Nacido en Argelia, en 1940, Jacques Rancière proviene del grupo encabezado por Louis Althusser que revaloró y refrescó la tradición marxista. El rompimiento, sin embargo, llegó tras las revueltas del Mayo francés, que se plasmó en el ensayo La lección de Althusser (1974). Entre 1969 y el año 2000 fue profesor de Filosofía en la Universidad París VIII. Su obra transita entre la redefinición del movimiento obrero (La noche de los proletarios) y la crítica a la izquierda ortodoxa. Destacan asimismo sus estudios sobre el cine, la literatura y las artes plásticas y la relación entre estética y cultura popular. Muchos de sus libros se han traducido al español. Es el caso de La palabra muda (1998), La fábula cinematográfica (2001) y El espectador emancipado (2008).
Algo que me parece lo distingue de la intelectualidad francesa actual es su rechazo a opinar sobre la política, a la manera de un experto o un especialista. Sin embargo, esta posición le ha traído críticas pues se tiende a considerarla como una negativa a tomar posición en el debate público. ¿Cómo se situaría respecto a este tipo de interpretaciones de su labor filosófica?
Tengo que decir que no soy un político ni tampoco un verdadero filósofo político. Por ello, he querido mostrar la política mediante una investigación histórica que se enfoque más bien en la emancipación, que es lo que me ha interesado en la historia social, es decir, la transformación existencial de alguien que de pronto decide no solo rebelarse sino entrar en otro universo, cambiar la vida de servidumbre y obediencia que llevaba. Y esto me ha conducido a observar la manera en la que los fenómenos de igualdad y desigualdad se expresan en la percepción sensible. No soy alguien que emite grandes juicios acerca del orden del mundo; más bien me concentro en la forma en que igualdad y desigualdad se manifiestan en el orden cotidiano, en el universo perceptivo, en la manera de ocupar el tiempo y el espacio. Intento aportar otra mirada sobre lo que se ve, se oye, se percibe, lo cual me aleja forzosamente de quienes esperan que critique y juzgue todo lo que ocurre.
La idea de que la emancipación está al alcance de todos ocupa un lugar central en su pensamiento. ¿Habría un desplazamiento de lo que podríamos llamar una macro estructura hacia lo cotidiano?
Acontecimientos como el de mayo del 68 o mi trabajo sobre la emancipación obrera me permitieron tomar distancia del modelo marxista según el cual la emancipación pasa por el conocimiento y el conocimiento por la ciencia, por el privilegio de los que saben. De ahí que la emancipación no sea simplemente un gran movimiento colectivo con objetivos precisos sino sobre todo la serie de transformaciones mediante las cuales los individuos comienzan a transformar sus vidas y se vuelven capaces de hacer cosas que pensaban no podían hacer. No opongo necesariamente lo macroscópico y lo microscópico, lo global y lo cotidiano; trato de pensar las relaciones entre ambos. El trabajo de la emancipación social y política toma su origen en una manera diferente de percibir el mundo en que vivimos.
Cuando señala usted que “los incapaces son capaces”, ¿es una manera de cuestionar la jerarquía de los saberes, la pericia de los intelectuales?
Existe el modelo clásico de la liberación a través del saber, que se basa en la idea de que si a la gente se le somete y explota es porque no tiene conocimientos ni cultura, pero el día que los tenga las puertas del futuro se le abrirán. Hemos podido constatar que el saber no libera, pero tampoco la ignorancia hace que la gente obedezca. No obstante, esta idea opone a la gente humillada, que se somete porque no es lo suficientemente inteligente aún para actuar y a la gente que sabe y puede guiarlos. Este esquema ha sido más o menos rechazado por la realidad de las prácticas de emancipación. Desde El maestro ignorante, he intentado mostrar que la igualdad no es un objetivo hacia el que uno tiene que dirigirse, sino un principio. La subversión social comienza cuando la gente se declara capaz de hacer aquello de lo que no se le consideraba capaz.
Al leerlo, puede resultar desconcertante su idea del capitalismo como “medio” o “mundo” y no como un poder: “no estamos frente al capitalismo, vivimos en su mundo”. ¿Esto explica su reticencia respecto a los movimientos políticos que preconizan un enfrentamiento directo contra el capitalismo?
