El Fondo de Cultura Económica acaba de sacar una nueva edición de Fenomenología del relajo y otros ensayos, el único libro del filósofo Jorge Portilla (1918-1963), un filósofo huidizo, de consistencia etérea (poco o nada se sabe de su biografía), que sorprendentemente ha logrado sustraerse a la guillotina del olvido. No es ninguna casualidad que su Fenomenología del relajo siga reeditándose, leyéndose y traduciéndose (en 2012 se tradujo al inglés). Sus páginas encierran un análisis lúcido sobre esa actitud muy mexicana que llamamos relajo y que bien podemos considerar la carcoma moral de nuestra cultura y de nuestra política. Setenta años no han sido suficientes para restarle un ápice de validez a sus tesis.
A Jorge Portilla hay que imaginarlo a mediados de los cuarenta en el centro de la Ciudad de México. Lo tenemos que imaginar nervioso, yendo de aquí para allá, del Bar Chufas de la calle López a la librería Robredo de la calle del Relox a la Facultad de Filosofía en la Ribera de San Cosme. No sabemos a ciencia cierta qué hacía o qué estudiaba. En las pocas fotos que conservamos lleva siempre unas gafas oscuras que le añaden una nota de misterio a su ya de por sí misteriosa personalidad. Se hizo muy amigo de Emilio Uranga. Podían pasar tardes y noches enteras discutiendo entre los transeúntes y entre los coches algún tema filosófico o la trama de la más reciente película proyectada en el Instituto Francés de América Latina (IFAL). Ricardo Garibay observaba con callada admiración el intercambio de razonamientos, de gritos y de injurias. No había ningún otro alumno capaz de rivalizar en erudición y elocuencia con estos dos energúmenos.
En la casa de San Ángel de Archibaldo Burns y Lucinda Urrusti o en la casa redonda de Pita Amor de pronto se hacía el silencio para que pudiera destacar con nitidez la voz de tenor de Jorge Portilla. Su rival de canto no era —no podía ser— Emilio Uranga, sino una estudiante de filosofía de los cursos inferiores: Rosario Castellanos. Al último acorde de El venadito o Farolito le seguía un estallido de aplausos. Las ideas, el alcohol y las risas fluían quemantes entre los invitados.
En los pasillos de la Facultad retumbaban los nombres de Natorp, Rickert, Cohen, Scheler, Husserl y cada vez con mayor insistencia el nombre de Heidegger. Jorge Portilla, Emilio Uranga y Ricardo Guerra eran los que más puntualmente acudían a las clases del exiliado español José Gaos. Se sentaban en la segunda fila. Desde ahí escuchaban al doctor Gaos perorar gravemente sobre “el moderno inmanentismo” (o sea, la filosofía existencial de Heidegger). El doctor Gaos acometía por entonces la ardua tarea de traducir Ser y tiempo, palabra por palabra, parágrafo por parágrafo.
Portilla no asimiló con docilidad las enseñanzas de Gaos. Siempre en compañía de Uranga devoró las novedades que un buen día de febrero de 1947 aparecieron en los estantes de la Librería Francesa (ubicada en Reforma 12). Gabriel Marcel, Maurice Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir, Albert Camus y Jean-Paul Sartre fueron como una bocanada de oxígeno frente a las sofocantes nieblas germanas. De este modo dio inicio la rebelión en contra del magisterio de Gaos y de su ortodoxia heideggeriana.
Durante una cena en el restaurante El Napolitano de avenida Chapultepec y a instancias de Leopoldo Zea (algunos años mayor), los jóvenes rebeldes adoptaron para sí el pomposo nombre de Grupo Hiperión. Este grupo de “buenos y malos amigos” estaría integrado, además de por Portilla, Uranga y Guerra, por Luis Villoro, Joaquín Sánchez MacGregor, Salvador Reyes Nevárez y Fausto Vega.
Los hiperiones hicieron su debut público en julio de 1948 con un ciclo de conferencias sustentadas en el auditorio del IFAL. La ponencia que Portilla dictó ese 28 de julio se incluye íntegra en esta reedición del FCE. Lleva por título “La náusea y el humanismo” en obvia referencia a la novela de Sartre. Es una lástima que no podamos asomarnos al auditorio abarrotado de la calle Río Nazas para constatar con nuestros propios ojos las reacciones del público ante aquellas afirmaciones tremebundas como que el ser es contingente o que la condición humana es de suyo insuficiente y menesterosa.
El Grupo Hiperión fue un terremoto repentino que sacudió los cimientos de la Facultad y de la Ciudad de México. La angustia, la zozobra, el en-sí y el para-sí se convirtieron en temas obligados de salón. Vasconcelos, desde su despacho en la Biblioteca Nacional, llegó a decir que el Grupo Hiperión era la cepa mexicana de un sarampión parisino. Portilla no estaba de acuerdo. El existencialismo francés no era la meta, sino apenas el punto de partida. “[Hay que] conocer y empaparse bien de la filosofía europea, y filosofar como americanos.”
Fernando Benítez ofreció las páginas de El Nacional y más tarde del Novedades a estos “filósofos sin remedio”. La filosofía mexicana se desbordó de los salones de clases y entró en contacto con el gran público como acaso no lo había hecho desde que Antonio Caso atiborrara el Teatro Nacional para hablar sobre Shakespeare, Cervantes y Dante.
