El mundo siempre se está acabando. Y siempre vuelve a empezar. Porque, en efecto, cierto mundo del cine acaba de morir el pasado 6 de septiembre con Jean-Paul Belmondo, uno de los rostros más característicos de la Nouvelle Vague. Ha muerto un poco la generación que miró asombrada Sin aliento en la década de 1960, esa que se reunía en París en La Cinémathèque française y en México en la Cineteca Nacional. Para todos estos cinéfilos, Sin aliento fue un antes y un después, no solo por el montaje de Jean-Luc Godard (sobre el cual se ha escrito tanto) sino, de un modo mucho más evidente, por la actuación de Jean Seberg y Jean-Paul Belmondo. Más que cine de culto, Sin aliento es el retrato de un amorío enigmático y ambiguo. Uno de esos que mata, sí, pero que está dispuesto a morir. Michel es su generación. Va detrás de Patricia de modo tan contumaz que ella, para deshacerse de él, lo traiciona. Pero Michel (Belmondo), como se estilaba en aquellos años, la verdad es que quiere morir. Y joven. Habiendo vivido rápido.
- Te recomendamos Cristina Pacheco, la periodista que nunca se ha cansado de escuchar a los otros Laberinto
Hay que decir, sin embargo, que Sin aliento es una película tan importante y famosa que resulta un poco obvio recomendarla. No sucede lo mismo con otra obra que se estrenó ese mismo año y en la que también actuó Belmondo. Moderato cantabile es otra cara de la misma moneda. Basada en una novela de Marguerite Duras y dirigida por Peter Brook (autor capaz de escenificar con igual soltura una obra de Shakespeare que una ópera), Moderato cantabile es el reverso de Sin aliento. En ella el actor, lejos de ser rufián, es un obrero que en su galanura resulta todo lo tierno que el protagonista de Sin aliento es incapaz de ser. En una función imaginaria y continua de estas dos películas (que pueden verse, una por Cinépolis Klic y la otra por Youtube) uno podría admirar todos los matices de Belmondo. Porque si Michel es la parte rebelde de aquella generación que quiso tomar la vida por asalto, Chauvin es el obrero gentil que seduce a una burguesa. Y la seduce en el sentido más textual, es decir, la saca de su camino.
Moderato cantabile comienza con un asesinato. Anne Desbarèdes es una burguesa de pueblo que recuerda a la señora Bovary. Pasa las tardes dando vueltas entre la casa de aspecto feudal y el bar en que conoce a Chauvin (Belmondo). Y es que, curiosa por las razones que llevaron a aquel asesinato, a todas luces pasional, Anne ha comenzado a entrever que un amor así es posible. ¿Vale la pena? Justamente por la respuesta que ofrece Moderato cantabile vale la pena verla y, sobre todo, compararla con el amor romántico que, en Sin aliento, entrega Godard.
Pero, además, en Moderato cantabile, Peter Brook luce un aire musical; el mismo que lo volvió director de la Royal Opera House entre 1947 y 1950. Porque Moderato cantabile no es solo un tempo; es ante todo el tono de esta película dulce como una obra de Delibes. En ella Brook dirige a Belmondo con una finura que permite al actor explorar esos matices suaves (a veces incluso cursis) que nunca volveremos a ver. El galán de Sin aliento resulta tan seductor que Anna ¿qué va a hacer? Tiene que caer rendida en los brazos de este flacucho que, sin los atributos de, digamos Alain Delon, termina por ser casi igual de atractivo. En estas dos películas de 1960 se impuso en el cine un grito que resonará en París, en México y Praga en 1968: el amor es posible, es revolucionario y criminal. Un poco del arte murió con Belmondo. Pero año con año el cine también se reinventa.
AQ