Con José Alvarado tuve pláticas de escalera. Yo lo había atisbado en 1955 en el stand de Arreola en la Feria del Libro, cuando en la colección de Los Presentes se daría la coincidencia de que él publicara la buena noveleta El personaje y yo un primer y lamentable libro de cuentos cuyo título prefiero callar. Pasaron años sin que volviésemos a encontrarnos y sin que dejara yo de leer sus artículos, y solamente en los años sesenta conversamos algunas veces cuando nos encontrábamos subiendo o bajando la principal escalera interior de Excélsior, el de Scherer. No sé cuánto y de qué hablamos Pepe Alvarado y yo en esa escalera, pero sí sé que esos momentos me acompañarán para siempre, el siempre que aún me quede.
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Don Pepe, gran hombre de las universidades y de los cafés y cantinas, esas otras universidades, sabía además de muchas ciudades y pueblos de toda la República, de muchos personajes y hechos tanto de la vida política o cultural como de la vida anónima pero simplemente viva. Con prosa fluida, elegante, frecuentemente exenta de la terca e inelegante conjunción que (cuya no fácil exclusión demuestra el cuidado que ponía en su escribir alimenticio), ponía en pie, en sus columnas semanales o casi diarias, lo mismo a Madero, Villa, Zapata o Vasconcelos, o el fusilamiento de Huitzilac, o la zoología o mitología políticas, o al polígrafo nacional Alfonso Reyes, o a José Revueltas novelista del quebranto social, etcétera, como a Lupe Vélez, bailarina de gran carpa, luego actriz triunfadora y suicida en Hollywood, que al Chiflaquedito y el Chómpira Escandón y el Cuate Corchera y el Valedor Lascuráin y el Club de los Cacarizos, y los toreros y los taqueros y los boleros, y los vendedores de la lotería, y las tristes coristas de carpa y los taxistas, y, en fin, pero sin fin, los seres sin nombre de ésta y de otras ciudades del país o del mundo ancho y ajeno.
A través de los años el fino lector de periódicos buscaba las columnas de Alvarado en El Popular, La Voz, El Día, Excélsior, Siempre!, leía su profesional y gustosa escritura. Don Pepe escribía sus artículos con el mismo amor a las palabras, la sintaxis y el ritmo con que un poeta escribiría un soneto. Dice Gabriel Zaid en su libro Cómo leer en bicicleta: “Uno de esos lujos que hay que aprender a agradecer a la vida cotidiana (como el lujo de ver claro, muy lejos, otra ciudad de pronto, cuando los vientos y la lluvia barren con el polvumo de la Ciudad de México) es darse el lujo de leer la buena prosa de José Alvarado”.
Y cuando al fin algo lo traté, cuando conversábamos subiendo o bajando la gran escalera inicial y marmórea de aquel irrepetible Excélsior dirigido por Julio Scherer, ya el gris invadía las famosas cejotas y el famoso bigotazo que bastaban para hacerle la caricatura (y creo recordar una de Guasp en la cual esos trazos eran más que suficientes para retratar en síntesis a todo Pepe Alvarado). Pero el rostro aún resplandecía de vida sanguínea, de vivacidad, de estilo de gran comensal maestro en el arte de la conversación, del anecdotario, del brindis a la vez marmóreo y ligero.
Ahora sé que no volveré a subir o bajar con don José Alvarado, y acaso con nadie, aquella gran escalera de piedra (y de metal), pero espero aún tener frecuentes citas en los escalones de su buena prosa diaria.
ÁSS