Lo que he intentado decir es que vivimos en un mundo que ya no está estructurado como en otras épocas, en las que podíamos decir que por un lado está el mundo del trabajo y por otro el del capital. Esta repartición intelectual establecía al mismo tiempo una estructuración sensible inmediata. Las fábricas con millares de obreros han dejado de encarnar al poder capitalista, que se difunde a través de una serie de modos de percepción. Todos trabajamos en mayor o menor medida para construir la red del capital, aun sin saberlo —como cuando publicamos algo en Facebook—. Pero mi intención no es emprender ese tipo de análisis. Lo que quiero decir es que ya no estamos en un mundo de confrontación frontal, ya no podemos decir que las fuerzas de la clase obrera se enfrentan directamente con el capital. Estamos en un mundo en el que la dominación capitalista se ha diseminado por todas partes y estructura nuestras formas de experiencia, sin tomar la apariencia de una especie de poder global. Habría que pensar hoy un mundo de espacios liberados o, como lo digo en ese libro, en el que pueden hacerse hoyos, abrirse brechas en esa red aparentemente homogénea. Quizá ya no podemos pensar hoy la oposición como un conflicto de fuerzas sino como un conflicto entre mundos, entre diferentes construcciones de formas de experiencia sensible, que parten de lo más cotidiano.
Contrariamente a sus contemporáneos, como Régis Debray, usted no se ha negado a pensar el movimiento de mayo del 68. Ha abordado varios de sus elementos representativos, como la barricada, en la que identifica el signo de un “conflicto entre mundos”, una “autoafirmación de gustos o preferencias”.
Las barricadas son emblemáticas de 1968, aunque ya lo eran antes, en el siglo XIX, con la revolución de 1848. A Blanqui, el teórico de la guerra revolucionaria, le parecían una manera tonta de encerrarse en su barrio, de inmovilizarse. Siempre se ha sabido que las barricadas no son un instrumento militar útil o eficaz. Pero ya en aquella época se hacía valer su eficacia y su poder subversivo mediante la alteración del espacio que producen. Construyen un cierto tipo de pueblo frente al poder, la afirmación política de un pueblo que se crea e inventa, o, más bien, de un pueblo o de una sensibilidad en medio de un espacio estructurado por el poder. Creo que es un poco lo que sucedió con las barricadas en 1968. No estuve ahí, pero para la gente que sí estuvo lo importante fue que cada persona, por distinta que fuera, contribuía a construirla, con sus ideas o con los materiales que llevaba. Así se construía un pueblo. Lo que era impresionante en aquel momento era que las organizaciones tradicionales no estaban presentes. Fueron organizaciones improvisadas las que dirigieron la lucha, que se construía con las manifestaciones y las barricadas en las calles. Dentro de aquella Francia gaullista, tranquila y en paz, se creó otro pueblo. Y ya podíamos ver que no se trataba de una batalla entre dos fuerzas, sino de un mundo diferente que se construía en el seno del mundo considerado normal.
Ha abordado también el eslogan “la imaginación al poder”. ¿Por qué le ha interesado?
Se ha pensado ese eslogan en términos de una invención un tanto provocadora. Pero la imaginación de la que se trata aquí no consiste en crear eslóganes paradójicos. La imaginación es el poder de crear formas, y la política es un asunto de imaginación. La manera en la que se ocupa una calle, una universidad, una fábrica, es cada vez un nuevo reto, y no solo invenciones o fantasías. La imaginación entra en acción para construir, delimitar, organizar un espacio, darle otro ritmo al tiempo. Es una facultad estética, lo cual no quiere decir que solo crea poemas o imágenes, sino que es necesaria para encontrar nuevas organizaciones políticas.
En una de las demandas del movimiento del 68, que exigía la abolición de los exámenes y del capitalismo, identifica usted un ejemplo del arte de síntesis y de cortocircuito que caracteriza los movimientos sociales. ¿Le parece que este arte del cortocircuito puede abrir brechas hoy?
