Soy, compadecedme, de una de aquellas generaciones de escritores, ya casi todas colectados en el polvo, a quienes, cuando padecíamos la adolescencia hallándonos aún metidos en el círculo familiar, cuando ya nos habíamos descubierto signos de ir para la literatura y así lo declarábamos, nuestros padres nos decían que no, que eso no daba para comer, no era una profesión seria, que salvo en muy contadas excepciones solo conducía al hambre, a la disipación, al deshonor público, en fin: que esa vocación era una equivocación, pero que, en el caso de que realmente las letras tirasen imperiosamente de uno, como a partir de ciertas edades tiran de uno las mujeres o el vino o la filatelia, más valía estudiar una legítima carrera, arquitectura o medicina o abogacía o contaduría, y que una vez ya ducho para la lucha por la vida, podía uno, en los ratos de ocio, entregarse a su afición, o pasión o vocación, como hacían muy felizmente los pintores amateurs que luego exhiben sus pacientes dibujitos, sus cariñosas acuarelas, tal vez sus tiernos óleos, en ciertos dominicales jardines públicos, o bien como el famoso Ingres, que de profesión, sí, era pintor, pero de afición era violinista y luego de cumplir sus ocho horas pinceleando profesionalmente, tomaba un violín que le rogaba ser acariciado y, con dedicado amateurismo, violineaba a gusto, es decir a gusto suyo, que la opinión del vecindario parece no haber pasado a las crónicas.
Por supuesto, uno desoía aquellos serenos o irritados consejos paternos, porque se sentía poseído por tal especie de afición apasionada y exigente, por tal vocación sin vacación posible, que se prometía de antemano al martirologio espiritual, dispuesto a pasarse la vida encadenando letras en sílabas, en palabras, en frases, en párrafos, en páginas, en pliegos, en libros, y uno se decía Escritor hasta morir, o Las letras o la nada, y hasta era capaz, de no solo dejarse crecer el pelo y pasarse horas posando de escritor en algún café, de arrostrar las broncas con el caudillo de la familia y dejar el cálido pero incomprensivo vientre hogareño por sórdidas pensiones que regentaban señoras gordas siempre en bata y siempre cantando boleros de Consuelito Velázquez y vigilando que ningún huésped asaltara el refrigerador en la noche, sino además capaz de empezar a escribir de verdad, y, de ser posible a la vista del mayor número de gente, y si no se podía hacer como Georges Simenon, que había llegado hasta a escribir una novela sentado tras la vitrina de su casa editora, se podía uno dejar ver, por ejemplo, escribiendo en un céntrico Café, al lado de una taza de café negro y filosóficamente humeante, como hacía Tomás Segovia, para nuestra admiración, en el café Chufas de la calle López de la misma Ciudad de México donde uno vivía.
Y esto sucedía así durante semanas o meses o años (incluso hay quienes han consumado o consumido de tal guisa su completa vidita literaria), hasta que finalmente uno, amistosamente persuadido por las rudezas de la vida libre aunque desordenada, advertía que no había más remedio que volver al redil, quiérese decir al hogar, y acatar el consejo paterno, resignándose a estudiar para arquitecto o médico o abogado o contador público titulado.
Pero podía ser el caso que, como quien esto escribe, uno seguía decidido a ser escritor, aun si para ello tuviera que escribir, y, efectivamente, escribía de cuando en cuando algunas cosas, ¿de qué género?, del género que fuese, desde sonetos y cuentos y capítulos de una veintena de novelas siempre comenzadas, nunca terminadas (cosas todas autobiográficas, naturalmente, aun si en esos años apenas se tiene más ego que bios y resulta menos una biografía que una egocrafía), y hasta textos menos respetables, como ensayos profundos sobre la vida y la muerte (temas que el joven escritor desconocía casi tanto como habría de desconocerlos ya viejo), prosas líricas para salvar al mundo en tres cuartillas (pues la temprana vocación literaria suele viciosamente ir acompañada de ideales redentores) y, si bien esto como último recurso porque era descender mucho (era como caer en la filatelia), hasta notas bibliográficas, que es como ya se empezaba a llamar pedantescamente a las reseñas de libros. Y con tales textos o pretextos uno procuraba (muchas veces como meritorio, es decir dando gratis las cuartillas, con tal que se publicasen, o, si era favorable la suerte, cobrando una cantidad que, todo lo más, pagaría una comida corrida en la fonda del barrio) filtrarse en el Medio Cultural, de tal manera que al cabo de unos años, que con facilidad se iban aglutinando