José de la Colina, Polvorilla y yo

José de la Colina (1934-2019)

"José de la Colina murió y no pude despedirme de él. Por eso decidí verlo por última vez en este texto y bajo sus condiciones", escribe Leda Rendón.

José de la Colina se esconde detrás de la foto de un gato. (Foto: Paola García)
Leda Rendón
Ciudad de México /

Apareció un nudo dentro de mi garganta; me duele el cuerpo: José de la Colina murió y no pude despedirme de él. Por eso decidí verlo por última vez en este texto y bajo sus condiciones, esas que creo haber visto en sus ojos juguetones y tristes.

Pepe y yo comenzamos a caminar tomados de la mano por el parque, llevábamos a nuestra gata Polvorilla. Le habíamos comprado una correa blanca que combinaba perfectamente con cualquier cambio de color que pudiera sufrir, sus modificaciones respondían a nuestros estados de ánimo. Así la comunicación entre Pepe y yo se volvía un espectáculo visual. Más de un curioso se detenía a vernos, algunos tomaban fotografías y videos. Nosotros hacíamos como que nada pasaba y conti-nuábamos caminando embebidos en la suavidad y la espesura del calor veraniego. Yo sabía, por ejemplo, por el gris intenso que había tomado Polvorilla, que Pepe estaría teniendo un pensamiento filosófico, entonces me acercaba a su oído y le susurraba alguna palabra que sabía le atraería hacia mí de nuevo.

Caminamos durante horas reinventando el pasado, él insistía en uno en el que éramos amigos desde niños y nos prometíamos amor eterno, pero jamás ocurría nada físico entre nosotros, todo era ese impulso delicioso hacia poseer el deseo del otro. Llegamos a un bosque espeso. Nos sentamos sobre una piedra a pensar en la muerte y comenzó una lluvia fina bajo un sol esplendoroso. El verde de los árboles se emborronaba y Pepe me habló de nuevo de aquellos días en que su padre le enseñó a escribir con los monotipos de la imprenta. Lo contaba siempre diferente, y yo imaginaba a Pepe de niño acomodando letras en hileras; lo que otro chiquillo hubiera hecho con sus cochecitos. ¿Cuántos lenguajes inexplorados habrá, azarosamente, inventado en sus primeros años?

Pasamos muchos días sobre la piedra tomados de la mano, sólo nos separábamos unos instantes en que Polvorilla se acurrucaba entre los dos, parecía un bebé rosa enroscado entre sus padres. Cuando Pepe se dormía yo lloraba, sabía que estaba enfermo y me aferraba a su mano suave, ligerita, desprovista ya de esa firmeza que encanta a las mujeres. Ahora estaba rebosante de esa ternura infinita, de esa bondad blanca que viene con los años. No me quiero ir de esta piedra que está fuera del tiempo, porque Pepe desaparecerá. He pensado en ofrecerle un regalo. Me desnudaré y dejaré que me acaricie en su última noche. Funcionaré como una grieta de carne entre este y el otro mundo, seré un umbral, un portal. Me beberé su muerte. Después guardaré su alma en un frasco. Y cuando lo necesite abriré el frasco y hablaré con él.

Pepe despertó sobre nuestra piedra-cama, me ve desnuda y sonríe. “¿Te acuerdas cuando nos conocimos, estabas igual que hoy, blanquísima iluminada por un reflector”? “Sí, Pepe”. “Yo supe en ese instante que nunca te tocaría, y eso estaba bien, creo que le puse a mi libro Las medias fantasma de Leda R. porque sospechaba que serías eso en mi vida, algo improbable”. Se acurrucó en mi pecho, Polvorilla lo miró a los ojos. Mientras, el alma de Pepe se escapó de su boca y se enredó en mi axila a dormir unos instantes.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS