En el café Mister Q, el erudito Mostaza contaba con sus resoplidos, toses y risas la que consideraba la verdadera historia del caballero andante y su escudero. No es lo que el ingenioso hidalgo, don Miguel de Cervantes, escribió, sino una historia en que los dos ilusos personajes tuvieron una sociedad peculiar. He aquí esa historia tal como yo la supe:
Cuando el viejo actor Alonso Quijano, después de haber representado en todos los tablados de toda España los nobles papeles del repertorio clásico, se retiró a su aldea natal para vivir en el ocio y la remembranza de los aplaudidos días, he aquí que un labriego del lugar, Sancho Panza, aficionado al teatro, lo visitaba y se embelesaba oyéndole sus triunfos escénicos. Así, de charla en charla y de vaso de vino en vaso de vino, ocurrió que una tarde Panza le propuso a don Alonso que retornara a su arte y se fuesen los dos en sociedad por los caminos para dar funciones en los teatros y corrales de comedia de los pueblos de La Mancha, de toda Castilla y de España toda, de modo que, poco a poco, juntándoseles otros actores aficionados o profesionales, formasen una compañía teatral itinerante.
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La Compañía Trebisonda quedó compuesta en el comienzo, pero luego para siempre, con solo sus dos fundadores, más un destartalado caballo que montaba don Alonso y un robusto asno en que iban Sancho y los bártulos escénicos. Recorrieron así la horizontal y ancha Castilla dando funciones en las ventas, en los mesones, en las posadas, en las plazas, en los patios y corrales y, alguna vez, en un palacio ducal. Pronto abandonaron el repertorio clásico porque no gustaba y ni siquiera interesaba al público popular, e iban de función en función improvisando una cambiante comedia en la cual Quijano interpretaba al legendario y sublime caballero Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza ponía en pie a su rústico escudero, hombre de aspiraciones más terrenales, pues, decía, no se hizo el hocico de asno para la miel.
Pero sucedía que Quijano, ya muy viejo y por tanto de mal barajada memoria, trastocaba los monólogos y los diálogos insertándoles olvidos y errores, y, para disimularlos, extremaba los efectos truculentos hasta llevarlos a la parodia involuntaria, mientras que Sancho, que al principio había querido actuar su papel en registro serio y hasta hazañoso, fue descubriéndose una vena cómica y metía refranes de la sabiduría popular y esos gags improvisados que la jerga teatral llama morcillas. Así lograban que tanto los dramas como las comedias regocijaran al bajo pueblo y, en inolvidable ocasión, divirtieran a unos duque y duquesa esnobs.
Al acabar la representación, Sancho pasaba el sombrero y colectaba las monedas, los panes, los chorizos, los quesos y, en ocasión inolvidable, hasta un pollo asado y un pellejo de vino en pago de la función que dieron en las nupcias del rico Camacho. Así, Sancho llegó a ser premiado con la auténtica gubernatura de una ínsula, mientras don Alonso se esfumaba como persona y finalmente incurría en el delirio de ser ese personaje de caballero tan alucinado y disparatado: Don Quijote de la Mancha, pues.