La periodista Guadalupe de Rúbens arrojó varios leños a la hoguera entrevistando a los hiperiones para el programa El público pregunta, Novedades contesta de la X.E.X. (que se transmitía los sábados a las 10:15 pm). Detalle curioso: Portilla fue el único de los hiperiones que no compareció ante el micrófono de la periodista. Desconocemos el motivo exacto, pero da la impresión de que Portilla no se sentía cómodo en una palestra que no era en sentido estricto la suya.
Portilla fue considerablemente menos prolífico que sus compañeros. No publicó artículos en el periódico y apenas participó en las acaloradas encuestas que denunciaban la irracionalidad y la inmoralidad del existencialismo. Sin embargo, cuando vencía la renuencia a escribir, nunca defraudaba. El 31 de octubre de 1949 pronunció una conferencia que también se incluye en la reedición del FCE: “Comunidad, grandeza y miseria del mexicano”. Portilla andaba en busca de una “vía mexicana” distinta a la yanqui o a la rusa: “La alternativa entre individualismo y colectivismo nos resulta extraña y aún repugnante.” El principal problema de México era, a su juicio, de índole moral: consistía en “una desarticulación del horizonte comunitario”. Sin este sentimiento de solidaridad —el sentimiento de que formo parte de algo mayor, el sentimiento de que mis intereses y deseos se entreveran con los intereses y los deseos de los demás— cualquier acción nace egoísta y corta de miras.
Jorge Portilla vivió en carne propia los achaques del existencialismo a la vez que procuró distanciarse de los reflectores y de la publicidad que traía consigo el boom hiperiónida.
Los Cursos de Invierno de 1951 representaron el clímax del Grupo Hiperión y de la “filosofía de lo mexicano”. Nadie faltó al convite: abogados, literatos, antropólogos, comunistas, historiadores y un abultado etcétera. Decenas de conferencias en el breve lapso de dos meses (de enero a marzo). Casi nadie faltó al convite: Portilla, inexplicablemente, se fue a Acapulco. Se fue, quizá, fustigado por algo más vasto y más ambicioso que un sentimiento de solidaridad: un sentimiento oceánico, una búsqueda de inmensidades. Clavó su mirada en el atardecer —una mirada siempre velada para nosotros— y experimentó una reconversión al catolicismo que marcaría el resto de sus días.
Portilla tampoco estuvo presente en las elecciones presidenciales de 1952 (no firmó, en consecuencia, el manifiesto de adhesión a la candidatura de Ruiz Cortines). Esta vez Portilla se había ido más lejos, a los Estados Unidos. A su regreso, el primero de agosto, leyó sus impresiones del viaje en un auditorio de la Facultad de Filosofía. Todos en el norte —observó Portilla— parecen obsesionados con la inocencia y la incontaminación; actúan como si el mal fuese un fenómeno controlable y eliminable.
Los oyentes (salvo un ciudadano yanqui que abandonó el salón rojo de cólera) celebraron la agudeza de sus impresiones y le exhortaron a publicarlas (“La crisis espiritual de los Estados Unidos”).
Tanto a Portilla como a Uranga los roía la necesidad de escribir un libro que diese forma compacta, perdurable y fácilmente reconocible a su pensamiento. Un libro serio y clásico que, a diferencia de las hojas del periódico, soportase los vendavales del tiempo y de las modas. Uranga lo consiguió a trompicones: en 1952 dio a la imprenta su Análisis del ser del mexicano. Portilla, en cambio, no pudo o no quiso, recordando tal vez las advertencias de Platón en el Fedro: cuando la palabra alada se vierte en un libro queda fijada para siempre y como indefensa. Deja de ser un diálogo vivo y ardiente para volverse tinta fría y exánime.
Portilla falleció el 18 de agosto de 1963 a los 45 años. Luis Villoro, Víctor Flores Olea y Alejandro Rossi rebuscaron en los cajones de su amigo ausente —obstinadamente ausente— y encontraron los textos inéditos que hoy conforman la Fenomenología del relajo. El libro se publicó póstumamente en 1966, cuando ya la fenomenología era una curiosidad de gabinete. No estamos ante un elogio más o menos pintoresco del relajo sino ante una crítica rigurosa y severa. Portilla pone como ejemplo la representación cinematográfica del Julio César de Shakespeare. “En la escena en que Casio cae, atravesado por su propia espada, rompió el expectante silencio de la sala un largo gemido que suscitó invenciblemente la risa del auditorio”. El gemidor anónimo no pudo evitar sucumbir al imperativo de la insuficiencia. Un ruidito brotado de algún rincón penumbroso de la sala basta para hacer jirones la solemnidad de la película. Cunde el desorden y el relajo. Acaba de ocurrir un desastroso accidente que impide la compleción de un valor colectivo.
Para Portilla, el relajo no entraña una posibilidad de liberación revolucionaria. El relajo es desvalorización, auto aniquilamiento, una fuerza que disuelve lo más preciado en este mundo: el horizonte de comunidad.
La reedición actual de la Fenomenología reproduce fielmente el contenido de las ediciones pasadas, con un valioso añadido: un prólogo de Guillermo Hurtado que logra la hazaña de capturar al más escurridizo de nuestros filósofos.
José Manuel Cuéllar Moreno
Doctor en Filosofía por la UNAM. Autor, entre otros libros, de 'La Revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI' (Ariel, 2018). Editor y compilador del libro 'La exquisita dolencia. Ensayos de Emilio Uranga sobre Ramón López Velarde' (Bonilla Artigas, 2021). @Jmcuellarm
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