Milei y Conan

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

El populismo, de izquierdas o de derechas, trafica con la esperanza.

Javier Milei, presidente electo de Argentina. (Natacha Pisarenko | AP)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

De todas las excentricidades de Javier Milei, el presidente electo de Argentina al que en su juventud le apodaban El loco y que ahora algunos advierten que el epíteto no era un mote sino un estado clínico, porque, en efecto, es un desquiciado, un tarambana, un lunático, un chiflado o cuanto sinónimo se quiera, lo que llamó más mi atención fue la peculiar relación que mantiene con su perro Conan, y digo mantiene ya que a pesar de la muerte del mastín, en la cabeza de Milei sigue vivo y coleando (literalmente): clonó cinco ejemplares del podenco original y para él no hay cambio alguno, esos cuadrúpedos son el mismo, solo que recargado.

En las redes circularon escenas de un programa televisivo en que Milei veía en pantalla a Conan y le hacía fiestas. Lo escuchaba atentamente, al grado de olvidar que estaba en una entrevista en vivo, evidencia de que el mastín era su jefe de campaña, a saber qué tipo de consejos le enviaba desde sus babeantes belfos pues contrario a la razón, Milei tardó lo suyo en volver al mundo real y no se disculpó por tan raro comportamiento. Conan estaba ahí, vigilando cada palabra, gesto y movimiento de su golden boy, seguramente para una buena porción del electorado argentino, el sector de los canófilos, les reconfortó saber que Milei está mejor acompañado que los políticos tunantes, esos que se hacen de popularidad a través de parejas carismáticas para las masas: figuras del jet set, estrellas de la farándula, influencers.

Al fin, quizá dijo un alto porcentaje de votantes, un candidato ciudadano que viene de abajo, que ha sufrido, que jugó fútbol, y por tanto, sacará a patadas a los profesionales del engaño y los vividores de partidos y corrientes, sin darse cuenta de que este hombre es un populista de manual, un evangelista laico que, como señala Madeleine Albright en Fascismo. Una advertencia, explota el dolor, el resentimiento, promete la devolución de lo robado, y sobre todo, tiene un talento excepcional para el espectáculo (en sus mítines, Milei, más que como un rockstar, era ovacionado como un Maradona metiendo el gol de último minuto, y si en esas concentraciones no se le comparó con El Pelusa quizá fue porque cuando alineó con el Club Atlético Chacarita Juniors, ocupó el puesto de portero).

Parafraseando a Marx, un fantasma recorre los continentes. El fantasma del populismo, pero igual que Conan, un populismo recargado. Sea de izquierda o de ultraderecha, éste destruye instituciones, militariza, promete objetivos inalcanzables, vaticina futuros ideales a punta de palabras, trafica con la esperanza. Ese populismo se aprovecha de la noción reductivista de la democracia: al ciudadano solo le atañe ejercer el voto, a las instituciones respetar los resultados y no hay más. Con el tiempo, ese elector ya se enterará de las consecuencias de tomar a la ligera su boleta.

De las chifladuras de Javier Milei, la que llama mi atención es su apego emocional con Conan. Los perros son un asidero afectivo poderoso. Los canes sacan lo mejor de uno, promueven la ternura, el cariño, los sentimientos más nobles. Quizá porque como escribe Houellebecq, “el perro es una clase de niño definitivo, más dócil y dulce, un niño que se hubiese detenido en la edad de la razón, pero además un niño al que sobrevivimos: aceptar amar a un perro es aceptar amar a un ser que ineluctablemente te van a arrebatar” (El mapa y el territorio).

Sin embargo, un perro puede ser un gran amigo o un hijo adorado y no siempre un buen consejero. Hubo un personaje al que un can le recomendó cometer atrocidades. Se llamaba David Richard Berkowitz, lo conocieron como El hijo de Sam, pero esa es otra historia.

Yo no creo a Milei un trastornado. Al revés. Es más cuerdo, más inteligente de lo que parece. Solo resta esperar que Conan sea como el cocker Flush, de Virginia Woolf, y no como Sharik de Corazón de perro, de Bulgákov, ese can que al convertirse en hombre se hizo en un desalmado.

AQ

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