Con Ignacio Solares siempre ocurren sorpresas: en las tramas de sus novelas, de sus obras de teatro, en sus entrevistas periodísticas y también en la vida cotidiana. Gaston Bachelard decía que no hay acción imaginante sin la aparición de lo inesperado. En 1985, convirtió a una revista bancaria en una especie de suplemento cultural. Generosamente me invitó a ser el subdirector de esa aventura.
Teníamos una página ilustrada como fotonovela con anécdotas —no exentas de humor— de la atención y el servicio que brindaba el personal bancario. Junto a reportes e informes económicos y organizativos de las actividades institucionales, la revista se abría con textos inéditos de Carlos Pellicer, Carlos Fuentes, Sabina Berman, Guadalupe Amor o Elías Nandino; había entrevistas con Borges, Rufino Tamayo y Elena Poniatowska, pero también con el cantante Raphael o con Resortes. Se publicaban ensayos, reseñas de cine con Tomás Pérez Turrent, recomendaciones de libros, teatro y música.
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En las calles de Río Guadiana, en una pequeña oficina en donde prácticamente no cabíamos (acondicionada provisionalmente después del temblor), nos encontrábamos con colaboradores que nos abrían un tiempo extraordinario. Conversábamos largamente con José Agustín, Carlos Montemayor, José Ramón Enríquez y Joaquín Armando Chacón. Recuerdo particularmente unas cuartillas que nos dio Juan Tovar, con su traducción de un cuento de Isaac Bashevis Singer. Nacho Solares se quedó impresionado con ese relato titulado “El reencuentro”.
En este texto, el personaje central es despertado por una llamada telefónica con una noticia que lo entristece: “Una mujer a la que usted quiso ha muerto”. Se dirige en seguida al funeral. Llega demasiado temprano. Se encuentra con la hermana de su amiga muerta, quien se parece mucho a ella. Ahí se entera de manera confusa que él mismo también ha muerto y que con quien está conversando es con su amiga recién fallecida. Los están enterrando en el mismo panteón. Ambos atestiguan las palabras del rabino en honor a ella. Lágrimas pagadas, comenta con sarcasmo la mujer. Conversan sobre sus parejas y cuitas amorosas y se alejan del panteón flotando más allá del tiempo, extrañados de su nueva condición. Recuerdan el pasado y se asombran de estar juntos nuevamente. Él le toma su brazo astral y se elevan sin ningún destino mientras comenta: “De todos mis desencantos, la inmortalidad es el mayor”.
¿Te imaginas si resulta ser así? Me comentó Nacho Solares con su risa desbordante. Ese fue un tema que exploró en su literatura. Un ejemplo es el relato de Nacho llamado “Muérete y sabrás” que tiene un íncipit genial: “Quién iba a imaginarlo: en mi vida anterior también estuve casado con mi mujer actual”. Una pareja tiene una entrevisión: al salir de una cena del Café Tacuba ven uno de los tranvías eléctricos que hubo en la Ciudad de México a principios del siglo y se dan cuenta que lo tomaron juntos, allá, entonces. Poco a poco recuperan los detalles de esa escena de otra vida. Ella le dice: “Eres inmortal aunque no lo quieras. Muérete y sabrás que me voy contigo, que te alcanzo a donde quiera que vayas”.
¿Ese ciclo incesante será la inmortalidad o hay un momento en que descubrimos que nos fusionamos con el otro y con los otros? Ese fue un tema que tocamos muchas veces en nuestras charlas. ¿No hay nada después? ¿Vamos de ola en ola? ¿Somos olas o somos el mar incluso antes de la muerte? Recuerdo particularmente unas pláticas que sostuvimos en la FIL de Guadalajara, atestiguadas por José Luis Martínez.
En una de esas cenas, entre sándwiches con papas y Coca Cola Light, Nacho se arriesgó y narró momentos en los que había percibido una profunda sensación de ilimitación que rebasaba todos los sentidos. En el silencio que se da al meditar se desvanecían los objetos de percepción, desaparecían gradualmente los pensamientos y la conciencia quedaba libre sin ninguna frontera. Complementé con una metáfora lo dicho por Ignacio: “Es como si yo fuera una ola que se aquieta y vuelve mar. Luego vuelvo a ser ola y veo las otras olas: una se llama Nacho, otra Vicente, otra Estela, otra Myrna, pero somos el mismo mar”.
Vicente Leñero intervino y dijo: “Es que la ola es el mar”. Y nos habló de un libro sobre la espiritualidad mística. En La ola es el mar de Willigis Jäger se señala lo siguiente: “Uno puede dirigirse separadamente al mar y la ola, pero su esencia es el agua. El mar son todas las olas y todas las olas son una unidad”. En ese mar se mueven las olas, las memorias de amigos entrañables aquí nombrados que ya se fueron. Recientemente, los queridos Beto Buzali y Joaquín Armando Chacón. Se repiten las preguntas: ¿No hay traza de ellos? ¿Se convirtieron en otras olas? ¿Se integraron al mar? Escucho la carcajada de Nacho que dice: “Muérete y sabrás”.
El pasado 15 de enero, Ignacio Solares hubiera cumplido 80 años. Más allá de las coordenadas del tiempo y el espacio que seamos capaces de entender, celebramos su ola como parte indisoluble de nuestro mismo mar.
AQ