Según Lawrence Durrell, autor no solo de novelas ya clásicas (El cuarteto de Alejandría, por ejemplo) sino de grandes libros de viajes, la islomanía es “una rara afección del espíritu. Algunas personas encuentran algo irresistible en las islas. La sola idea de estar en un pequeño mundo rodeado por el mar les produce un arrebato extraordinario”. Desde hace tiempo detecto en mí estos síntomas: soy, lo admito, islómano en grado avanzado. Por eso siempre que salgo de México, sea a la latitud que sea, busco un resquicio insular donde mi afección halle una montaña mágica que logre acentuarla y no curarla. Por eso en septiembre de 2009 acepté volar hasta Islandia, un país que conocía básicamente a través de instantáneas visuales y musicales (The Sugarcubes, Björk, Emilíana Torrini, Sigur Rós) y por la fidelidad que Jorge Luis Borges profesó a las sagas nórdicas.
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Extraordinario, sin duda, fue el arrebato que me produjo incursionar en un territorio cuya baja densidad de población —menos de cuatrocientos mil habitantes— da cabida a un despliegue paisajístico que más que a la superficie de la luna, como se me había dicho, remite a una zona virgen, intocada por el hombre: una tierra primitiva, en estado larvario, que desde épocas inmemoriales se disputan dos placas tectónicas, la euroasiática y la norteamericana. La lucha se atestigua con claridad en el Parque Nacional Thingvellir, sede del primer parlamento del mundo —establecido en el año 930—, donde la dorsal mesoatlántica se exhibe como una cicatriz majestuosa para recordarnos las heridas que el planeta ha sufrido en secreto. Estas heridas se manifiestan también mediante la energía geotérmica, que estalla en géiseres sembrados a lo largo del país que los bautizó —“géiser” viene de Geysir, la terma ubicada en Haukadalur, un valle en el noroeste de Islandia—, e intentan ser sanadas por el musgo de un verde casi fluorescente que cubre los distintos tipos de lava que contribuyen a crear un escenario sobrenatural donde uno aprende a deletrear la palabra “frío” en el lenguaje del Deep North. Eso me sucedió al cruzar la pasarela encostrada de hielo que lleva a la cascada Gullfoss, nutrida por el río glaciar Hvitá: supe que ignoraba la verdadera acepción de frío cuando mis manos desprovistas de guantes, olvidados en el departamento donde me hospedaba en Reikiavik, se agarrotaron en los bolsillos de mi abrigo.
Reviví esa sensación de hipotermia al leer El zorro ártico, la novela corta de Sjón que obtuvo el Premio de Literatura del Consejo Nórdico en 2005, el año en que Siruela tradujo al español otro de sus múltiples libros, Tus ojos me vieron. “Vista” es justo lo que significa el seudónimo de Sigurjón Birgir Sigurdsson, nacido en la capital islandesa en 1962 y célebre por colaborar con Björk en varias canciones, entre otras “I’ve Seen it All” de Dancer in the Dark de Lars von Trier, que consiguió una candidatura al Oscar en 2001.
Autor anfibio que se mueve hábilmente entre la narrativa y la poesía, Sjón transmite en El zorro ártico una originalidad similar a la de la textura volcánica de su país natal. Situada en la Islandia profunda de finales del siglo diecinueve, la novela elige a dos personajes memorables (el archidiácono Baldur Skuggason y el naturalista Fridrik B. Fridriksson) como portavoces de una historia que, igualmente anfibia, corre entre la parábola y el relato de supervivencia con una certidumbre que congeló mis expectativas de lector. Emprendida por Skuggason, la caza del animal totémico que da nombre al libro deviene una metáfora no solo de la escritura en sí misma sino de un estilo literario: arrojado por una avalancha a la grieta de un glaciar donde experimenta un insólito retiro espiritual que acaba por ser metafísico, el clérigo despelleja a su presa —con la que se comunica en un pasaje alucinante donde se discute la electricidad en términos teológicos— para luego someterse a una metamorfosis kafkiana que lo transporta a “la primavera anterior a los días del hombre”. Así trabaja la prosa de Sjón: como un cuchillo que quita el pelambre, la piel excesivamente lírica que a veces se vuelve un lastre narrativo, para exponer la médula de la novela. Inscrita con buril en un bloque de hielo, prístina y primigenia, El zorro ártico deambula con elegancia entre una persecución alegórica y sus frutos fantásticos, entre un rompecabezas que forma un ataúd y un barco espectral que encalla llevando a bordo a una mujer con síndrome de Down que forja su propia lengua, para demostrar que la literatura puede hablar el idioma del frío con una fluidez envidiable. Un idioma que no es otro que el de Islandia, la patria donde la intemporalidad decidió disfrazarse de lava, lagunas de un azul eléctrico y cielos que se rinden al llamado del norte.
