Iván Tovar, metamorfosis | Por Avelina Lésper

Casta diva | Opinión

El artista es meticuloso; medita cada forma, que en un inicio es involuntaria, intuitiva, y la va dominando hasta que se convierte en un ejercicio detenido de construcción suprasensorial.

Iván Tovar, pintor surrealista dominicano. (Archivo)
Ciudad de México /

El cuerpo está vivo. Se mueve, se retuerce, crece, la psique lo soporta. Los cuerpos de Iván Tovar (San Francisco de Macorís 1942-Santo Domingo, República Dominicana 2020) sienten, y, al mismo tiempo, nos manifiestan todas las sensaciones que se provocan y los sentimientos que los rigen. En esa prisión, en ese vaso, el artista deja los cuerpos en una deriva de variaciones, y ellos danzan en el cautiverio. Cada pintura es la continuación de la anterior, es un relato interminable, una coreografía de ese cuerpo que vive y palpita, se divide y crea otro cuerpo, lo devora y regresa a estar solo. Se masturba y nos muestra espasmos y aguijones. Danza que se contorsiona escuchando la música del vacío. El “cuerpo de obra” es el ballet del cuerpo. Es geométrico y curvo, inexacto, irrepetible. Es vida, es ese castigo de la vida eterna.

¿Qué vemos en las pinturas de Iván Tovar?

Soledad. Vacío. Espacio. Forma. Pureza. Dolor. Llanto. Placer. Danza. Eternidad.

Tovar hace de la sobriedad de elementos un lenguaje contundente. Símbolos internos. El color es matemático, no hay excesos; es la exacta definición de su poética. Luz y sombra, absolutos espacios oscuros donde contrasta la claridad de sus cuerpos, sin sangre, cuerpos de ideas. Marca volúmenes, manifiesta vida, materialidad. Los ubica en escenarios, es decir, hay una superficie que los sostiene. Ese “piso” en el ángulo de una habitación, una ventana, es la premisa espacial de Tovar, que hace de la arquitectura una palabra dentro de su lenguaje; quiere que la referencia esté apegada a la noción real del contenedor y el contenido. Cada casa, oficina, templo, son contenedores, y nosotros, los seres humanos, con nuestros objetos, somos el contenido. Las pinturas de Tovar son la metafísica de esa relación. Pintura, vaso. Contenedor y contenido.

Geometrías alternas. En la forma de lo amorfo, Tovar contrasta con geometrías exactas, prístinas, filosas. Esfera, cubo, cuadrado, ángulo. Son dos voces paralelas, un contrapunto y fuga. La pintura de Tovar se fuga por sus ventanas infinitas. La geometría imprime un orden que replica a la torsión del cuerpo en estado de éxtasis o llanto. Los cuerpos de Tovar están ahí para sentir. Son la síntesis pura del ser víctima de las emociones. Las geometrías razonan; los cuerpos se revelan.

Tovar logra que sintamos que eso es humano, aunque no parezca un individuo. (Fundación Iván Tovar)

Tovar acude al diálogo entre sus propios elementos; se percibe que construye sus pinturas con intuición y maestría. Son técnicamente impecables; óleos, tardan en secar, lo cual incide en el lenguaje, en el hacer; no se permite el gesto, el exabrupto. El artista es meticuloso; medita cada forma, que en un inicio es involuntaria, intuitiva, y la va dominando hasta que se convierte en un ejercicio detenido de construcción suprasensorial. Plasma la forma de la figura humana sin esa figura, sin una referencia evidente y lógica, y logra que percibamos, que sintamos que eso es humano, aunque no parezca un individuo. Es una de las grandes virtudes de su obra.

La composición es poética, un canto gregoriano. Tiene ese espacio para el eco; las formas se mueven con sus voces. Tovar equilibra el plano con precisión, lo pesa, y sus cuerpos adquieren densidad. La presencia de esos huecos por los que pasa el aire, la voz y el llanto, el quejido y el espasmo, es un cálculo perfecto para que la pintura sea armónica y los símbolos hablen.

AQ

  • Avelina Lésper

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