Casi nadie reconoce la generosidad del que recuerda, del que comparte la añoranza de personas y lugares para preservar una experiencia, el que ilumina las tertulias con una amable invocación. Me atrevería a decir que nadie repara en la dádiva que otorga el que se ocupa de redactar semblanzas de los otros, si vivos, ninguno estima la nobleza del que escribe de los que ya se han ido.
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Nadie toma en cuenta la benevolencia de ese gesto que procura inmortalidad, aunque codiciemos permanecer en la memoria. Que mañana alguien nos recuerde es improbable. Con el tiempo nos olvida la familia, nos omiten los amigos, nos desconocen los amores, sean fugaces, incluso duraderos. Y si a esa incertidumbre añadimos que la evocación pocas veces toma en cuenta los méritos grandes o modestos o las cualidades del carácter pues los defectos son más útiles para aguijonear una nostalgia, entonces la ecuación se vuelve complicada: recordar responde a ciertas leyes del espíritu para las que la voluntad sirve de poco.
José de la Colina era un generoso evocador. Se ocupó de eternizar lo mismo a Alfonso Reyes, Octavio Paz o José Revueltas, que al completamente olvidado narrador Carlos Valdés o a un remoto cronista de nombre Primitivo Rodríguez Mateos, que nunca publicó un libro, y era iletrado, pero que le contó picantes peripecias de la Revolución.
De la Colina inventaba ficciones quizá para no empañar la vehemente recordación de su pasado, esa historia personal en la que nunca ocupó el puesto estelar pues prefería narrarse como testigo de correrías ajenas, era el relator de las virtudes privadas y los vicios públicos. Aquellos seres, ese personerío refería su aprendizaje como oyente de aventuras, como lector de asombros, como cómplice de luchas estéticas o intelectuales, como militante de vocaciones renovadoras del arte y la cultura.
De la Colina, también, era insobornable con la prosa. Sus cuentos, homenajes, sus variaciones literarias conjugan la armonía de la palabra con la imagen peculiar o la tímida erudición que revela lo profundo; siempre procuró conservar la esencia anecdótica pues, sabía, el sentido de la fábula corre el riesgo de extraviarse en la espesura del lenguaje.
De la Colina amaba el cine. No por su condición de sueño en movimiento ni por la posibilidad de recrear épocas lejanas o universos irreales, sino por algo más sutil, más significativo. Predicaba que si el cine posee un don etéreo, éste es el de mostrarnos vivos a los muertos.
Recuerdo esta idea tan peculiar y abro en mi viejo iPad la aplicación Blanco, sobre el poema y la obra de Octavio Paz, que el extinto Conaculta y el FCE produjeron hace años para dispositivos móviles. La aplicación incluye entrevistas y fragmentos de las emisiones televisivas del Nobel mexicano. En el clip de 1984, a propósito del cumpleaños número setenta de Paz, aparece José de la Colina comentando Un lance de dados no abolirá el azar, de Mallarmé, y las posibilidades poéticas de Blanco y los discos visuales con los que podían practicarse versos a través de la combinación. Serio, ensimismado en el debate, la voz de De la Colina resuena como en tantas ocasiones que se impuso sobre el rumor de copas, sobre risas y trasiegos, cuando alguna sombra le despertaba una reminiscencia y nos hablaba de Luis Buñuel, de José Alvarado, de Juan Rulfo, de Pedro Miret y de un caudal de personajes que devolvía al presente y sentaba en la mesa con generosidad.
Entonces pienso: ahora que se ha ido, es justo que le devolvamos a don José un poco de la benevolencia que manifestó en su personerío, prosiguiendo la lectura de sus libros, recordándolo como amigo y preceptor, reviviendo sus andanzas colmadas de experiencia, sabiduría y sentido del humor.
RP