Sjón ha continuado cultivando su nexo con el cine al cabo de Dancer in the Dark y prueba de ello es Lamb (2021), debut en el campo del largometraje de su compatriota Valdimar Jóhannsson, nacido en el norte islandés en 1978, con quien coescribió el guión de esta obra de arte sobre el duelo y la maternidad que asombra y estremece y admite varios adjetivos: bella y dolorosa, impredecible y mágica, provocadora y siniestra. Planteada como un acertijo de hermosura gélida y minimalista para el que no existe explicación ni solución, Lamb se apoya en la labor de la pareja protagónica interpretada por Noomi Rapace y Hilmir Snær Guðnason para elaborar la radiografía de un matrimonio cimbrado por la pérdida. El choque entre lo humano y lo animal y el desequilibrio detonado en consecuencia compone el núcleo de la trama, que acude a una suerte de gótico nórdico para crear una pieza magistral sobre el lado fantasmal y ominoso de la convivencia entre distintas especies en una atmósfera desolada.
La Islandia profunda que figura en El zorro ártico provee los parajes idóneos para exteriorizar la interioridad de los personajes de Lamb, que ha sido conquistada por las brumas frías de la aflicción. El adentro y el afuera entablan un diálogo constante en un ambiente como de perturbadora fábula ancestral. Auténtica victoria estética, Lamb evidencia de nuevo que el gran arte en general y el gran cine en particular no es el que brinda respuestas sino el que ayuda a formular mejor las preguntas que nos inquietan. Valdimar Jóhannsson logra diseñar, así pues, un enigma arrebatador.
Al igual que El zorro ártico, Godland (2022), el tercer largometraje de Hylnur Pálmason, nacido en Hornafjörður en 1984, se desarrolla a finales del siglo diecinueve. Es este un filme sobrecogedor y sublime como el paisaje que lo enmarca, un viaje a los confines de la fe que se inspira en siete fotografías tomadas en la costa sureste de Islandia por un sacerdote danés. El vínculo no necesariamente benévolo entre hombre y naturaleza es captado con pericia poética, permitiendo que el salvaje esplendor islandés acoja una travesía telúrica encabezada por el sacerdote Lucas (Elliott Crosset Hove), empeñado en la colonización religiosa de lo incolonizable. Después de A White, White Day (2019), su fabulosa incursión en el drama de bordes policiacos, Pálmason opta por un pulso claramente místico que por momentos recuerda al director ruso Andréi Tarkovski y su relación casi sacramental con la magnificencia y el silencio del mundo. La propuesta estética de Godland es formidable, ya que toda la cinta está rodada en el formato 4:3 de ángulos redondeados que caracterizó al daguerrotipo decimonónico, de modo que el espectador se siente todo el tiempo dentro de un misterioso álbum localizado en un arcón antiguo. Con un talento particular para percibir la presencia y la voz de los elementos, Hlynur Pálmason construye una parábola sobre la fusión del orbe humano y la esfera natural en un contexto que remite a leyendas olvidadas. Godland apunta sin miramientos hacia la epifanía.
Experimenté algo próximo precisamente a la epifanía al visitar uno de los lugares más extravagantes que conocí durante mi estancia en Islandia: la Laguna Azul, el balneario geotermal ubicado al suroeste del país cuyas aguas son parte de una formación de lava que se perfila contra el horizonte con aire amenazador. Mientras emprendíamos el regreso de la Laguna Azul a Reikiavik, Margrét J., mi principal anfitriona islandesa, me contó que en su país la eutanasia no es un tema tabú: más aún, está tan asumido por los ciudadanos que ni siquiera se considera dentro del debate público. El gobierno islandés ayuda incluso al “bien morir” de los enfermos terminales: los aloja en una casa de descanso junto a un lago cercano a Reikiavik, donde son atendidos por médicos que les suministran sedantes para hacer más llevaderos los últimos días y no prolongar la agonía. Me sorprendió favorablemente la naturalidad y podría decir que hasta la exaltación con que Margrét se expresó sobre la muerte. Entrar y salir de este mundo, comentó, no tienen por qué ser actos traumáticos sino todo lo contrario. Luego refirió la historia de una prima suya, diagnosticada con un cáncer fulminante, que había fallecido unos meses atrás. Dijo que le había fascinado —ese fue el verbo que empleó— la manera en que su prima encaró su etapa final, dejándose guiar por una nube de calmantes a la siguiente morada. “Mi prima —añadió Margrét sin despegar la vista del frente— se negó a convertir sus últimas semanas en un páramo de dolor.” El coraje, pensé yo, el talante de acero galvanizado que se requiere para enfrentar con tal dignidad la salida de este plano que habitamos: cuánto valor, cuánta templanza. Mientras del radio del auto se desprendían las notas de una pieza clásica, miré a través de la ventanilla: la casa de descanso de los enfermos terminales —el moridero, en realidad— se recortaba contra un cielo de plomo que de golpe me resultó inusualmente benévolo y aun protector a diferencia del que se curva sobre los yermos existenciales de Lamb y Godland.
AQ