En la ruta de las estrellas…

Un mar de música

Siguiendo la estela familiar, el autor valora el estilo innovador de los libros que su padre, el escritor José Agustín, le ha legado a las letras mexicanas.

La Costera de Acapulco en la década de 1960. (Archivo MILENIO)
José Agustín Ramírez
Ciudad de México /

Es difícil saber quién eres, es decir, quiénes somos, o quién es uno mismo y cada uno de nosotros, especialmente si eres de los que, como yo, heredaste el nombre de tu padre, quien a su vez lo heredó de su abuelo, y etcétera, etcétera, hasta el infinito. Y para cuando este nombre llega a ti, con todos sus vicios y virtudes a cuestas, al parecer lo conducente es tomar la estafeta, como un estandarte de diversas fusiones familiares (esta extraña carrera de la evolución, el imperio de los genes), y hacer de ellas una bandera personal. O no. Pero hay que andar muy trucha, para no convertirse en una réplica desgastada de su predecesor.

Así, aunque nunca nadie supo quién diablos era realmente, nos aferramos a nuestra máscara, a nuestro personaje efímero y repetitivo, o muy poco original. Ya sabes, girando con eso del I’am U & U R me, & we R all together, dándote vueltas en la cabeza, toda la vida, pero nunca aterrizando en el alma. Como en un duelo de espejos que se encuentran frente a frente, padres e hijos se enfrentan como estaba escrito, en un evento extraño, perdido entre el tiempo y el espacio, dentro de esa creatura inasible y volátil que ingenuamente llamamos el Presente. Es nuestro único territorio firme, un campo de batalla desechable, pero rápido como el viento, que se nos presenta como un asalto a diario, en una carrera contra el reloj, para dirimir nuestras esperanzas de cambios, contra hábitos y tradiciones fosilizadas. Es allí donde se resuelven estos dilemas, no en el pasado ni en el futuro, sino en esa estrella fugaz que nos arrastra entre sus crines, el fuego fatuo donde habitamos: el día de hoy.

Mi nombre, por cierto, es José Agustín Ramírez, al igual que se llamaba mi padre y un tío suyo antes que él. Aunque yo no soy su primogénito, pero por una extraña circunstancia (léase la insistencia de mi abuelo paterno, y la reticencia de mi jefe, durante los primeros dos embarazos de mi mamá), siendo el tercero de sus tres hijos, fui nombrado así, como el modestamente célebre compositor, emblemático del estado de Guerrero, el original José Agustín Ramírez, quién compusiera las canciones que le dan vida aun hoy a las fiestas y reuniones de los guerrerenses tradicionales y sus miles de invitados de toda la orbe, su turismo de talla internacional, al menos en sus buenos tiempos, en el siglo pasado. José Agustín Ramírez y compañía fueron leyendas del Acapulco perdido, nuestro querido Lost Acapulco, my dear friends.

Así que me llamo igual que mi progenitor, a quien quizás ya conoces, o crees conocer, si has leído alguno de sus muy filosos libros. Pero esta no es la historia de por qué me llamo así, aunque en lo personal no esté muy agustín con ese nombre heredado, no: esta es la historia de una antorcha que no encendía, de una hoguera que no se apaga, y de un incendio fuera de control, en los límites de la realidad y mi imaginación, cerca de las frontera de la locura. Tan solo unas hojas en honor a mi padre, don José Agustín, laureado y otrora joven e irreverente escritor mexicano, de mala fama y peor reputación, pero amado por los buenos lectores, principalmente libre pensadores, de tendencias zurdas y contraculturales, que mantienen vivo este atribulado país. Para todos ellos, mi padre fue un símbolo libertario de los afamados sixties, muy al estilo de la Generación beat. Fue un viejo lobo, si me lo permiten, que naufragó en un mar de música y silencio, de memorias y olvido.

Ambos, mi padre y mi tío abuelo, me heredaron su nombre, su pedigrí y algo de su talento, pero también me dejaron el nivel del mar creativo muy elevado, una marea alta de calidad e inspiración que puso mis humildes aspiraciones artísticas en serios aprietos, por poco y hundiéndolas, tú comprenderás mi dilema y predicamento. Y por favor, discúlpame si te hago perder tu tiempo con mis investigaciones paternales. De antemano te lo digo, amable lector y ahora también compañero en esta aventura, si decides abordar este barco ballenero: un navío de los locos tamaño familiar, que solicita voluntarios para un Naufragio.

¿Pero cómo resumir setenta y tantos años de locura creativa y destructiva en las contadas páginas de un libro entre biográfico y periodístico? Intentaré pues un resumen de sus pasiones musicales al menos, que eran vastas y profundas, incontables como las creaturas del océano, y muy elevadas como objetos voladores desconocidos, quimeras fantásticas y entidades simbióticas que, por unos breves instantes, parecieron demostrar que la armonía es posible entre la humanidad, y me refiero a las bandas de rock y sus pequeñas joyas musicales, esas canciones que amamos. ¿Qué sería de nosotros sin ellas?

Yo, por cierto, conocí a José Agustín hace ya 44 abriles, y aunque finalmente he llegado a comprenderlo bastante bien, todavía me sorprende (es duro el maldito), y a veces puede ser todo un misterio, pero creo entenderlo mejor que muchos, aun cuando ni siquiera he terminado de leer todos los libros de su obra fecunda y brillante. Pero sucede que al parecer me reservé algunos para cuando él ya no estuviera aquí, es decir, ya es hora, pues como resultaron las cosas, hoy en día, aun cuando no ha muerto, estando aquí no está, pues ya no escribe y tiene varios problemas de salud, con una amnesia de lo reciente casi total y la hidrocefalia apenas contenida por una bomba y una válvula microscópicas que drenan el agua de su cerebro. Y así, aunque de pronto parece ser él otra vez, está ausente en presencia de sí mismo, pues su carrera llegó a un alto, y su reloj de arena se rompió y por poco se vacía tras el tremendo accidente que sufrió en Puebla al caer de cabeza en el foso de un teatro imprudentemente a reventar, con cientos de fanáticos de sus letras. Pero sus libros siguen ahí, tan frescos como siempre, esperándome, y a algunos miles de lectores más, para sentir el magnífico estilo, innovador y revolucionario, de las letras de José Agustín.

Mi padre siempre ha sido como un cometa para otros jóvenes, en sus despertares. Uno puede perseguir sus palabras como se acompaña a un meteoro en su órbita estelar, prendido de su fuerza gravitacional. Rolando con él uno no se aburría, siempre buscando aventuras nuevas (como él solía decir, citando a Alfred Bester, con su genial y delirante libro de sci fi: ¡Tigre, Tigre!): siempre en la ruta de las estrellas, nuestro destino.

ÁSS

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