en décadas, se encontraba ya uno casi establecido en el periodismo cultural, escribiendo para secciones diarias de periódicos o suplementos semanales o revistas mensuales, haciendo reseñas de libros o de conciertos o de películas, entrevistando a la otra gente de las letras y las artes, y, muy frecuentemente, arrimando el hombro como todo un hombre a la corrección de pruebas o de estilo, labores todas, desde luego, secundarias, laterales y, como diría Alfonso Reyes, ancilares, que si bien le daban a uno con qué sobrevivir (en el caso no muy frecuente de que lo dieran), robaban tiempo al deseo, las ganas, la intención de escribir de veras, o sea producir cuentos, ensayos, poemas, novelas, memorias, autobiografías y cosas pura y verdaderamente literarias, con todo lo cual, al cabo de muchos años, se daba uno cuenta de que no había cumplido de veras con la vocación, que aquellas actividades secundarias, laterales y ancilares habían sido las sangrías del escritor anunciado alguna vez en sí mismo, y que, por ganarse mal o regularmente la vida, uno la había echado a perder, gastando en infiernitos seudoculturales la mejor pólvora de las letras, y que si bien uno había logrado —con qué desvelos, qué heroísmos, qué deudas con la dueña de la pensión (aún en bata y vigilando el refrigerador pero ahora canturreando una balada de los Beatles), o (como le sucedía hace unos años a un amigo aquejado de la misma vocación o equivocación), qué discusiones con la esposa (también en bata, pero lamentándose del refrigerador vacío y canturreando Strangers in the Night)—, había logrado publicar en quinientos ejemplares algún libro flaco pero bien nutrido de erratas, con sonetos o cuentos o ensayos, en ocasiones recolectados del propio periodismo, era necesario rendirse a la evidencia o a la videncia de que uno, a los cuarenta años (que ya iban para cincuenta y presentían el vértigo de asomarse a los sesenta), seguía siendo en rigor, casi en rigor mortis, un escritor en ciernes, esto es un escritor que había prometido mucho y que había seguido prometiendo y prometiendo, aunque cada vez menos violentamente, y que ahora, si camina por la calle, y si (por no hablar de situaciones más lastimosas) ve venir a un amigo o mero conocido que muy posiblemente, con sonrisa perversa y angelical le preguntará, digamos: Y de aquella gran novela o gran ensayo o gran poema o gran tragedia en alejandrinos que estabas escribiendo, ¿qué me dices?, procurará pasarse a la otra acera, hacer como si no hubiera visto al alevoso amigo o mero conocido y alejarse con un paso lo más natural posible, tal vez silbando una melodía que insidiosamente viene de profundos pisos de la memoria: Eres como una espinita que se me ha clavado en el corazón, o algo parecido.
Así que tarde o temprano uno llega a saber que nada, ni el alcoholismo y los locos años veinte (a lo Scott Fitzgerald), ni la irlandesidad y la semiceguera (a lo James Joyce), ni las deudas y el café negro y las pretensiones de aristocracia (a lo Balzac), ni la participación en guerras como la de España (a lo George Orwell), ni la Segunda Guerra Mundial más la guerra a los elefantes en África (a lo Hemingway), ni el asma y el esnobismo y el amor a los choferes de bigotes de manubrio(a lo Proust), ni la amenaza de un ayatola y vivir de escondite en escondite (a lo Salman Rushdie), ni ser medio manco y soldado viejo y con hijas o sobrinas putas (a lo Cervantes), ni hallarse en silla de ruedas y pese a todo ser muy trabajador y lujurioso (a lo Juan García Ponce), ni hacer la napoleónica campaña de Rusia y aburrirse consularmente en Civitta Vecchia (a lo Stendhal), ni alimentarse únicamente de ostras y champagne (a lo Karen Blixen), ni vivir con amante negra y padecer sífilis (a lo Baudelaire o Burdelaire), ni ser mexicano y jorobado (a lo Juan Ruiz de Alarcón), ni recibir cada trimestre los vampíricos requerimientos de pago de impuestos de la Secretaría de Hacienda (a lo escritor mexicano cualquiera), nada mata más a un escritor que el subsistir de escribir, o dicho de otro modo, que el escribir para subsistir. Y, amargo triunfo, irrisorio botín, uno alcanza la melancólica iluminación de que finalmente el paterfamilias tenía toda la razón del mundo, aunque se equivocaba en pensar que la literatura no es profesión seria, pues finalmente escribir para subsistir es una actividad no solo seria sino hasta triste, ¿y para qué?, acaso para a través de las letras convertirse en nadie, como se dice que le ocurrió al rey de Runagur.
© Herederos de José de la Colina
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