James Joyce tuvo una vida difícil. Buena parte de su carrera como escritor estuvo plagada de incertidumbres, obstáculos, indecisiones editoriales y, eso sí, una férrea voluntad para seguir adelante y un orgullo a prueba de humillaciones que lograron salvar su arte de la estupidez y la miopía de una sociedad a la que su literatura logró doblegar a fuerza de tesón y talento.
Sus Cartas, que el sello español Páginas de Espuma publica en dos volúmenes que conforman la edición más completa que de ellas se ha realizado en cualquier lengua, incluida la inglesa, así lo confirman.
El primero de esos dos tomos, que se publicó en España bajo el cuidado y la traducción de Diego Garrido, reúne todas las cartas que, al día de hoy, se conocen de Joyce, escritas entre 1900 y 1920, a las que el editor ha añadido algunas otras de escritores y personajes con los que se carteó, como Ezra Pound, W. B. Yeats, Stefan Zweig, H. G. Wells o Italo Svevo, más toda la correspondencia que sostuvo con Nora Barnacle desde que se conocieron, salvo la inmensa mayoría que ella le escribió y que decidió quemar tras la muerte de su marido, tal vez por el tono casi pornográfico que usaron en muchas de ellas y que uno y otro usaban para masturbarse cuando estaban físicamente separados. Asimismo, este primer volumen publica muchas de las cartas que en respuesta a las suyas le enviaba su hermano Stanislaus, su tía Josephine, su propio padre (John Stanislaus Joyce) y personajes secundarios como los editores Grant Richards (responsable final, no sin una absurda indecisión durante años, de la primera edición de Dublineses), George Roberts (culpable de que Dublineses tardara casi diez años en ver la luz y responsable de que las pruebas, los tipos y los mil ejemplares de su primera edición que jamás vería la luz fueran quemados), Elkin Mathews (editor del poemario Música de cámara) o Harriet Shaw Weaver (editora de la revista inglesa The Egoist, donde aparecerá por vez primera y por entregas el Retrato del artista adolescente, y quien será su mecenas y principal aliada durante mucho tiempo).
El segundo tomo de las Cartas comprenderá los años restantes hasta la última postal que Joyce escribió a su hermano el 4 de enero de 1941, pocos días antes de sufrir una peritonitis que le provocaría la muerte el 13 de enero de ese año.
Como explica Diego Garrido, las cartas de Joyce han tenido dos grandes editores: Stuart Gilbert, amigo suyo, y Richard Ellmann, “el joyceano más obseso y tenaz del que tengamos constancia”. El primero, detalla el traductor, publicó un volumen “tímido y respetuoso” en 1957 que muestra al autor del Ulises como un hombre aburrido, casi siempre serio. El segundo publicó, en 1966, un segundo y un tercer volumen que muestran de forma más extensa a un Joyce mucho más cercano a la verdad de la persona; es decir, “un amasijo entrañable, u odioso (esto ya depende del lector), de disparates y contradicciones”. Esa edición, como indica Garrido, salió al mercado en un estuche de tres volúmenes que contenía el de Gilbert más los dos de Ellmann, lamentablemente con las cronologías cruzadas, cosa que la edición de Páginas de Espuma resuelve al ofrecer un orden definitivo y notas breves a pie de página que identifican a las personas y obras mencionadas por Joyce o sus corresponsales.
Así, pues, viajamos de la mano de James Joyce a través de dos décadas que exponen los detalles de su vida conforme se suceden los hechos que la van marcando, y abandonando su Dublín natal para ponerse a prueba “contra los poderes del mundo”, consciente de que su fracaso no probará nada, pues “todas las cosas son inconstantes excepto la fe en el espíritu, que cambia las cosas y llena su inconstancia con su luz”.
Joyce lo hará lo mejor que pueda, aunque a veces, y muy pronto ya en su primera estancia en París, en 1903, se vea llevado al límite, excitado ante la espera de la carta de unos posibles editores a los que envía artículos y pequeñas historias para ganar unos chelines que le permitan, literalmente, sobrevivir y olvidarse de que a veces solo toma una comida al día. Tendrá la intención de estudiar medicina y volverá a Dublín convencido de que es un artista.
