Italo Calvino: la querencia paterna

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Celebramos 100 años del nacimiento del escritor italiano con estos trazos biográficos que ponen el acento en la herencia familiar y en su relación con Cuba y México.

El escritor italiano Italo Calvino nació el 15 de octubre de 1923 en Cuba. (Fotoarte: Luis M. Morales Campero)
Ernesto Lumbreras
Ciudad de México /

Pospuse una y otra vez la lectura de la novela El sendero de los nidos de araña (1947), obra de un Italo Calvino de menos de 25 años. ¿Pesaban mis prejuicios sobre el realismo de la ópera prima del italiano, corriente de la que paulatinamente se distanciaría? (1) Tal vez sí y me arrepiento. Ahora, con el pretexto de su centenario, me di el gusto de leerla. Mi edición viene acompañada de un largo prefacio escrito por el autor en 1964; en esas páginas de revisión de vida y oficio, el novelista vuelve tras sus pasos, el recuerdo vívido de sus pequeñas grandes hazañas como partisano que intentaba trasladar a la literatura. Manifiesta también desengaños políticos, lealtades literarias y exorcismos biográficos. Por ejemplo, después de esta aparente bravuconada, “Diré esto: el primer libro sería mejor no escribirlo nunca” (2), Calvino matiza y reorienta el sentido de su libro debutante el cual “ya te define, mientras que tú en realidad todavía estás lejos de ser definido; y esa definición tendrás que arrastrarla toda la vida tratando de darle confirmación o de ahondarla, o de corregirla o de desmentirla, pero sin poder prescindir de ella nunca más” (3).

Entre las confirmaciones y ahondamientos que se verificarán en sus libros posteriores, encuentro en los cuatro cuñados calabreses, apodados Duque, Marqués, Conde y Barón —partisanos de la excéntrica brigada que combate a los alemanes en el norte de Italia—, un primer atisbo de El vizconde demediado (1952), El barón rampante (1957) y El caballero inexistente (1959). Otra prefiguración que revela El sendero de los nidos de araña es la figura del padre, en principio, por la ausencia del mismo en la vida de Pin, el niño protagonista de la novela, personaje que mezcla rasgos de Mowgli, Pinocho, Oliver Twist y Huckleberry Finn, un huérfano que debe sufrir las canalladas de los adultos y de la guerra, protegido por su buena estrella, su don de pícaro precoz y “las ventajas” de estar bajo el amparo de su única hermana que malvive de la prostitución. Ese regimiento, al que Pin se incorpora por azarosas circunstancias, cuenta con un cocinero al que llaman Zurdo, ex marinero, acusado de trotskista quien presume: “Sé todas las lenguas del mundo. Y sé cocinar a la manera de todas las partes del mundo: cocina china, cocina mexicana, cocina turca” (4). No abuso de la sobreinterpretación autobiográfica si relaciono esa mención a la gastronomía de México con el padre del escritor, Mario Calvino (1875-1951), agrónomo destacado quien dejaría un legado fructífero en la agricultura de nuestro país, donde residió de 1909 a 1917.

El peso de la vocación profesional, por el lado del padre, pero también por vía materna —Eva Mameli fue una estudiosa botánica—, orilló al joven Calvino a matricularse en la Facultad Agraria de Turín en 1941 (5). Con “la disculpa” de la Segunda Guerra Mundial, de su participación en las brigadas civiles contra las tropas nazi-fascistas, el futuro escritor rompió todo vínculo de estudio del reino vegetal y, apenas concluido el conflicto bélico, ingresaría a la Facultad de Letras en el otoño de 1945. Para refrendar su manifiesto desarraigo, se titularía con una tesis sobre Joseph Conrad, la imagen por excelencia del escritor sin ataduras de lugar, tanto en su obra como en su biografía. Al releer los relatos de Marcovaldo (1963), escritos desde 1953 en el periódico comunista L’Unità, no puedo dejar de ver en el personaje —cuyo nombre da título al libro—, parodias y homenajes a la fascinación de la naturaleza que profesaba el agrimensor Mario Calvino.

En un texto escrito en 1962, “El camino de San Giovanni”, Italo Calvino saca a la luz su relación con su padre, una relación entrañable y de permanente confrontación. Posiblemente este relato, un conmovedor y extraordinario apunte autobiográfico, sería uno de los eslabones primeros para un volumen de memorias que el narrador se planteaba llevar a buen puerto. El clan Calvino vivió por varias generaciones en San Remo, región de Liguria; en la campiña de cara al mar, el padre mantuvo, desde su regreso de Cuba en 1924, unas cuantas hectáreas de cultivo donde aclimataría árboles y plantas de Cuba y México. Para el autor de Las ciudades invisibles estos dos países estarán presentes en sus libros y en su trayectoria de vida. En el primero nació el 15 de octubre de 1923 —en la estación experimental de agricultura en Santiago de las Vegas— y al que volvería en enero de 1964 en calidad de jurado del premio de novela de Casa de las Américas; al segundo, visitado por vez primera después de cumplidos sus compromisos cubanos, prácticamente en plan de luna de miel, pues se había casado en La Habana con la traductora argentina Esther Singer (6), regresaría en el verano de 1976, viaje del que daría testimonio en sus libros Colección de arena (1984) y Bajo el sol jaguar (1988).

