La primera vez que vi a Pepe de la Colina fue una mañana de viernes de mediados de los 1980, en su oficina de El Semanario Cultural de Novedades. De golpe, pude atestiguar tres talentos que formaban parte de su leyenda: tenía una gran memoria, cursaba con vértigo las páginas de un libro y sabía muy bien francés.
Traía yo un ejemplar empastado de La boutique obscure de Georges Perec, propiedad de la benemérita biblioteca del IFAL, que arrebató de mis manos para ir a una página muy atesorada en sus recuerdos, leyéndola y traduciéndola a Juan José Reyes y a mí con fluidez y exactitud impecables.
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—Deberíamos hacer un libro así en español un día —dijo, y con eso remató su raudo performance, refiriéndose admirado a que el experimento de Perec, relato de 124 sueños, como reza su subtítulo, era un modelo de escritura muy atractivo.
Hasta entonces, el ritual de la entrega de mis colaboraciones en el suplemento, llevadas directamente a las manos de Juan José, su jefe de Redacción, incluía evitar o aplazar el encuentro con De la Colina. En Novedades y en otros lados eran fama las pocas pulgas que habitaban el estado de ánimo promedio de Pepe; así que preferí conservar mi distancia hasta encontrar otra oportunidad propicia para acercármele más y conversar con él con cierta confianza.
Ésta se dio cuando publiqué en el Semanario mi reseña de Borges a contraluz, de Estela Canto. Como fue una de mis primeras notas extensas y muy comentadas en su entorno (el poeta Francisco Hernández, por ejemplo, me dijo que le había “vendido” el libro), me recibió sonriendo en su oficina el día que fui al periódico a cobrarla.
De ahí en adelante, todo empeoró. Mucho: ahora yo tenía que entregarle algo al menos del mismo nivel de esa reseña-ensayo, la muestra de escritura con que obtuve la beca del Centro Mexicano de Escritores. No era nada fácil. Fue el editor más riguroso y desalmado que he conocido, para mi bien. El Tusitala de Mixcoac me enseñó a mí, y a toda mi generación de escritores-editores, que sin el máximo nivel de exigencia nunca se alcanza un verdadero rigor profesional en el oficio. Espero, en los 33 años que llevo en la escritura y edición, haber honrado mínimamente sus enseñanzas.
ÁSS