“Deleitar enseñando”, este precepto del poeta latino Horacio, refulge tanto en el escribir de Begoña Pulido como en el espíritu de los escritos sobre los que ella misma escribe. Con tenacidad y recogimiento —puntas de lanza del detective ideal del relato de enigma—, y un constante rigor, detallismo y matiz en el análisis —brújulas del investigador en Humanidades—, Pulido se aventura en los entresijos de la fábrica de una literatura asentada en la historicidad pero creada desde los poderes de la imaginación; de una literatura empeñada en contar otramente un lejano pasado conflictivo a la vez que asolador y fundador, pero destinada a descifrar mejor el presente y cimentar su devenir.
Desde ese péndulo magnético y movible que es la novela, entre la imaginación de la realidad o la realidad de la imaginación, Pulido desmenuza a tres figuras históricas, tres indios, nobles guerreros, respectivamente tlaxcalteca, azteca y taíno que se alzaron en contra de los conquistadores españoles en aras de la libertad, de la justicia y de la paz. Al respecto, se pregunta de qué manera estos actores de la Historia, o sea de un acontecimiento digno de memoria, paralelamente defensores de su territorio natal y arquitectos de las futuras Américas, marginados en la historiografía durante el periodo colonial por sus raíces autóctonas y su derrota, son “desenterrados” por la ficción y resurgen de manera sublimada tres siglos después en un momento en que las regiones que se independizaron de la metrópoli se afanan en edificar Estados-Nación unificadores y republicanos. El cómo esta resurrección se opera no se desliga del porqué, entre otras cosas, de ¿por qué estos tres vencidos indígenas entran (por fin) en la historia ficcional para hacer H-historia y hacer la Historia de países que en aquel entonces estaban fomentando un proyecto identitario colectivo con el objetivo de federar a sus pueblos a través de una arraigada estampa criolla y del pensamiento ilustrado europeo?
En su estudio Las crónicas en la novela histórica del XIX: la historia en la ficción (CIALC-UNAM, 2023), Pulido convida, por lo tanto, al lector a releer y cuestionar la Historia hispanoamericana del siglo XIX a partir de tres ficciones que tratan de la llegada de los españoles a la tierra firme y de las primeras etapas de la Conquista; tres ficciones emblemáticas de un género literario en pleno auge en aquel tiempo en la América de lengua española: la novela histórica. Pulido no se conforma con reconstituir la genealogía de su corpus que se asemeja a una cautivadora pesquisa policial con sus incógnitas y sus vuelcos; no se satisface con desvelar el propósito literario e ideológico de sus autores; no se contenta con deshilvanar las fuentes históricas primarias, tanto en su función documental como en su papel de pulsión narrativa, para no solo reinterpretar todo lo que (no) se escribió sino también para augurar lo que se podría escribir; tampoco se limita a auscultar el progresivo desliz semántico de vocablos tales como “nación”, “patria”, “otro” nutridos principalmente por la elaboración hagiográfica de biografías seleccionadas para unir todo un país bajo símbolos pulcros vistos como fundadores de cohesión y unidad nacional. Begoña Pulido va más allá del objetivo de su propia intención científica dado que revisita, a mi parecer, nuestro hipotético saber acerca de las primeras formas de la novela histórica hispanoamericana. Objeta su supuesta homogeneidad, al revelarnos las especificidades y los aportes locales de los pioneros de dicha literatura, y al demostrarnos que la llamada “nueva novela histórica” —denominada así por el universitario Fernando Aínsa—, no ha hecho más que recuperar y extremar lo que ya estaba instalado en los componentes originales de este género en Hispanoamérica.
