Célebre por sus relatos de aventuras, se le conoce menos a Jack London (1876-1916) por sus ideas políticas. Miembro del Partido Socialista de América, el novelista californiano adoptó ese ideario a los veinte años. Esta conversión vino del conocimiento directo —escribió en 1905—, el cuerpo doctrinal llegaría después: “Yo ya era Eso, fuera lo que fuere, y con la ayuda de los libros descubrí que ser Eso era ser un socialista. Desde aquel día he abierto muchos libros, pero ningún argumento económico, ninguna lúcida demostración de la lógica e inexorabilidad del socialismo me afectan tan profunda y convincentemente como afectó aquel día en que, por primera vez, vi que los muros del pozo social se levantaban en torno a mí y me sentí resbalar y caer y caer, hacia la ruina del fondo”. Ese fondo tan bien explorado en La gente del abismo (1903), En ruta (1907), El Talón de Hierro (1908) y Martin Eden (1909).
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Del género de la “literatura de anticipación”, El Talón de Hierro adelantó el fascismo. Ernest Everhard, autodidacta como London, arquetipo del hombre socialista, “la espléndida bestia blanca descrita por Nietzsche”, además de “un ardiente demócrata” que desafió a la dictadura oligárquica hasta finalmente ser ejecutado en 1932 —misterio jamás aclarado— al sucumbir la segunda sublevación encabezada por él, no sin antes sembrar la semilla socialista que germinará tras el largo episodio el Talón de Hierro. La ley de la evolución social conduciría a ese estadio superior de la organización de la sociedad, no obstante que los oligarcas habían sido “capaces de frenar durante tres siglos las olas batientes del progreso humano”. Avis Everhard fue quien ofreció los pormenores de la lucha de clases acaudillada por su marido en un manuscrito inconcluso, recuperado y anotado por Anthony Meredith en el año 419 de la era de la Hermandad del Hombre (2600 d.C.). Ese cierre utópico no culmina en la novela, pero se delinean sus contornos.
El Talón de Hierro es una dictadura en la que la oligarquía concentra el poder político, la riqueza y la propiedad, controla la información, es inclemente con la disidencia a través de sus esbirros, desata la guerra entre las potencias capitalistas y confronta a los obreros unos con otros (la huelga general en ambos países detuvo la guerra de los Estados Unidos con Alemania). Este régimen es inequívocamente capitalista, no solo produce la desigualdad material sino también las castas en los distintos estratos del cuerpo social. Una de ellas, la aristocracia obrera, ostenta privilegios, salariales y laborales, dispone de más tiempo libre y mejores bienes, a expensas del resto de la clase trabajadora; es un aliado fundamental de la oligarquía para preservar el status quo. También, los monopolios engullen a los medianos y pequeños capitales que vanamente se imaginan a salvo de la ruina por formar parte de clase propietaria, sin saberse condenados “a la desaparición del espectro social”.
La condena de esta sociedad está dada por su inmensa capacidad de producir riqueza merced de la técnica, lo que hará tarde o temprano que los países se arruinen al carecer de mercados. Sin embargo, el colapso del capitalismo no sería automático porque resultaba indispensable la insurrección de los dominados, movidos por la conciencia y no por la rabia o el instinto. Aunque violenta, la revolución debería preservar las carreteras y las deslumbrantes ciudades construidas por la oligarquía, y también, las “maravillosas máquinas que producen bienes asequibles de manera tan eficiente”. Mejor —decía Ernest Everhard— gestionémoslas “nosotros mismos”, “expulsemos a los dueños actuales de esas maravillas y tomemos el control”, llevemos a cabo esa “acumulación superior a la de los trust” acorde con “la evolución humana” que es el socialismo. Esto era tan seguro como incierta la fecha de su realización. “Algún día, quien sabe cuándo” —aventuraba Everhard—, la “gente común se alzará y saldrá del abismo, las castas obreras y la oligarquía se desintegrarán, y será entonces cuando por fin, después de una lucha secular, llegue el día del hombre común”. Después de sendas derrotas y mientras le duró la vida Ernest continuó trabajando incansablemente en la reorganización de las fuerzas revolucionarias a sabiendas que no vería ese día, pero con la certeza de que “mañana la causa volverá a levantarse, más fuerte, más preparada, más disciplinada”.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de 'Vuelta a la izquierda' (Océano, 2020).
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