Encontré una carta de P. en un fólder de facturas con fecha de los años ochenta. Una gran hoja blanca doblada en cuatro, con manchas de semen que se habían vuelto amarillas y habían endurecido el papel dándole una apariencia transparente y granulosa. Solo había escrito, arriba, a la derecha, París, mayo 11, 1984, 23 horas 20, viernes. Es todo lo que me queda de este hombre.
Conocí a P., un publicista, algunas semanas después de la admisión de mi madre al hospital debido a graves problemas mentales. Su comportamiento se degradaba día con día, de pronto se había convertido bruscamente en una vieja. Me preguntaba cómo iba a poder seguir aguantando esa situación. Cuando salía del hospital, me hallaba en una especie de estupor y ponía casetes o el radio a todo volumen. Era la época de Scorpions y de Still loving you.
P. me llamó para no sé qué proyecto. Su voz en el teléfono me perturbó, tuve ganas de verlo. Al descubrirlo ya instalado en la mesa del restaurante donde habíamos quedado, en la rue de Rome, me pareció anodino, de semblante fatigado, ya cerca de los cincuenta sin duda. Pensé que me había equivocado al aceptar comer con él, nunca haré el amor con este tipo, a pesar del deseo que tenía de un hombre en ese entonces. Incluso si su voz y su conversación agresiva y brillante a la vez me gustaban, cuando lo dejé esa vez decidí no volver a verlo en mi vida. Pero la noche siguiente, con asombro, sentí un violento deseo de venirme pensando en él.
Por ello no decliné la invitación que me hizo por teléfono, algunos días después, para ir juntos a la exposición de Matta, en el Centro Pompidou. Como me sucede a menudo cuando empiezo a sentir deseo por un hombre, tenía ganas de hacer el amor con P. lo más pronto posible, a fin de terminar con una espera que impide pensar en otra cosa y encontrar así la tranquilidad.
El día previsto, habíamos desayunado en el restaurante de la rue de Rome, visto la exposición de Matta, y nada más. Nos besamos ya en el taxi que me conducía a la estación Saint-Lazare. En el tren de cercanías, pensaba con enojo y desánimo que aún debería esperar, ver muchas veces a mi madre enferma y llorar esperando sus argumentos dementes, antes de, según las palabras que suelo emplear en mi fuero interior, lanzarme al aire.
Durante la semana que siguió, P. se las ingenió para volver mi deseo insoportable mediante varias llamadas, en las que evocaba su propio deseo. Un mediodía me propuso hacer el amor, en un hotel del barrio de la Ópera —la hora y el lugar convenían a sus obligaciones de trabajo y de hombre casado—; recibí su propuesta como una liberación.
Después de una comida silenciosa, casi tensa, tomamos un taxi que nos dejó en una callecita animada entre la rue de la Paix y la avenida de la Ópera. El hotel al que entramos tenía el letrero de “Lleno” en el vestíbulo. Apareció un hombre, a quién P. habló discretamente mientras yo me hacía la desentendida. El hombre nos indicó que podíamos subir. En el primer piso, en el oscuro pasillo, surgió una mujer de edad madura y vi que P. le daba dinero. Abrió la puerta de un cuarto y se retiró en silencio. Era un cuarto sin ventanas, contiguo a un pequeño salón que daba hacia la calle. La cama estaba cubierta de pieles de imitación y rodeada de espejos. Recuerdo que en menos de un minuto ya estábamos desnudos y que me hizo venirme con una dulzura y una experiencia que nunca he vuelto a encontrar en una primera vez. Al momento de partir, la mujer que había visto reflejada en el espejo, de ojos brillantes, no parecía ser yo. Acaricié mi cabello, una mecha estaba húmeda de esperma. Apenas habíamos permanecido una hora en el cuarto.
Después, solo tuve un deseo, regresar rápido a casa. En el tren de cercanías sentía la mecha, ahora seca, pegada y tiesa, rozar mi mejilla. Quería olvidar esa tarde, a ese hombre que me había llevado a lo que manifiestamente era un hotel de paso, o de citas, y al que yo sospechaba ya había ido con prostitutas. En mi estado de fatiga y de satisfacción, estaba segura de nunca más desear hacer el amor con él. Esa misma noche, sin embargo, no veía porqué debía dejarlo, solo tenía un deseo, venirme otra vez en él.
Durante la primavera de ese año, mientras que la enfermedad de mi madre se agravaba inexorablemente, hice el amor como una loca con P. en el hotel al que habíamos ido la primera vez, el hotel Casanova. Era un lugar afelpado donde, a pesar de las idas y venidas —se escuchaban ruidos lejanos de puertas—, nunca nos cruzábamos con nadie. Todas las habitaciones eran sombrías, siempre con espejos, a veces un espejo sin azogue cubierto por un velo sobre la cabecera de la cama. Solo poder quedarse una hora —el tiempo que pagaba P.— daba ansiedad a nuestros gestos y nuestras caricias. El lugar mismo, donde todo evocaba el sexo de tránsito, pagado o no, incitaba a la desmesura, a las palabras más obscenas —que, en seguida, me llegaban en flashes—, el simulacro de la prostitución.