El poder de la imaginación es también el de crear síntesis, conclusiones rápidas, frente a lo que podríamos llamar una visión sociológica de la política, según la cual la acción política exige que antes se hayan estudiado las clases, las relaciones y alianzas de clase, todas esas nociones que dominaban aquella época. Para esta perspectiva sociológica, la política es el resultado de un análisis de las condiciones sociales, pero como hay tantas condiciones por analizar uno nunca termina de hacerlo y finalmente no pasa nada. Ahora bien, algo político ocurre cuando se cortocircuitan todas esas mediaciones que, se supone, separan la acción local de la acción global. Hay que pensar que 1968 se creó de manera paradójica, dentro de un ambiente dominado por el marxismo, por la idea de que había que superar todo un conjunto de condiciones, de mediaciones antes de lanzarse al ataque del capitalismo. Además, en 1968, aunque ya era así en 1967, se crea un movimiento que de cierta manera decide que no es necesario pasar por todas esas mediaciones y que afirma que podemos dirigirnos directamente al conjunto del sistema de dominación social desde cualquier punto. Podemos partir de la cuestión de los exámenes y encontrar en ella un resumen de todas las formas de dominación, de las complicidades sociales que crean ese sistema y que podemos atacar. No afirmo con esto que la gente en 1968 logró hacerlo, pero lo que sí consiguió fue crear esa especie de síntesis, de punto de encuentro. Toda gran manifestación, o movimiento popular, funciona así: hay un punto local, un acontecimiento en apariencia insignificante que crea una cristalización, una condensación de las relaciones sociales, una manera de unir una lucha específica y un cuestionamiento global del sistema. La mayoría de las grandes movilizaciones y revoluciones han comenzado de esta manera.
Ha tomado distancia de la sociología que parece dominar hoy el paisaje intelectual francés. ¿Cuál sería para usted la función de la filosofía en el debate político actual?
No es la filosofía, en tanto que ocupación profesional, la que me permite tomar distancia. Podríamos decir que mi trabajo está marcado por un periodo en el que me consagré a la historia. Las subversiones de la calle y del pensamiento se han hecho en contra del pensamiento sociológico dominante, que establece que hay un estado normal de las relaciones sociales que produce humillación, injusticia, dominación, desilusión. Existe una especie de máquina sociológica que explica cómo y por qué el sistema absorbe a la gente, aplasta y humilla a los que quieren rebelarse, e incluso hace que pierdan su objetivo. Esta lógica comienza en 1964 con el libro de Pierre Bourdieu y Jean–Claude Passeron, Los herederos. Los estudiantes y la cultura, que ya entonces afirma que los que van a sublevarse dentro de cuatro años serán los hijos de burgueses, forzosamente integrados al sistema, prisioneros de su ideología. Es lo que, sin ser sociólogo, también dice Althusser, pues en su filosofía comparte la misma visión sociológica. El movimiento del 68 pone en cuestión este dogma sociológico. La sociología, no como disciplina sino como modo de pensamiento, estructurará la brecha abierta por 1968 y, al mismo tiempo, reforzará la argumentación que sostiene que el movimiento fue el inicio del neoliberalismo. Así, encontramos hoy en día un pensamiento global de la dominación que nos explica por qué habrá siempre dominación y por qué todo lo que hacemos se vuelve contra nosotros y no hace más que servir a la dominación. Esta gran maquinaria sociológica ha salido triunfadora y recubre nuestra época, lo cual ha conducido a la idea de que 1968 no fue más que la emergencia de los Baby boomers, que se alimentaron de los beneficios de los Treinta gloriosos y que no han hecho más que servir a los intereses del capitalismo. Ha terminado por culpabilizarnos incluso por pensar que podemos cambiar algo en todo esto.
En su libro con Éric Hazan, ¿En qué tiempo vivimos?, señala que “la palabra que mantiene abierta hoy la posibilidad de otro mundo es la que cesa de mentir sobre su legitimidad y eficacia, la que asume su estatuto de simple palabra, oasis al lado de otros oasis o isla separada de otras islas. Entre unas y otras existe siempre la posibilidad de caminos por trazar”. ¿La política consistiría en encontrar ese punto de unión entre diferentes “oasis” o “islas”, en “crear un espacio inédito de conexión”?
No tengo programas ni recetas para la creación de un movimiento revolucionario. Solo digo que una política de emancipación existe bajo la forma de la interrupción de un tiempo normal o quizá también de una brecha, de una isla u oasis que se hace dentro del tejido normal de las relaciones sociales. Se trata de un oasis no solo de resistencia sino también de autonomía, de creación de vidas autónomas respecto a la lógica dominante. Pueden ser espacios de tipo cooperativo de producción, nuevas formas de enseñanza, nuevas maneras de organizar la vida, como la ZAD [zona por defender] de Notre–Dame–des–Landes, en donde vemos una tentativa por romper las antiguas separaciones entre la lucha político–económica y las formas de solidaridad social y de discusión política. A partir de la ruptura de todas estas separaciones podremos pensar la reconstitución de una fuerza política autónoma respecto a la política, partidista, electoralista.