condición de prófugo, declarándole exento de la obligación de prestar servicio en filas y pasando a la situación de licencia absoluta”, etcétera. Aunque algo me entristeció comprobar que se desvanecía el primero de mis tres personajes constitutivos, Novel, y persistía el segundo, es decir Segundo, agradecí al amable mexicanófilo su ayuda y le ofrecí que para cuando volviera yo a México, tan conocido y amado por él a distancia, le enviaría alguna cosa típica mexicana. Al principio él se resistió largo rato a mi ofrecimiento pero luego, ante mi insistencia, susurró que en fin, bueno, si era yo tan amable, si no resultaba demasiada molestia, quizá le podía yo enviar (no recuerdo con exactitud lo que pidió, pero juro que fue algo así como) alguna cosa típica y folclórica y artística de las que abundan en México, vea usted, uno de esos recipientes en forma de bombillas plateadas y primorosamente labradas que los charros aztecas usan para libar el mate mientras cantan canciones siboneyes al pie de alguna pirámide inca. Y aunque le prometí hacer lo que pudiera, todavía ahora, tantos años después, me encuentro en deuda con el amable fan de todo lo mexicano.

ÁSS

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