En estas habitaciones, a veces pensaba en mi madre. Me parece que tenía necesidad de gozar sexualmente para soportar la imagen de su cuerpo disminuido, de su ropa interior sucia. Que necesitaba ir lo más lejos posible en el cansancio del placer, en un desamparo de semen y sudor para borrar —o tal vez alcanzar— su propio desamparo. Oscuramente, el cuarto del hotel Casanova y el suyo en el hospital se tocaban. “Coger hasta reventar”: esta frase fue más que una verdad para mí esa primavera. Y que me fuera posible hacerlo me parecía una fortuna, casi una gracia.
Antes de nuestra cita, cuando yo llegaba primero, me iba a pasear a uno de los almacenes del boulevard Haussmann, el Printemps o las Galerías Lafayette. Aquí, a cualquier hora del día, hay mujeres que arden bajo su falda y que hacen compras como si nada: yo era una de ésas.
Después de la sesión en el hotel, caminábamos hacia la estación Saint-Lazare. La primavera era precoz y cálida. Yo estaba envuelta por un suave torpor del que estaba abolido todo pensamiento del pasado o del porvenir, salvo la necesidad de tomar el tren de cercanías para volver a casa. Si P. tenía un poco más de tiempo, íbamos a una galería o a un museo. En las salas desiertas, nos acariciábamos imprudentemente. Al final de la tarde, P. me llamaba desde su oficina recordándome lo que habíamos hecho ese día, y proponiendo otro escenario para la próxima vez que fuéramos, como él decía, “a saludar a Casanova”. Poseía en buen grado esta forma de imaginación refinada de la que carecen las películas porno y revistas como Penthouse.
Nunca me preguntaba si amaba a P. Simplemente, nada habría podido impedirme ir al hotel Casanova con él para hacer el amor. El rechazaba toda ilusión diciéndome: “tú amas mi verga, nada más”. ¿Acaso desear el sexo de un hombre, y solo el de él, no es ya demasiado?
Había dejado de indisponerme ante el estado de mi madre. Cuando la iba a ver al hospital, le acariciaba el cabello, las manos, ya no sentía repugnancia de su cuerpo.
Una tarde de mediados de junio, atravesábamos el umbral del hotel cuando el hombre encargado habitualmente se precipitó hacia nosotros con patentes gestos de rechazo y vociferando que el hotel estaba lleno. Tal vez había una redada policiaca, o acababa de haber una. Tomamos un taxi rumbo al cementerio Père-Lachaise, rumbo a los senderos sombríos. Pero en este lugar a la intemperie, con árboles y trinos de pájaros, estábamos desamparados. Lo único que hicimos fue acariciarnos furtivamente. Bajo el efecto del calor el rostro de P. había enrojecido. Como la primera vez, le advertí el semblante de fatiga, más viejo de lo que en verdad era.
Otra tentativa al Casanova, algunos días después, tuvo el mismo resultado. P. no buscó otro hotel y yo tampoco deseaba que lo hiciera. Fue en el hotel Casanova, durante una primavera cálida y el principio de la enfermedad de mi madre, que nuestra historia se había construido y asentado, de placer en placer.
Después, nos vimos de vez en cuando, en mi casa en las afueras de París, cuando él disponía de algunas horas para poder tomar el tren. Venía con reticencia, se iba rápido, no parecía a gusto en mi departamento. Yo lo esperaba sin deseo y sin imaginación. La realidad se había reinstalado y normalizado. Una vez me pregunté: “¿pero qué hace aquí?” Ya no sé cuándo dejamos de vernos definitivamente.
Nunca volví a pasar por la calle del hotel, en pleno corazón del barrio de la Ópera, desprovista de comercios. Quizás él tenía razón al decir que yo no amaba más que su sexo puesto que no soy capaz de recordar otra cosa más que eso, las horas pasadas con él en el hotel Casanova. Pero sé que a causa de este hombre —a quién atisbé de lejos un día en el andén de la estación Ópera, tenía el cabello cano— sentí lo infinito y enigmático del amor físico, su dimensión de compasión. Y en cada gesto, en cada abrazo, hubo algo de él y del hotel Casanova, como una sustancia invisible uniendo a hombres y mujeres que nunca logran encontrarse.
Tomado de 'Écrire la vie' (Gallimard, 2011).Traducido del francés por José Abdón Flores.
AQ