Mr. Jarmusch

Los paisajes invisibles

Los muertos no mueren, la nueva película del realizador estadunidense, es una diabólica mirada al estremecimiento humano.

Jarmusch es director, guionista, actor, productor, entre otras cosas. (Cortesía)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Jim Jarmusch es uno de los cineastas que me confunden si se trata de elegir una peli favorita. Como Francis Ford Coppola, que plantea el dilema entre Apocalipsis o El Padrino I y II (la III fue una pifia innecesaria, todos lo saben), o Martin Scorsese (su Taxi Driver la puedo ver una y otra vez, aunque casi pueda repetir el monólogo completo de Travis Bickle) o Woody Allen, Jarmusch es una institución difícil: desde su tercera cinta, Bajo la ley (1996), se consolidó como el autor de una serie que toca las fibras que llevamos en la piel.

Sea El tren del misterio (1989), esa historia polifónica que conecta ciertas vidas en un hotel de Memphis con el fantasma de Elvis Presley, o Noche en la tierra (1991), otra polifonía de desastres existenciales en diversos cónclaves planetarios; sea Hombre muerto (1995), el viaje náutico a lo largo de la Estigia de un ser venturosamente llamado William Blake (no el autor de los Libros proféticos, se trata de otro Blake), o Ghost Dog (1999), la epopeya de un samurai negro que aniquila a una patética banda de gángsters viejos, o Café y cigarrillos (2003), ah, la apología de la cópula entre nicotina y cafeína (¿quién podría decir cuál es el mejor capítulo?, ¿el de Tom Waits con Iggy Pop, el de los White Stripes o el de Roberto Benigni o el de Steve Buscemi?), y luego están Flores rotas (2005), Los límites del control (2009), Sólo los amantes sobreviven (2013), Paterson (2018), Gimme Danger (2018), su obligado documental sobre The Stooges, la vieja banda de Iggy Pop, o su nueva peli: Los muertos no mueren, una parodia del género zombi con distanciamientos a lo Bertolt Brecht, relato donde convergen Ed Wood Jr. y su Plan 9 From Outer Space (1959) y George A. Romero con La noche de los muertos vivientes (1968), aunque también hace ciertos guiños a Planeta Terror (2007) de Robert Rodriguez y Kill Bill Vol. 1 (2003) de Quentin Tarantino.

Los muertos no mueren, claro, quién habría de ponerlo en duda, mucho menos la canción country de Sturgill Simpson, el soundtrack recurrente de la peli, aunque después creamos que los cadáveres no acaban de fenecer con el último suspiro, pues ahí hay algo que sugiere que, tal vez, esta vida es una agonía sin fin, y la sístole y la diástole son un espejismo: zombis somos todos, en nuestras nostalgias, nuestros vacíos, nuestra ignorancia, nuestros naufragios.

Los muertos no mueren no es un filme de hachazos o tiros o cortes de cabeza a los living dead para mantenerse en pie en este “fucked up world”, dice Bill Murray, ni tampoco una burla vacua del Blockbuster ni un homenaje a las viejas glorias del cine de horror. Es una diabólica mirada al estremecimiento humano, demasiado humano, de las cáscaras epidérmicas en el hipotético abandono en que, al partir, las deja el alma. No voy a cometer el mal gusto de contar la historia, pero valen la pena algunos ejemplos: los despojos de la borracha del pueblo que pide y huele a vino Chardonnay, las meseras del restaurante con las tripas de fuera entre botellas de catsup y mostaza, el Iggy Pop con jeans y chaleco sin camisa, como suele vestir en este mundo, cuyo maquillaje zombi lo hace ver más vivo que de costumbre, el vagabundo Tom Waits filosofando desde su trinchera entre ardillas y zorrillos.

Mr. Jarmusch lo volvió a hacer. Ahora no sé cuál de sus películas es mi favorita.

ÁSS

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