Por aquella época cumplí veinte años. No me hubiera imaginado que un año después mi vida cambiaría toda. En 1992 vivía en la Ciudad de México después de haberme mudado con mi hermano Jesús a un departamento en Barranca del Muerto, quería estudiar Comunicaciones en la UNAM y vagaba por la ciudad sin rumbo fijo. En esos años la familia nuclear vivía una transformación total, pues nos habíamos venido a estudiar “a la capital” y mis padres y mi hermano Agustín seguían en Cuautla, Morelos, donde habíamos vivido los pasados años con mucha raigambre. Jesús y yo tomábamos los fines de semana un autobús en la terminal Taxqueña para ir al terruño y el domingo en la noche volvíamos a la vieja ciudad de hierro. El regreso era particularmente melancólico.
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No recuerdo la gestación propia de La panza del Tepozteco; será por esos ires y venires, y porque mi foco estaba ya en otro mundo que veía borrosamente a lo lejos. Mi padre siempre fue un leo extrovertido que comentaba la mayoría de las cosas que pasaban por su cabeza, y más lo que escribía o pensaba escribir. O las aventuras del pasado por las que había transitado al escribir. Era gozoso verlo hacer eso, sin duda el cenit de su vida estaba regido por la escritura. La novela Cerca del fuego la vimos crecer y a él sufrir con ella en tiempo real. Estábamos en un reality show sin saberlo, en ese momento nadie imaginaba que la cultura del mundo giraría al onanismo y el exhibicionismo de manera ridícula, pero fuimos de avanzada sin saberlo. Mi padre hablaba de sus libros como si fuéramos parte de una asamblea a la que él daba parte de guerra. Sabíamos que la batalla se libraba en la noche, cuando se iba a su estudio-cápsula espacial, y se enfrentaba a la hoja en blanco. De lejos veíamos la luz en el estudio e incluso antes, cuando usaba máquina de escribir, se oía claramente el furor de los teclazos. Con la computadora eso disminuyó, pero nunca desapareció.
Lo que sí recuerdo es que años antes, cuando era niño, hablaba de un libro para niños que quería escribir y que nunca hizo. Las aventuras de Lucas, quien era nuestro perro, un típico cocker spaniel de luminoso carácter, y que vivía en el libro imaginario como Hércules sus siete epopeyas con siete dueñas diferentes y estrambóticas. Hablaba de cada una de ellas con precisión y era un relato divertidísimo, imaginaba perfecto a mi can metiéndose en esos problemas y siempre tratando de huir. Él nos lo contaba —siempre con la brújula de escritor en la mano— como en las noches en que nos leyó los cuentos de los hermanos Grimm o su amadísimo Monkey, de Wu Chengen, que nos marcó profundamente.
Un día mi papá me invitó a comer, dijo que venía a la ciudad a ver a un editor y me pidió acompañarlo. La cita era en el Buen Bife, en la colonia Del Valle, y el editor era Sealtiel Alatriste, quien llegó acompañado por otro espécimen de la república de las letras. Yo me sentía raro pues no sabía mi papel y, a diferencia suya, mi temperamento era más bien introvertido para ser tauro. Ahora sé que esa cita fue didáctica, ilustrativa, pues dos años después entraría yo a trabajar como editor asistente a Planeta. Observé con atención los modos del editor Alatriste, el papel que jugaba, y en algún momento de la comida le propuso escribir un libro para niños, pues iba a inaugurar una colección para ese público. Con la obra que le proponía, saldrían textos de Francisco Hinojosa, Bárbara Jacobs y Juan Villoro. No recuerdo bien si aceptó en ese momento, pero sí tengo la impresión de que Alatriste le proponía, además, publicar la novela que mi papá planeaba escribir enseguida: Dos horas de sol. Esto último nunca se llevó a cabo, pues yo la edité en 1994 en el sello Seix Barral —¡y fue el primer libro que edité en mi vida, vaya casualidad!—, pero en cambio La panza del Tepozteco sí tuvo fortuna y salió originalmente en Alfaguara Infantil en 1992. Los dibujos los realizó mi hermano Tino; recuerdo haberlos visto mucho antes de que saliera el libro y todo el proceso creativo, además de la negociación por el rostro de Tonantzin que había hecho. Este trabajo conjunto padre e hijo entusiasmó especialmente a mi papá, se sentía lleno de orgullo de la colaboración con mi hermano, quien por esos días batallaba absurdamente en la preparatoria con los fascistas de siempre, los que siempre hay en todas las épocas.
Mi querido padre disfrutó mucho ser papá y se nota en este libro, el único en su clase de los que escribió. Decía a la menor provocación: “García Márquez siempre me recomendaba ‘Súbete al tren de tus hijos’ y yo siempre lo hago”, y La panza del Tepozteco condensa muchas de las cosas que nosotros como chamacos vivíamos en los años ochenta: ir de aventura a la naturaleza, a ese Tepozteco o a la barranca que estaba a unos metros de donde vivíamos, además de la relación con nuestros amigos, hijos de campesinos de la primaria Plan de San Luis, todos ellos nahuas de Tetelcingo. Ese borde que retrata aquí, el que hay entre los muchachos urbanos y los del campo, creo que fue uno de los principales motores para escribir este libro que ahora conmemoramos. En 1992 mis papás casi cumplían veinte años de haber llegado a vivir a Morelos, a la casa del abuelo, y seguían enamorados de la tierra de Zapata.
Escribo en la casa que crecí. La barranca sigue al lado, pero muy deteriorada por el cauce civilizatorio. Oigo a mi hijo Lucio jugar en la alberca y me recuerdo a mí mismo. La semejanza es inaudita, ¿cómo se heredan símbolos y caminos sin que uno se lo proponga, incluso lo evite? Mi padre siempre fue escritor nocturno aunque cantaba la canción de Donovan “Writer in the Sun”. Yo ahora acabo este texto mientras él duerme, pues eso no ha cambiado con el paso del tiempo: siempre se despierta tarde.
Cuautla, junio de 2022
AQ