Es indudable, como nos lo enseña Pulido, que la novela anónima Jicotencal (1826), la de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Guatimozin, último emperador de México (1846), y la de Manuel de Jesús Galván, Enriquillo, leyenda dominicana (1882), se emparentan con un tipo de literatura sapiencial, a la altura del ejemplum, por sus discursos didácticos que tratan de aleccionar a los lectores mediante intrigas que enfatizan valores ejemplares y paradigmáticos. Los héroes retratados, más cercanos a la alegoría que a una materialidad fáctica, son pretextos para diseñar actitudes éticas y encarnar la Justicia, la Libertad, y así diferenciarse de sus antagonistas sedientos de ambición y de crueldad. Esta dimensión moralizadora, que plantea una tesis que se quiere justa, honrada y pragmática, predica la urgencia de erigir un “imaginario nacional” instructivo e ideal para fosilizar una genealogía y una historia comunes, sin, no obstante, reivindicar “la restauración del pasado prehispánico”. La mitificación de adalides indígenas vencidos, pero virtuosos, sirve para legitimar, en el camino arduo de la consolidación de las Independencias en el siglo XIX, la exigencia de una perspectiva liberal entendida como “modernizadora, progresista, civilizatoria” a fin de armonizar y estabilizar la patria independiente. Pulido, acorde con el escritor guerrerense Ignacio Manuel Altamirano, insiste en que estas novelas históricas, pilares de un género naciente en Hispanoamérica, reaniman el pasado desde una narrativa demostrativa con la voluntad de propalar ideas nuevas, instruirlas y levantar la matriz de una “conciencia nacional”, y por ende fortalecer una identidad colectiva —principios que la “nueva novela histórica” se esmeró en desmantelar. Empero, estas mismas novelas, contrarresta Pulido con un ingenioso arsenal analítico y probatorio, ya conllevaban unos dispositivos narrativos, unos modos de expresión, unas alteraciones lúcidas de la Historia que iban a formar parte de las preocupaciones mayores de la “nueva novela histórica” que empezaría con El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier, comprometida en levantar ficciones poéticas para revisitar la canonización de la Historia nacional de la época.
En este sentido, Pulido, en una sutil radiografía de su corpus, evidencia que unos autores de la tachada “novela histórica tradicional hispanoamericana” ya practicaban el ejercicio literario experimental con la meta de reactivar, desde una experiencia íntima con las inquietudes y conmociones del siglo XIX, las páginas olvidadas o suprimidas de la Conquista, y de este modo inventar otros lugares de la memoria colectiva para plasmar lo que hubiera podido suceder en el pasado y podría suceder en el futuro. El hilo conductor de esta postura es la distribución y la función maleable, adentro y afuera de la economía del texto de ficción, de crónicas elaboradas por los propios conquistadores y religiosos españoles en los siglos XV y XVI, archivadas como los primeros testimonios de este encuentro y desencuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Pulido, siguiendo un meticuloso proceso heurístico, examina la correspondencia plural que los tres autores, desde situaciones de enunciación distintas y dotados de su personal audacia lingüística y metafórica, entablan con fuentes históricas en la relojería misma de la ficción. Aunque, en las tres novelas estudiadas, las crónicas fungen como datos informativos en pie de página, palimpsesto y memoria consignada para acreditar el juego referencial y documentado, y por consiguiente ratificar la veracidad de los hechos conflictivos, su espíritu de conquista (de territorio, de riqueza, de poder, de expansión religiosa), nos expone Pulido, se ve desplazado hacia la conquista de una resistencia a favor de la autodeterminación, de la rectitud y de la razón por el bienestar del pueblo conquistado o a punto de serlo.
El trasplante de crónicas auténticas en la diégesis novelesca ayuda entonces a contar historias silenciadas, como las de los vencidos y oprimidos, al metamorfosear el heroísmo sostenido de unos conquistadores crueles en una epopeya de subyugados, a delinear, para alcanzar una “unidad de destino”, un modelo de convivencia entre las “antigüedades indígenas” y las “virtudes públicas”, anacrónicamente representadas uno tras otro por nobles indígenas o religiosos españoles como Fray Bartolomé de las Casas. Todo lo que callaría, deformaría, no entendería, no diría, no sabría la crónica, la ficción lo exteriorizaría, lo reajustaría, lo captaría, lo desembrollaría, lo enmendaría, lo revelaría. Esta desfamiliarización con la Historia Oficial, piedra angular de la “nueva novela histórica”, pasa, en los balbuceos del género, por una inédita exégesis de la heroicidad. De hecho, Pulido extrae de esta yuxtaposición, hasta de este diálogo difuso, entre el documento y la ficción, un cuestionamiento subyacente acerca de la figura del héroe que se sacrifica por su pueblo, reinterpretado desde el presente de enunciación de los autores a fin de impulsar la ética patriótica y el sentido de comunidad. Que sea el escritor anónimo de Jicotencal, que sea Gertrudis Gómez de Avellaneda o Manuel de Jesús Galván, todos ponen en tela de juicio la construcción del héroe histórico vigente planteándose: ¿De quién depende su encarnación? ¿Qué valores defiende? ¿Se fabrica a solas o es fabricado por los otros? ¿Qué hace que se registre o no en la Historia de la memoria colectiva? ¿Rebelarse contra lo inaceptable, lo insoportable es un acto heroico, humanista o sensato? Pulido demuestra con pertinencia de qué manera el mundo imaginario, y aquí la novela, al interpelar en su propio mundo las crónicas del “Descubrimiento” y de la “Conquista” y debatir con ellas, las libera de la inmediatez de su tiempo de Historia y de su tiempo de escritura para someterlas al tiempo meditativo y a la actualidad del siglo XIX.