Los años en México del padre, lleno de anécdotas y aventuras, estuvieron presentes en las charlas de sobremesa de la familia Calvino, donde, por cierto, los aguacates y chayotes mexicanos nunca faltaron. Seguro que el escritor supo las circunstancias por las que el agrimensor Mario Calvino cruzaría el Atlántico y se avecindaría en nuestro país. Nunca refirió, ciertamente, esas coordenadas en algún texto. El responsable directo de la estancia de su padre, primero en la Ciudad de México y luego en Yucatán, fue Joaquín Casasús, jurista, traductor literario y diplomático mexicano del círculo de los Científicos, hombre de todas las confianzas del presidente Porfirio Díaz.

El encuentro ocurrió precisamente en San Remo, a finales de 1908. El licenciado Casasús fungía entonces como embajador de México en Estados Unidos y estaba en Italia buscando aliados para el conflicto territorial del Chamizal, arbitraje que finalmente favorecería a nuestro país, en 1911, gracias al voto del rey Víctor Manuel de Italia. Pero también, afectos del corazón habían convocado la presencia del político quien deseaba pisar la tierra y respirar el aire que, quince años atrás, respiró y pisó por última vez Ignacio Manuel Altamirano, su querido suegro, su admirado maestro (7). Tal vez llevaba la encomienda de Justo Sierra de encontrar una hermosa plaza donde erigir una escultura del autor de Clemencia, iniciativa que no prosperó por el estallido de la Revolución Mexicana (8).

Al conocer las maravillas agrícolas que realizaba Mario Calvino en los valles y colinas ligures, Joaquín Casasús le prometió el oro y el moro para traerlo a México, anticipándole su nombramiento como jefe de la División de Horticultura de la Estación Agraria Central. A comienzos de 1909, el italiano ya despachaba en la oficina ubicada en la calle de Moneda número 2. En poco tiempo, las enseñanzas y novedades técnicas que trajo el doctor Calvino fueron tomadas en cuenta por hacendados y pequeños propietarios así como por los colegas y estudiantes de la Escuela de Agricultura de San Jacinto. Una parte de su legado quedó registrada en sus colaboraciones para la revista Hacienda y ranchos y en los documentos de la Sociedad Agrícola Mexicana que fundó al lado de Alberto García Granados en 1914. Lamentablemente, las condiciones en el centro del país eran totalmente adversas para continuar con su trabajo por lo que se trasladaría a Yucatán, en 1915, gracias a una invitación del gobernador Salvador Alvarado; al año siguiente publicaría en Mérida una compilación de sus estudios de los últimos años, Los nuevos horizontes de la ciencia agrícola. Para 1917, “la fiesta de las balas” tocó territorio maya por lo que Mario Calvino decide abandonar México y se traslada a Cuba por una temporada para luego retornar a Italia y casarse con Eva Mameli en 1920.

Si en Marcovaldo la naturaleza ha perdido su condición sagrada por el estruendo y la inmediatez del progreso en las grandes ciudades, en Palomar (1983) se recupera el misterio de la creación y de sus creaturas bajo una mirada donde coinciden la objetividad científica, la memoria sensorial y la subjetividad artística. También, no me cabe la menor duda, detrás del señor Palomar está el padre de Calvino, en esta ocasión como una suerte de diálogo con un fantasma, una reconciliación póstuma a la que solo la literatura puede dar crédito, vía la belleza y la verdad.


(1) Para Calvino, en realidad, esta parcelación literaria fue una falsa dicotomía. Bajo criterios muy rígidos y burdos se puede calificar de obras realistas también a sus libros La nube de smog (1958) y La especulación inmobiliaria (1963).

(2)Italo Calvino, El sendero de los nidos de araña, RBA, traducción de Aurora Bernárdez, Barcelona, 1994. p. 30.

(3) Op. cit.

(4) Ibidem, p. 110.

(5)El único hermano del escritor, Floriano Calvino, no podrá escapar del todo a la influencia familiar y estudiará geología.

(6)  La boda se celebró el 19 de febrero de 1964. En una carta a su madre anuncia que al día siguiente se marcha a México. Fuera de esa noticia, no tengo datos de los lugares visitados ni referencias tácitas en sus libros respecto de su primer viaje mexicano. Ya el 16 de marzo está de regreso en su oficina de Einaudi de Turín. ¿Visitarían la península de Yucatán, región donde viviría su padre entre 1914 y 1917? En la visita de 1976, acompañado también de su esposa, estarían en Ciudad de México, Tepotzotlán, Tula, Oaxaca y Palenque.

(7)  En realidad, Altamirano era suegro y cuñado de Joaquín Casasús dado que la esposa de éste, Catalina Altamirano, fue media hermana de Margarita, la esposa del autor de El zarco. El matrimonio Casasús acompañaría al escritor en sus últimos días en San Remo y pudo cumplir su última voluntad: depositar sus cenizas en suelo mexicano. Apoyado por una sociedad de librepensadores de la ciudad, Casasús logró que cremaran sus restos, listos para emprender —al interior de una vasija de cerámica— un largo periplo vía París, Nueva York y Veracruz. Quien presidía esa sociedad liberal se llamaba Gio Bernardo Calvino, médico y masón, además de un amante cultivador de rosas, padre de Mario Calvino y abuelo de Italo Calvino.

(8)  Sería hasta 1960, en la administración de Adolfo López Mateos, cuando se levantó el monumento de bronce de Altamirano en I Giardini Nobel de San Remo.

AQ

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