Será en ese entonces, el 15 de junio de 1904, cuando escriba su primera carta a Nora, quien trabajaba como doncella en el Finn’s Hotel y a la que conoce durante uno de sus cortejos callejeros. “Es extraño desde qué fangosos estanques los ángeles convocan a veces el espíritu de la belleza. Las palabras expresan con delicadeza y musicalidad la vaga y cansada soledad que siento”, le dice al poco de comenzar su relación, que perdurará contra viento y marea hasta el final de su vida. Joyce resume su situación en otra carta a Nora, en un pasaje que recuerda la historia de Stephen Dedalus en el Retrato de un artista adolescente: “Hace seis años abandoné la Iglesia Católica lleno de odio. Me resultó imposible permanecer en ella dados los impulsos de mi naturaleza. Le hice la guerra en secreto cuando era estudiante y me negué a aceptar las posiciones que me ofrecía. Al hacer esto me convertí en un mendigo, pero conservé mi orgullo. Ahora le hago la guerra abierta con lo que escribo y lo que hago. No puedo entrar en el orden social sino como un vagabundo”.
Ya desde aquel 1904 Joyce admite que estará muy solo en su batalla contra el destino. En Dublín tratarán de ignorarlo hasta después de su muerte y no volverá más que en contadas ocasiones, y no precisamente para ser feliz. Tan solo su hermano Stanislaus recibirá su cariño y complicidad, lo que se verá truncado en un futuro, cuando ambos terminen distanciándose.
Las Cartas muestran el larguísimo calvario que James Joyce padeció para sacar adelante su obra. Entre los 23 y los 33 años, sufrió la negativa de Grant Richards, el único editor que había aceptado publicar Dublineses, para hacerlo después tras varias negociaciones; que Elkin Mathews decidiera publicar en 1907 los poemas de Música de cámara, cuando a Joyce ya no le interesaba el libro; y que, en suma, su vida fuera un deambular de ciudad en ciudad, de Zurich, Pola, Trieste a Roma y de nuevo a Trieste, con alguna escapada a Dublín (que después de presenciar cómo Roberts quemó toda la edición de Dublineses no volverá a pisar).
“Estoy seguro en cualquier caso de que toda la cuestión del heroísmo es, y siempre ha sido, una maldita mentira y que jamás podrá haber un sustituto de la pasión individual como fuerza motriz de todo, arte y filosofía incluidos”, escribe Joyce, quien en la década de 1910 intentará vivir una vida “más civilizada” que la de sus contemporáneos, emprendiendo una lucha interna contra las convenciones iniciada no tanto como una protesta, sino “como un intento de vivir de acuerdo a mi naturaleza moral”.
En todo caso, Joyce se centrará en sus libros y recordará al niño que ha llevado durante años en el seno de su imaginación, viéndose a sí mismo “como un hombre que camina en sueños”, declarándose al fin libre de supersticiones y con la idea capital de que cada hombre es una literatura. Sin embargo, el tiempo apretará el paso y arreciarán las penurias económicas; los calvarios editoriales serán cada vez más complejos para sortear censuras y disparates de impresores y editores. Casi un año después de comenzar la Primera Guerra Mundial, Joyce escribe a su hermano Stanislaus: “He escrito algo. El primer episodio de mi nueva novela, Ulises. La primera parte, la Telemaquiada, consta de cuatro episodios: la segunda de quince, esto es, los viajes de Ulises; y la tercera, la vuelta a casa, de tres episodios más”. El plan definitivo será: Telemaquiada, tres episodios; Viajes de Ulises, doce; y Nosotros, tres. La novela tendrá una vida accidentada, como queda asentado en la correspondencia de su autor, cuya tercera y última parte de este primer volumen, correspondiente a los años 1915-1920, la mayoría enviada desde Zúrich y Trieste, muestra a Joyce un poco más económicamente desahogado, aunque, como reconoce, sufra momentos en que “el futuro parece bastante negro” y agradezca el puro hecho de estar vivo.
Como señalé, la correspondencia recoge un nutrido grupo de misivas de corresponsales como W. B. Yeats, quien escribe al poeta Edmund Gosse recomendando un apoyo económico para Joyce (“cuya vida ha sido siempre dura”, anota), al tiempo que describe Dublineses como “un libro de cuentos satíricos de una gran sutileza, un poco al estilo ruso”. Por su parte, Ezra Pound considera que tras vivir “por diez años en la oscuridad y la pobreza, perfeccionando su escritura y rechazando la influencia de los estándares y demandas comerciales”, el trabajo de Joyce “no ha sufrido la más mínima corrupción”.
Hay en esta época una carta que muestra el ambiente al que Joyce se enfrentó: la que viene acompañada del informe de lectura del Retrato…, de la Duckworth & Co. Editores, que firma Edward Garnett (célebre también por haber “puesto en limpio” Sons and Lovers, de D. H. Lawrence, eliminando ochenta pasajes), donde a la sazón le recomienda a Joyce “pulirlo”, “revisarlo y volver a enviarlo otra vez”, pues es “poco convencional”, “demasiado discursivo, informe, descabalado, y lleno de cosas y palabras feas”, concluyendo que el autor “tiene que invertir en este manuscrito más tiempo y esfuerzo hasta convertirlo en un trabajo más acabado”. Al conocer el fallo, Pound estalló llamando a los consultores editoriales “alimañas” que se “arrastran y ensucian nuestra literatura con sus babas”.
Joyce se compadece de sí mismo, no sin ironía, y llega a decir que “si supiera quién es el patrón de los hombres de letras trataría de recordarle que existo: pero supongo que el último santo que regentó ese puesto dimitió por depresión y desde entonces nadie ha querido reemplazarlo”.
Ya en 1916, Joyce revela que lleva doce años cargando “un enjambre atroz de papeles” para Ulises, que guarda en una carpeta que porta a todas partes. La novela será su más persistente obsesión. “Escribo todo el día y todo el día pienso en ella, y parte de la noche”, observa, hasta que el 1 de agosto de 1918 le informa al novelista irlandés Forrest Reid que Ulises ha comenzado a salir por entregas en la Little Review de Nueva York, si bien lamenta que “los impresores americanos la han mutilado aquí y allá” y promete encargarse de que los pasajes censurados vuelvan a incorporarse “aunque me lleve otros diez años”.
El esfuerzo que significó Ulises queda reflejado por el propio Joyce: “Estoy trabajando duro en ‘Los bueyes al sol’. La idea: el crimen cometido contra la fecundidad al esterilizar el acto del coito. Escena: hospital en reposo. Técnica: un episodio en nueve partes sin divisiones introducido por un preludio a lo Salustio-Tácito (el óvulo sin fecundar) seguido luego a la manera del anglosajón y el inglés más antiguo aliterativo y monosilábico; luego a la manera de Mandeville; luego a lo Morte d'Arthur de Malory; luego al estilo de crónica elisabethiana; luego un pasaje solemne, como Milton, Taylor, Hooker, seguido de un trozo entrecortado de cotilleo latino, estilo Burton-Browne; luego un pasaje buyanesco; un trozo estilo diario Pepys-Evelyn, y así pasando por Defoe-Swift, Steele-Addison-Sterne, Landor-Pater-Newman, hasta acabar en un enredo terrible de pidgin english, inglés de negro, cockney, irlandés, jerga del Bowery y verso ramplón [...]. El retumbante anglosajón vuelve aquí y allá para recordar los cascos pesados de los bueyes. Bloom es el espermatozoide, el hospital la matriz, la enfermera el óvulo, Stephen el embrión. No es moco de pavo, ¿eh?”
El 4 de julio de 1920 Joyce escribe a Paul Ruggiero diciendo que se va a París “por un mes”. Pide que le escriban cartas al Hotel de l’Elysée, 9, rue de Beaune. Al final, él y su familia se quedarán en esa ciudad no un mes, sino veinte años. Pero esa es la historia del segundo volumen de sus Cartas.
AQ