De ahí, el papel crucial del narrador, teóricamente heterodiegético, pero cuyas muestras de subjetividad intelectual e ideológica no solamente se manifiestan en las palabras dirigidas explícitamente al lector o en las palabras concedidas a personajes que habían sido excluidos del campo histórico y del campo literario, sino que también manifiestan su manera de sentir, percibir y pensar los retos políticos del siglo XIX hispanoamericano. La orientación del punto de vista general hacia la no-neutralidad, es decir la transformación en literatura de un pensamiento sobre la organización y el ejercicio del poder en una sociedad, sobre la urbanidad, sobre los lazos culturales y éticos de un mismo país, crea un personaje no declarado, llamado por Pulido de “narrador-filósofo”. Éste se confunde con el autor y “sabe descubrir las verdades ocultas, con lo que la literatura viene a refrendar su finalidad moral y educativa”. Si le quitamos sobre todo la “finalidad moral”, comparte bastante los atributos de la recién producción de novelas históricas por fisurar la concepción de una Historia monolítica con la intervención de una multitud de personajes y de ópticas, por abandonar la visión victoriosa y autoritaria, y por adoptar saberes sepultados, periféricos, privados de las condiciones del contar y del recordar.
Es atinado ver que el libre albedrío asociado a voces que habían sido marginadas adquiere en la boca textual del narrador una tonalidad de emancipación para la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda. Pulido evoca, a través del recorrido personal de la Avellaneda, cómo las mujeres letradas a menudo han tenido que afrontar la interiorización de su supuesta ilegitimidad en Literatura. Para la Avellaneda, optar por la personalidad de Guatimozin y su lucha contra los conquistadores constituye un resorte a fin de no reproducir la lengua del dominante; lengua que a ella misma, en su calidad de “mujer”, le exhortaba a renunciar a sí misma y a confinarse en la lengua de la inmovilidad. Enlazarse con una voz combativa pero sofocada le permite a Avellaneda inventar en la fogosa plasticidad de la ficción otros relatos posibles y estructurar experiencias de vida que no se hallaban en ninguna parte, que no tenían ningún lugar en el espacio de la palabra dada. La incipiente novela histórica hispanoamericana, en una parte de su producción, igual que su heredera, abre su superficie a la narración de un destino singular, representativo de una colectividad y capaz de reconquistar historias de desposesión.
Pulido no se queda ahí; asimismo arroja una nueva luz sobre otros dos legados olvidados de esta literatura en ciernes. Primero, la convocación de múltiples géneros literarios, ora en vías de anquilosamiento (romanticismo, bildungsroman), ora en plena prosperidad (costumbrismo, realismo, naturalismo), y cuyo maridaje aboca a un ensayo de pensamiento que disecciona momentos convulsivos de la Historia por la cirugía del arte de la palabra, citada para restituir una magia de emoción y para que el mundo descrito sea leído con una flamante mirada. Segundo, una introspección del proceso de escritura en las entrañas de la ficción donde el autor, con su camuflaje de narrador, escribe cómo escribe sobre lo que escribe convirtiendo las herramientas autorreferenciales en un socio para ilustrar de dónde habla, y así señalar que no es únicamente un guardián de la memoria de la Historia sino un “portador” de historias.
La riqueza del libro de Begoña Pulido, en esta aguda inspección de la “reapropiación” de las crónicas por la novela histórica del siglo XIX, reside en persuadir al lector de que la literatura es una guía para leer otras literaturas y un modo de investigación de lo real. La pretensión de la literatura, concluye Pulido, no es transcribir la realidad sino decirse a sí misma y hacerse eco de la verosimilitud o de una experiencia de realidad que hacía falta, que no era patente antes de ser contada.
Cathy Fourez es profesora-investigadora de la Universidad de Lille
AQ