Inventario de soplones

Opinión | Toscanadas

En la ética del mundo infantil, la amistad y la lealtad valen más que el oro; en el maloliente mundo de los adultos, en cambio, las traiciones están en oferta.

Entre los adultos, los intereses estén por encima de las lealtades. (Foto: Tophee Márquez | Pexels)
David Toscana
Madrid /

En nuestra infancia, muchos habremos pasado por el siguiente conflicto ético: se cometió algún desmán en la escuela; el profesor pide la comparecencia del culpable o de lo contrario castigará a todo el grupo. Hay seis posibles reacciones. Dos de las cuales son inéditas.

La primera: que el culpable confiese. La segunda: silencio absoluto y castigo para todos. La tercera: un voluntario inocente se hace pasar por culpable. La cuarta proviene de la tercera: cuando el inocente se acusa, otro compañero dice que él fue, luego un tercer compañero se apunta, un cuarto y quinto y así hasta completar el grupo. Este comportamiento valeroso termina por avergonzar al maestro acusador.

La quinta opción es que uno de los compañeros señale al culpable. Nunca supe de nadie tan cobarde. La sexta, aún más inadmisible, es que el propio culpable señale a sus cómplices o a un inocente.

Esa es la ética del mundo infantil en la que la amistad y la lealtad valen más que el oro; ese mundo en el que no hay mayor bajeza que ser un soplón.

En el maloliente mundo de los adultos es muy frecuente que los intereses estén por encima de las lealtades. Las traiciones están en oferta. Pero el soplón sigue siendo un maloliente.

Este personaje es común en las novelas de presidiarios. En sus Relatos de Kolimá, Varlam Shalamov se ocupa varias veces de ellos, siempre con tono de desprecio. “El doctor Yampolski era simplemente un soplón y un canalla que se había abierto camino a golpe de denuncias” o bien “Otro se llamaba Liubov, era un hampón, o, mejor dicho, un podrido, un soplón podrido”.

En Un día en la vida de Iván Denísovich, Solzhenitsyn relata el asesinato por degollamiento de “personas en la cama”, pero alguien corrige, “no personas, sino soplones”.

En La madre, de Gorki, ante el cuerpo de un hombre asesinado a golpes, alguien dice sin conmoverse: “Han cerrado el pico a un soplón”.

En Los hermanos Karamazov, un personaje se refiere con tal desprecio a un soplón, que dice: “Matarlo sería poco”.

Chéjov tiene un cuento en el que el pueblo se alegra de la muerte de un soplón, y otro en el que presenta a uno de ellos avergonzado de sí mismo: “Dándose un puñetazo en el pecho, Alexei Ivánich se echó a llorar: Soy un delator, un soplón”.

Pero estos ejemplos vienen de la literatura. Últimamente en los diarios leo otra cosa. Quizá la pista la da Milan Kundera en La broma. Refiriéndose a los soplones dice: “Todos, sin excepción, los despreciábamos, pero sabíamos que era el medio más eficaz que se nos ofrecía para mejorar nuestras condiciones de vida, irnos pronto a casa, obtener un buen expediente y salvar, al menos en parte, nuestras perspectivas de futuro”.

ÁSS​​

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